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1er Prólogo Crítica De La Razón Pura


Enviado por   •  25 de Abril de 2013  •  2.802 Palabras (12 Páginas)  •  761 Visitas

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Prólogo de la primera edición

Crítica de la razón pura

Immanuel Kant

Prusia, 22 de abril de 1724 - 12 de febrero de 1804

La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas sus facultades.

La perplejidad en la que cae la razón no es debida a culpa suya alguna. Comienza con principios cuyo uso es inevitable en el curso de la experiencia, uso que se halla, a la vez, suficientemente justificado por esta misma experiencia. Con tales principios la razón se eleva cada vez más (como exige su propia naturaleza), llegando a condiciones progresivamente más remotas. Pero, advirtiendo que de esta forma su tarea ha de quedar inacabada, ya que las cuestiones nunca se agotan, se ve obligada a recurrir a principios que sobrepasan todo posible uso empírico y que parecen, no obstante, tan libres de sospecha, que la misma razón ordinaria se halla de acuerdo con ellos. Es así como incurre en oscuridades y contradicciones. Y, aunque puede deducir que éstas se deben necesariamente a errores ocultos en algún lugar, no es capaz de detectarlos, ya que los principios que utiliza no reconocen contrastación empírica alguna por sobrepasar los límites de toda experiencia. El campo de batalla de estas inacabables disputas se llama metafísica.

Hubo un tiempo en que la metafísica recibía el nombre de reina de todas las ciencias y, si se toma el deseo por la realidad, bien merecía este honroso título, dada la importancia prioritaria de su objeto. La moda actual, por el contrario, consiste en manifestar ante ella todo su desprecio. La matrona, rechazada y abandonada, se lamenta como Hécuba: modo maxima rerum, tot generis natisque potens - nunc trahor exul, inops (1).

Su dominio, bajo la administración de los dogmáticos, empezó siendo despótico. Pero, dado que la legislación llevaba todavía la huella de la antigua barbarie, tal dominio fue progresivamente degenerando, a consecuencia de guerras intestinas, en una completa anarquía; los escépticos, especie de nómadas que aborrecen todo asentamiento duradero, destruían de vez en cuando la unión social. Afortunadamente, su número era reducido. Por ello no pudieron impedir que los dogmáticos intentaran reconstruir una vez más dicha unión, aunque sin concordar entre sí mismos sobre ningún proyecto. Más recientemente pareció, por un momento, que una cierta fisiología del entendimiento humano (la del conocido Locke) iba a terminar con todas esas disputas y que se iba a resolver definitivamente la legitimidad de aquellas pretensiones. Ahora bien, aunque el origen de la supuesta reina se encontró en la plebeya experiencia común y se debió, por ello mismo, sospechar con fundamento de su arrogancia, el hecho de habérsele atribuido falsamente tal genealogía hizo que ella siguiera sosteniendo sus pretensiones. Por eso ha recaído todo, una vez más, en el anticuado y carcomido dogmatismo y, a consecuencia de ello, en el desprestigio del que se pretendía haber rescatado la ciencia. Ahora, tras haber ensayado en vano todos los métodos --según se piensa--, reina el hastío y la indiferencia total, que engendran el caos y la noche en las ciencias, pero que constituyen, a la vez, el origen, o al menos el preludio, de una próxima transformación y clarificación de las mismas, después de que un celo mal aplicado las ha convertido en oscuras, confusas e inservibles.

Es inútil la pretensión de fingir indiferencia frente a investigaciones cuyo objeto no puede ser indiferente a la naturaleza humana. Incluso esos supuestos indiferentistas, por mucho que se esfuercen en disfrazarse transformando el lenguaje de la escuela en habla popular, recaen inevitablemente, así que se ponen a pensar algo, en las afirmaciones metafísicas frente a las cuales ostentaban tanto desprecio. De todas formas, esa indiferencia, que se da en medio del florecimiento de todas las ciencias y que afecta precisamente a aquéllas cuyos conocimientos --de ser alcanzables por el hombre-- serían los últimos a los que éste renunciaría, representa un fenómeno digno de atención y reflexión. Es obvio que tal indiferencia no es efecto de la ligereza, sino del Juicio (2) maduro de una época que no se contenta ya con un saber aparente; es, por una parte, un llamamiento a la razón para que de nuevo emprenda la más difícil de todas sus tareas, a saber, la del autoconocimiento y, por otra, para que instituya un tribunal que garantice sus pretensiones legítimas y que sea capaz de terminar con todas las arrogancias infundadas, no con afirmaciones de autoridad, sino con las leyes eternas e invariables que la razón posee. Semejante tribunal no es otro que la misma crítica de la razón pura.

No entiendo por tal crítica la de libros y sistemas, sino la de la facultad de la razón en general, en relación con los conocimientos a los que puede aspirar prescindiendo de toda experiencia. Se trata, pues, de decidir la posibilidad o imposibilidad de una metafísica en general y de señalar tanto las fuentes como la extensión y límites de la misma, todo ello a partir de principios. Este camino --el único que quedaba es el que yo he seguido y me halaga el que, gracias a haberlo hecho, haya encontrado el modo de acabar con todos los errores que hasta ahora habían dividido la razón consigo misma en su uso no empírico. No he eludido sus preguntas disculpándome con la insuficiencia de la razón humana, sino que las he especificado exhaustivamente de acuerdo con principios. Una vez descubierto el punto de desavenencia de la razón consigo misma, he resuelto tales preguntas a entera satisfacción suya. Claro que las contestaciones a esas preguntas no han correspondido a las expectativas del exaltado y dogmático afán de saber. Tal afán sólo podría quedar satisfecho mediante poderes mágicos, de los que yo nada entiendo. Pero tampoco era ése el propósito de la constitución natural de la razón. El deber de la filosofía consiste en eliminar la ilusión producida por un malentendido, aunque ello supusiera la pérdida de preciados y queridos errores, sean cuantos sean. En este trabajo he puesto la mayor atención en la exhaustividad y me atrevo a decir que no hay un solo problema metafísico que no haya quedado resuelto o del que no se haya ofrecido al menos la clave para resolverlo. Y es que la razón pura constituye una unidad tan perfecta, que, si su principio resultara insuficiente frente a una sola de las cuestiones que ella se plantea a sí misma, habría que rechazar tal principio, puesto que entonces tampoco sería capaz de solucionar con

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