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SEUDÓNIMO: HÉCTOR


Enviado por   •  9 de Diciembre de 2012  •  4.586 Palabras (19 Páginas)  •  698 Visitas

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SEUDÓNIMO: HÉCTOR

Poco antes de morir: Leoncio Prado

Una adaptación de la versión Molinari sobre la muerte del valiente coronel Leoncio Prado Gutiérrez, natural de Huánuco, marino en el combate de Abtao, héroe del combate del Dos de Mayo, prócer de la independencia de Cuba, que se batió por el Perú en la batalla de Tacna, y cayó herido en Huamachuco; que inició su carrera en el mar a la temprana edad de trece años y sucumbió peleando, como había vivido siempre, antes de cumplir los 30.

- Soldado, hazme un favor: dame un tiro aquí- y se señaló la frente

Tenía una amplia herida que le supuraba la pierna y un tormentoso dolor que soportaba desde que, en plena batalla, una granada le hizo trizas esa extremidad. Después de la debacle, consiguió escapar junto a sus dos ayudantes y un chino de servicio, pero el estado de su cuerpo no le daba para perseguir el horizonte. No le faltaba mucho para cumplir los treinta años y durante ese par de días a la deriva, los estragos de la intemperie le acendraron los recuerdos. Recordó por ejemplo, cuánto lo amaba su padre.

De él heredó su frente amplia, la tenacidad selvática y la expresión vívida de los ojos, aunque no el color. Para no ser idéntico, desestimó la idea de usar la barba poblada que era el rasgo que lo distinguía por encima del uniforme con laureles patrios y decidió utilizar un bigote de punta y gomilla que no sobrepasaba la comisura de los labios pálidos y le daban una apariencia de hombre mayor. Ni cuando los chilenos lo encontraron, perdió el perfil del único retrato que se hizo después de llegar de Cuba y a pesar del dolor insufrible de la pierna herida, lo mantuvo aliñado como para las mejores ocasiones de su vida.

El soldado chileno que lo encontró se negó a dispararle y en vez de eso, subió corriendo por la ladera hasta encontrar al oficial a su mando. Se llamaba Aníbal Fuenzalida y era artillero, hijo de un antiguo diputado de gobierno, de educación medianamente esmerada y ese mismo día iba a ser ascendido a capitán, sin sospecharlo. Caminó un trecho regular hasta que se guió por el estertor del hombre detrás de la ramada. No tardó en distinguirlo. El coronel Leoncio Prado le estiró la mano para la saludarlo y él se la estrechó amablemente.

- Nunca le he dado la mano al hijo de un presidente- le dijo Fuenzalida

- Pues, créame teniente, que no es nada del otro mundo-

Muy cerca de él, el coolie los miraba con sus ojos orientales sin decir una palabra. Había permanecido así, sin emitir un solo sonido los dos días anteriores. En el desvarío del dolor, aterrado por la premura con que se le anunciaba la muerte, volvía a la realidad con el coolie curándole la herida sin otro remedio que un regador de agua hervida y una infusión de hierbas silvestres, pero conforme las horas pasaban era innegable que la infección ganaba mayores espacios y lo pudría en vida. El coronel le rogó que se la amputara de un solo machetazo para aliviarse el trajín del dolor, pero el chino permaneció silente. Después lo amenazó y lo maldijo y se lo ordenó con todas sus fuerzas, hasta que comprendió que su mutis era una señal de auténtica piedad y nuevamente se sumergió en las fiebres de la infección.

- Este pobre chino es tan bueno, que por más que he hecho, no ha querido cortarme la pierna herida- le dijo a Fuenzalida.

El viento sopló arisco agitando la ramada y el eco de su amorfa voz se perdió entre las piedras de la cuesta. Fuenzalida ordenó a sus hombres preparar una camilla improvisada de palos y retazos de tela para trasladarlo hasta Huamachuco. Cuando Prado lo advirtió, le explicó que era una pérdida de tiempo. En cuanto lo vieran sería fusilado. Perdería tiempo valioso llevándolo hasta allá y más bien, volvió a solicitar su ejecución sumaria. El oficial chileno lo refutó, con el argumento de que ningún hombre con sentido común sería capaz de fusilar al hijo de un presidente, aunque más tarde, tendría que reconocer que su percepción estuvo muy lejana a la realidad.

- Apenas terminemos, lo llevaremos a Huamachuco. Hay que aprovechar la seca. El camino está limpio- le dijo finalmente

La tropa y los ayudantes comenzaron a unir las telas con la celeridad de la experiencia que les había dado casi cuatro años de guerra, de llevar y traer cadáveres y cuerpos heridos. Prado observó el procedimiento y, casi como siempre, empezó a dar indicaciones para la preparación de la camilla.

- No gaste fuerzas- le dijo Fuenzalida

- No las gasto. Hablo para calmar el dolor- y se descubrió la pierna

El chileno se espantó de ver el muslo destrozado por las esquirlas. La sangre coagulada y la pus hacían causa común con el metal. Había visto heridas de guerra en todos los frentes, pero pocas como esa gangrena espumosa, fétida y amenazante. Tenía la vista fija en la dimensión del orificio, hasta que el coronel lo interrumpió con una frase que le pareció sacada de ese contexto tan cruel.

- Tengo que reconocer que sus artilleros tienen una puntería envidiable-

La idea abstrajo al escenario a Fuenzalida. Se sintió aludido pues él mismo era artillero de campaña. Lo miró a los ojos, que, como dos náufragos mustios, navegaban en la imaginación para evadir el dolor, y se trabaron en una conversación animada sobre la precisión de las armas, de las grandes campañas que asolaban Europa al estornudo de un rey. Le explicó las virtudes de su ejército a su paso por el campo de batalla y el chileno, aparentando buen humor, tuvo que reconocer que se habían salvado por poco de una segura derrota en las faldas del cerro Sazón. El diálogo era entretenido y brillante y la cultura de Fuenzalida, esmerada. La declaratoria de guerra lo lanzó a presentarse en un regimiento, pero los jefes se percataron rápidamente de su talante y lo convirtieron en un competente alférez.

Prado dominaba el inglés, el francés, el latín de las misas y rudimentos del alemán y sus conocimientos sobre el deporte de la guerra eran certeros y proverbiales. Había descubierto a Clausewitz en los anaqueles de una biblioteca en Cienfuegos, al término de la odisea del Céspedes, y se había quedado maravillado con el despabilamiento de la cuestión del ejercicio político, lo que contrariaba gratamente una creencia suya, la cual consideraba a las lenguas

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