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'El erruj' primer relato de 'De cuento en cuento' de EL TIEMPO


Enviado por   •  2 de Marzo de 2013  •  Ensayos  •  1.576 Palabras (7 Páginas)  •  540 Visitas

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'El erruj' / primer relato de 'De cuento en cuento' de EL TIEMPO

Con este texto, inicia esta serie con nueve narradores colombianos que irá hasta el 24 de diciembre.

¿Es posible soñar con algo que no existe? Así, sobresaltado por esa pregunta, me levanté de la cama y corrí a buscar el diccionario, con la devoción y curiosidad de quien cree haber descubierto un pequeño secreto. Sin embargo, con el paso de los segundos caí en la cuenta de que el mensaje que me había sido enviado a través de los sueños no era una profecía ni mucho menos un augurio: había soñado con una palabra, sí, pero la palabra no existía y, lo peor, mi ilusión se desvanecía. En el sueño que soñé esa noche de invierno, arrullado por la lluvia sobre el tejado y las flores, vi que un hombre gordo y barbudo se apeaba de un tranvía. En la memoria nebulosa de los sueños, donde todo es y no es a la vez, podría decir que la escena ocurría en la carrera séptima con avenida Jiménez. Allí, en la curva empedrada sobre la que están empotradas las rutas severas del tranvía, estaba aquel hombre, recargado contra la baranda del vagón, sonriente, confiado, dueño de sí. Mientras otros chicos corrían aquí y allá, en pantalones cortos y cubiertos con gorras de marinero, yo permanecía impávido en una esquina, contemplando el ritual que acompañaba la llegada del gordinflón y de su corte. En efecto, del tranvía también saltaron varios enanos vestidos de rojo, como su jefe, un gnomo hermoso e imponente, algunos perros falderos, necios como la hoja en el remolino, y una niña que juiciosamente descargaba un baúl a través del deslizadero. El baúl, sin embargo, no parecía tan pesado como tenía que ser, a juzgar por la manera como aquellas manos infantiles lo movían de lado a lado. Los enanos empezaron a bajar del tranvía cajas y cajitas de todos los tamaños, envueltos en papel regalo, y adornadas con un coqueto moño de navidad. En ese momento, cuando el gnomo, que además llevaba una guacamaya en el hombro, acomodó en el piso la caja más grande, todos los niños corrieron a su lado y empezaron a jalar su mínimo vestido de terciopelo. El barbudo gordinflón, que además llevaba un sombrero de pirata, se reía al ver a su siervo a punto de ser arrojado al suelo por la fuerza de las ansias curiosas de la niñez desbordada. Justo cuando el caos estaba en marcha y la esquina se convertía ya en una fiesta, en la que no demoraban en aparecer música y comparsas, sonó un leve ruido, una mezcla de campanita con claxon de viejo auto de carreras, un rumor quizás, nunca antes oído por mí y sin algo evidente o tácito con lo que se pudiera comparar. La niña, de pelo negro ensortijado y ojos inmensos, tomó en sus manos una cajita y comenzó a caminar hacia mí. Lo hizo diligentemente, segura, amable, tierna y cariñosa. Me llamo Beba, y esto es para ti. Gracias, Beba, le respondí, sonrojado, muerto de timidez. En la tapa de la cajita, una palabra aparecía en alto relieve. Pasé mis dedos, acaricié sus letras. Es más: no sé por qué pasé mis labios por aquella palabra, sin dejar de contemplar ni admirar la belleza de aquel regalo. Y cuando desperté, no podía olvidarla, como jamás olvidaría los ojos, la belleza de aquella niña: Erruj. Cuando la luz del día apareció tenuemente a través de mi ventana, ya había tomado la decisión de buscar al profesor Camacho, el viejo filólogo de la Nacional, el gran maestro de las palabras. Lo llamé y le pedí una cita urgente, a lo cual accedió, pero en horas de la tarde. Vivía en el sur, lo que me llevó a abordar la ruta más rápida de TransMilenio, que en unos cuarenta minutos me puso a pocas cuadras de su hogar. Cuénteme, joven, en qué le puedo servir. Soplé un poco el té que generosamente me ofrecía y con las gafas todavía empañadas le expliqué lo ocurrido. Profe, soñé con una palabra. Y quiero saber si existe. Subamos a la biblioteca. Quizás allá la encontremos. En unos cuantos segundos ya nos encontrábamos en la buhardilla en la que guardaba su preciada colección de diccionarios. Los tenía acomodados por tamaños y años de edición. En otro estante, ordenadamente, estaban los libros de filología, de construcción y régimen, los textos ideológicos de la lengua castellana. "Erruj", "erruj", "erruj", vaya, vaya. No la veo por ningún lado. Parece árabe, ¿verdad? No sé qué pueda ser. No tengo ni idea. Hagamos algo que detesto, ¿le parece? Algo que usted, joven, no podrá comentar jamás, ¿de acuerdo? De acuerdo, profe, respondí asustado

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