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10 Mandamientos De Fernando Savater


Enviado por   •  19 de Noviembre de 2013  •  5.894 Palabras (24 Páginas)  •  990 Visitas

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I

Amarás a Dios sobre todas las cosas

Diálogo del filósofo con el Señor

Nos mandaste amarte sobre todas las cosas. Me pregunto y te pregunto: ¿tanta necesidad tienes de

que te amen? ¿No es un poco exagerado? ¿No delata una especie de zozobra, de inquietud extraña? Sí...

sí... ya sé que eres un dios celoso, que no acepta ningún tipo de competencia. Pero quiero que entiendas

que no eres muy original. Esto que te sucede le pasa prácticamente a todos los dioses. Estoy viendo que

en ese aspecto sois todos bastante parecidos: excluyentes y posesivos. Siempre queréis todo el amor para

vosotros. Se os ve un poco inseguros de vosotros mismos y necesitados de que los demás estemos siempre

refrendando vuestra superioridad sobre el cosmos y el mundo. Mira... ni siquiera ése es nuestro

problema. Nuestra verdadera dificultad son tus representantes, porque normalmente no te diriges a los

hombres deforma directa. Aquellos que hablan en tu nombre son un verdadero dolor de cabeza. Siempre

nos sugieren y ordenan lo que tenemos que hacer de acuerdo con su nivel de poder.

Aquí estamos frente al primer mandamiento, algo inmodificable según tus leyes: Amarás a Dios

sobre todas las cosas, y no se hable más.

Pero vivimos en el siglo XXI, discutiendo tus leyes... no pongas mala cara si ahora, mal que te

pese, te cuestionamos... son los tiempos que corren.

DE LOS DIOSES CONCRETOS AL ABSTRACTO

El primer mandamiento es el más religioso de todos, porque mientras que los demás se relacionan

con cuestiones de comportamiento social y de grupo, éste plantea una exigencia que la divinidad le

demanda al individuo.

Así, un profeta anónimo le hace decir a Yahvé: «Yo soy el primero y el último; fuera de mí no

existe ningún dios»; «Antes de mí ningún dios había, y ninguno habrá después de mí»; «Yo soy Yahvé y

fuera de mí ningún dios existe»; «Todos ellos son nada; nada pueden hacer, porque sólo son ídolos

vacíos». Frente a estas formas de definirse no podemos negar que, por lo menos, se trata de alguien con

una autoestima superlativa y, sin exagerar, digna de un dios.

Debo admitir que, como no soy creyente, me resultaría muy difícil amarle, y que, incluso aunque

creyera, me costaría describir bien la relación que podría mantener con un ser infinito, inmortal,

invulnerable y eterno. Personalmente entiendo el amor como el deseo casi desesperado de que alguien

perdure, a pesar de sus deficiencias y de su vulnerabilidad. Por eso sólo puedo amar a seres mortales.

La inmortalidad me merece respeto, agobio, pero no me merece amor. Por otra parte, nunca he

sabido muy bien qué se entiende por esa palabra misteriosa que otros manejan con tanta facilidad: Dios.

Hay un libro de Umberto Eco y el cardenal Cario Maria Martini en el que discuten sobre estas

cuestiones. Su título es En qué creen los que no creen1. A quienes no creemos nos es muy fácil explicar

en qué creemos. Lo que me resulta misterioso es saber en qué creen los que creen y, sinceramente, por

más que los he escuchado nunca he entendido a qué se refieren.

F e r n a n d o S a v a t e r L o s d i e z m a n d a m i e n t o s e n e l s i g l o X X I

8

Sin embargo, los no creyentes creemos en algo: en el valor de la vida, de la libertad y de la

dignidad, y en que el goce de los hombres está en manos de éstos y de nadie más. Son los hombres

quienes deben afrontar con lucidez y determinación su condición de soledad trágica, pues es esa

inestabilidad la que da paso a la creación y a la libertad. Los emisarios y los administradores de Dios

personifican en realidad lo más bajo de una conciencia crítica e ilustrada: el fanatismo o la hipocresía, la

negación del cuerpo y la apología del poder jerárquico en su raíz misma.

Un dios abstracto, ¡qué gran novedad! Unos dos mil años antes de Cristo, los dioses siempre habían

sido animales, o árboles, o ríos, o piedras, o mares. Habían tenido un cuerpo, habían sido dioses visibles.

Precisamente las divinidades eran fenómenos que podían verse. Entonces apareció un ser abstracto, hecho

de pura alma y se produjo una verdadera revolución.

Los romanos admitían que cada cual podía tener sus divinidades, porque ellos creían que los dioses

de todos los pueblos eran tolerantes entre sí. Por esta razón, fue paradójico que acusaran de ateos a los

primeros cristianos, aunque veremos que esta manera de razonar tenía su lógica. Los romanos veían que

los cristianos rechazaban a todos los dioses existentes. Resultaba una actitud incomprensible y sectaria, ya

que había una gran variedad. Se les ofrecían los de Oriente, los de Occidente, los de forma animal, los de

forma vegetal. Pero no había nada que hacer: los cristianos los rechazaban a todos. No querían saber nada

con el culto al Emperador, ni con los encarnados en las glorias de cada una de las ciudades. Por tal

motivo, los seguidores de ese dios, que no se veía

...

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