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Cuento Lluvia Por Arturo Uslar Pietri


Enviado por   •  24 de Febrero de 2014  •  3.709 Palabras (15 Páginas)  •  446 Visitas

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La luz de la luna entraba por todas las rendijas del rancho y el ruido del viento en el maizal, compacto y menudo como la lluvia. En la sombra acuchillada de láminas claras oscilaba el chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente chirriaba la atadura de la cuerda sobre la madera y se oía la respiración corta y silbosa de la mujer que estaba echada sobre el catre del rincón.

La patinadura del aire sobre las hojas secas del maíz y de los árboles sonaba cada vez más a lluvia, poniendo un eco húmedo en el ambiente terroso y sólido.

Se oía en lo hondo, como bajo piedra, el latido de la sangre girando ansiosamente.

La mujer sudorosa e insomne prestó oído, entreabrió los ojos, trató de adivinar por las rayas luminosas, atisbó un momento, miró el chinchorro, quieto y pesado, y llamó con voz agria:

—¡Jesuso!

Calmó la voz esperando respuesta y entretanto comentó alzadamente.

—Duerme como un palo. Para nada sirve. Si vive como si estuviera muerto...

El dormido salió a la vida con la llamada, desperezóse y preguntó con voz cansina:

—¿Qué pasa Usebia? ¿Qué escándalo es ese? ¡Ni de noche puedes dejar en paz a la gente!

—Cállate, Jesuso y oye.

—¿Qué?

—Está lloviendo, lloviendo, ¡Jesuso! y no lo oyes. ¡Hasta sordo te has puesto!

Con esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a la puerta, la abrió violentamente y recibió en la cara y en el cuerpo medio desnudo la plateadura de la luna llena y el soplo ardiente que subía por la ladera del conuco agitando las sombras. Lucían todas las estrellas.

Alargó hacia la intemperie la mano abierta, sin sentir una gota.

Dejó caer la mano, aflojó los músculos y recostóse en el marco de la puerta.

—¿Ves vieja loca, tu aguacero? Ganas de trabajar la paciencia. La mujer quedóse con los ojos fijos mirando la gran claridad que entraba por la puerta. Una rápida gota de sudor le cosquilleó en la mejilla. El vaho cálido inundaba el recinto.

Jesús tornó a cerrar, caminó suavemente hasta el chinchorro, estiróse y se volvió a oír el crujido de la madera en la mecida. Una mano colgaba hasta el suelo resbalando sobre la tierra del piso.

La tierra estaba seca como una piel, áspera, seca hasta en el extremo de las raíces, ya como huesos; se sentía flotar sobre ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba los hombres.

Las nubes oscuras como sombras de árbol se habían ido, se habían perdido tras de los últimos cerros más altos, se habían ido como el sueño, como el reposo. El día era ardiente. La noche era ardiente, encendida de luces fijas y metálicas.

En los cerros y los valles pelados, llenos de grietas como bocas, los hombres se consumían torpes, obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando señales, escudriñando anuncios...

Sobre los valles y los cerros, en cada rancho, pasaban y repasaban las mismas palabras.

—Cantó el carrao. Va a llover...

—¡No lloverá! Se la daban como santo y seña de la angustia.

—Ventó del abra. Va a llover...

—¡No lloverá!

Se lo repetían como para fortalecerse en la espera infinita.

—Se callaron las chicharras. Va a llover...

—¡No lloverá!

La luz y el sol eran de cal cegadora y asfixiante.

—Si no llueve, Jesuso, ¿qué va a pasar?

Miró la sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre, comprendió su intención de multiplicar el sufrimiento con las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia le tenía tomado el cuerpo, cerró los ojos y se sintió entrando al sueño.

Con la primera luz de la mañana Jesuso salió al conuco y comenzó a recorrerlo a paso lento. Bajo sus pies descalzos crujían las hojas vidriosas. Miraba a ambos lados las largas hileras del maizal amarillas y tostadas, los escasos árboles desnudos y en lo alto de la colina, verde profundo, un cactus vertical. A ratos deteníase, tomaba en la mano una vaina de frejol reseca y triturábala con lentitud haciendo saltar por entre los dedos los granos rugosos y malogrados.

A medida que subía el sol, la sensación y el color de aridez eran mayores. No se veía nube en el cielo de un azul llama. Jesuso, como todos los días iba, sin objeto, porque la siembra estaba ya perdida, recorriendo las veredas del conuco, en parte por inconsciente costumbre, en parte por descansar de la hostil murmuración de Usebia.

Todo lo que se dominaba del paisaje, desde la colina, era una sola variedad de amarillo sediento sobre valles estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una mancha de polvo calcáreo señalaba el camino.

No se observaba ningún movimiento de vida, el viento quieto, la luz fulgurante. Apenas la sombra si se iba empequeñeciendo. Parecía aguardarse un incendio.

Jesuso marchaba despacio, deteniéndose a ratos como un animal amaestrado, la vista sobre el suelo, y a ratos conversando consigo mismo.

—¡Bendito y alabado! ¿Qué va a ser de la pobre gente con esta sequía? Este año ni una gota de agua y el pasado fue un inviernazo que se pasó de aguado, llovió más de la cuenta, creció el río, acabó con las vegas, se llevó el puente... Está visto que no hay manera... Si llueve, porque llueve... Si no llueve, porque no llueve...

Pasaba del monólogo a un silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por tierra, cuando sin ver sintió algo inusitado, en el fondo de la vereda y alzó los ojos.

Era el cuerpo de un niño. Delgado, menudo, de espaldas, en cuclillas fijo y abstraído mirando hacia el suelo.

Jesuso avanzó sin ruido, y sin que el muchacho lo advirtiera, vino a colocársele por detrás, dominando con su estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando un delgado hilo de orina, achatado y turbio de polvo en el extremo, que arrastraba algunas pajas mínimas. En ese instante, de entre sus dedos mugrientos, el niño dejaba caer una hormiga.

—Y se rompió la represa... y ha venido la corriente... bruum... bruuuum... bruuuuuum... y la gente corriendo... y se llevó la hacienda de tío sapo... y después el hato de tía tara... y todos los palos grandes... zaaas... bruuuuum... y ahora tía hormiga metida en esa aguazón...

Sintió la mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la cara rugosa del viejo y se alzó entre colérico y vergonzoso.

Era fino, elástico, las extremidades largas y perfectas, el pecho angosto, por entre el dril pardo la piel dorada y sucia, la cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante y aguda, la boca femenina. Lo cubría un viejo sombrero de fieltro, ya humano de uso, plegado sobre las orejas como bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de pequeño animal inquieto y ágil.

Jesuso terminó de

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