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El Llano En Llamas


Enviado por   •  15 de Octubre de 2012  •  8.032 Palabras (33 Páginas)  •  706 Visitas

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JUAN RULFO - EL LLANO EN LLAMAS

Ya mataron a la perra,

pero quedan los perritos

(Corrido popular)

"¡VIVA Petronilo Flores!"

El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde

estábamos nosotros. Luego se deshizo.

Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces

amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda

sobre pedregales.

En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la

barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a

nosotros:

"¡ Viva mi general Petronilo Flores!"

Nosotros nos miramos. La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la carga

de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a

donde estaban Los cuatro y les dijo: "Síganme, muchachos, vamos a ver qué

toritos toreamos!" Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él,

agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo

flaco por encima de la cerca.

Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo,

tirados panza arriba, como iguanas calentándose al sol.

La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la

Perra y los Cuatro, iban también culebreando como si fueran los pies trabados.

Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para poder ver

otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amoles que nos daban

tantita sombra. Olía a eso; a sombra recalentada por el sol. A amoles podridos.

Se sentía el sueño del mediodía.

La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la barranca y nos

sacudía el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír parando

bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos, como si se

estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar por un

callejón pedregoso.

De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuviera derrumbándose.

Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros

colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amole s. En seguida las

chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también despertaron

llenando la tierra de rechinidos. -¿Qué fue? - preguntó Pedro Zamora, todavía

medio amodorrado por la siesta.

Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera un

leño, se encaminó detrás de los que se habían ido.

- Voy a ver qué fue lo que fue - dijo perdiéndose también como los otros.

El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos

dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos

acordamos aquí estaban ya, mero enfrente de nosotros, todos desguarnecidos.

Parecían ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para éste de ahorita.

Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras. Pasaron los

primeros, luego los segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante,

jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran

zambullido en el agua al pasar por el arroyo.

Siguieron pasando.

Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracatera allá lejos, por

donde se había ido la Perra. Luego siguió aquí. Fue fácil. Casi tapaban el

agujero de las troneras con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a

boca de jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la vida a la muerte sin que

apenas se dieran cuenta.

Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto

quedó vacío el hueco de la tronera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los

que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si alguien los

hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron. Después volvieron a

aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí. Para la siguiente descarga

tuvimos que esperar. Alguno de nosotros gritó: "¡Viva Pedro Zamora !" Del otro

lado respondieron, casi en secreto: "¡Sálvame patroncito!¡Sálvame!¡Santo Niño de

Atocha, socórreme!" 'Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima

de nosotros hacia los cerros.

La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar

hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros

habíamos matado.

Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. Sentíamos las balas

pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de

chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de

alguno de nosotros, que se quebraba con un crujido de huesos. Corrimos. Llegamos

al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por allí como si nos

despeñáramos.

Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía después que habíamos

subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre.

"¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!", nos gritaron

otra vez. Y el grito se fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca

abajo.

Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes y boludas, todavía

resollando fuerte por la carrera. Solamente mirábamos a Pedro Zamora

preguntándole con los ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él también nos

miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos o

como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y nos costara

trabajo soltarla para que dijera algo. Pedro Zamora noslseguía mirando. Estaba

haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos

enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno.

Sabía ya cuántos éramos los que estábamos allí, pero parecía no estar seguro

todavía, por eso nos repasaba una vez y otra y otra.

Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila a los que

habían arrendado con ellos. El Chihuila bien

...

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