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Pito Perez


Enviado por   •  21 de Mayo de 2015  •  929 Palabras (4 Páginas)  •  172 Visitas

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participara de las dos profesiones y me hicieron acólito de la parroquia.

Así vestiría sotana, como el cura, y manejaría dineros como el

abogado, porque los acólitos son como los albaceas de los santos,

ya que en sus manos naufragan las limosnas que se colectan a la

hora de los oficios divinos. En mis funciones eclesiásticas fui cumplido

y respetuoso con los curas de la iglesia. Jamás di la espalda,

irreverentemente, al altar en que Nuestro Amo estaba manifiesto;

nunca eché semillas de chile al incensario, para hacer llorar al celebrante

y a los devotos que se le acercaban; ni me oriné por los rincones

de la sacristía, como los demás acólitos.

A la hora de las comidas, las gentes me veían pasar, rumbo a

mi casa, vestido con la sotana roja, y comentaban emocionadas:

“¡Ah, qué buen muchacho este de doña Conchita Gaona,

tan piadoso y tan seriecito!”

¿Y sabe usted por qué no me apeaba mi vestido de acólito?,

pues porque no tenía pantalones que ponerme y con las faldillas

de la sotana cubría mis desnudeces hasta los tobillos. Así aprendí

que los hábitos sirven para ocultar muchas cosas que a la luz del

día son inmorales.

Un tal Melquiades Ruiz, apodado San Dimas, era mi compañero

de oficio y, además, mi mentor de picardías.

Primero me enseñó a fumar hasta en el interior del templo, y

después a beberme el vino de las vinajeras. Decíanle San Dimas,

no porque fuera devoto del Buen Ladrón, sino por lo bueno de

ladrón que era. El muy taimado se pasaba la vida quemándome

las asentaderas con las brasas del incensario, y cuando yo protestaba,

me decía:

“Hermano Pito, el dolor es una penitencia por la cual tus

quemaduras te acercan al Señor; yo soy la justicia divina que castiga

tu lado flaco.”

“¡Pero fíjate en que es mi lado gordo el que me chamuscas,

grandísimo pendejo!”

Cierta vez vimos que un ranchero rico, de Turiran, echó en

el cepillo del Señor del Prendimiento una moneda de a peso, después

de rezar largamente, en acción de gracia, porque en sus tierras

no había helado.

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colección los ríos profundos

“Mira, Pito —me dijo San Dimas—, qué suerte tiene el

Señor del Prendimiento y con cuánto desdén recibe las dádivas

de sus fieles para que luego el señor cura las gaste en su propio

provecho. Ya oíste que quiere hacer un viaje a Morelia para comprarse,

con todo lo que caiga de limosnas en estos días, un mueble

de bejuco. ¿Qué te parece si nosotros madrugamos al cura y le

damos su llegón a la alcancía?”

San Dimas me convenció sin mucho esfuerzo. Él tenía cierto

dominio sobre mí, por ser de mayor edad que yo y por sus ojos

saltones que parecían de iluminado. Agregue usted a esto que mis

teorías sobre la propiedad privada nunca fueron muy estrictas,

y mucho menos tratándose de bienes terrenos de los santos,

que siempre me imaginé muy indulgentes con los menesterosos

y, además, sin personalidad legal reconocida para acusar a los

hombres ante los tribunales del fuero común.

—¿Y la conciencia, Pito Pérez?

—La tengo arrinconada en la covacha de los chismes inútiles.

—A la mañana siguiente

...

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