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El Gato Negro


Enviado por   •  24 de Febrero de 2014  •  3.682 Palabras (15 Páginas)  •  223 Visitas

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El gato negro Edgar Allan Poe No espero ni solicito fe para la narración tan sencilla como extravagante que está a punto de brotar de mi pluma. Locura sería en verdad el esperarlo, pues que mis propios sentidos rechazan su evidencia. Sin embargo, no estoy loco, ni estoy soñando, de seguro. Mas debo morir mañana y quiero hoy aligerar el peso de mi alma. Mi propósito inmediato es presentar llana y sucintamente a los ojos del lector, sin comentario de ninguna clase, una serie de simples acontecimientos domésticos. En sus consecuencias, estos acontecimientos me han aterrorizado, me han torturado, me han deshecho. A pesar de todo, no trataré de interpretarlos. Para mí sólo han representado el Horror; para muchos otros serán quizá no tanto terribles como baroques. Es posible que se encuentre después algún entendimiento que reduzca mi fantasma a los límites de lo vulgar; algún entendimiento más sereno, más lógico y mucho menos excitable que el mío, capaz de percibir en las circunstancias que expreso lleno de pavor, simplemente la sucesión ordinaria de las causas y efectos más naturales. Desde mi niñez híceme notar por la docilidad y ternura de mi temperamento. La bondad de mi corazón revestía caracteres de delicadeza tan quisita , que me hacía el blanco de las burlas de mis compañeros. Era particularmente afecto a los animales, y mis padres condescendían con esta inclinación procurándome gran diversidad de favoritos, a los que consagraba la mayor parte de mi tiempo; y nunca era tan feliz como cuando les alimentaba y acariciaba. Esta peculiaridad de mi carácter aumentó en la adolescencia, y aun en la virilidad derivaba de aquella fuente muchos de mis mejores goces. Apenas necesito explicar a los que hayan sentido afección por algún perro fiel e inteligente la intensidad de placer que produce este sentimiento. Existe en el amor generoso y abnegado de un irracional algo que va directamente al corazón de aquel que haya tenido ocasión de comprobar a menudo la ruin amistad y la lealtad tan deleznable del hombre. Me casé joven y tuve la suerte de encontrar en mi mujer inclinaciones semejantes a las mías. Observando mi afición por los animales domésticos, no perdía ella ocasión de procurarse los más lindos. Teníamos pájaros, peces dorados, un perro fino, conejos, un pequeño mono y un gato. Era éste un enorme y hermoso animal, enteramente negro, e inteligente hasta un grado excepcional. Al ocuparnos de su inteligencia, mi mujer, que tenía gran fondo de superstición, hacía frecuentes alusiones al antiguo concepto popular que considera brujas disfrazadas a todos los gatos negros. No que prestara ella fe a esta creencia; y si menciono la idea, es por la sencilla razón de que la recuerdo ahora de pasada. Plutón, que así se llamaba el gato, era el preferido entre los diversos favoritos y mi compañero habitual de juegos. Solamente yo le alimentaba, y él acostumbraba seguirme por todas partes dentro de la casa; siéndome dificil evitar que hiciera lo propio también por las calles. Nuestra amistad continuó así por varios años, durante los cuales, y a impulsos del demonio Intemperancia (me ruborizo al confesarlo), mi temperamento y mi carácter sufrieron radical alteración hacia el mal. Día por día hacíame más taciturno e irritable, y guardaba menos consideración a los demás. Aun me permitía usar con mi mujer un lenguaje destemplado, llegando después hasta la violencia personal. Mis favoritos hubieron de sentir, naturalmente, este cambio de

disposición. No solamente les descuidaba, sino que abusaba de ellos. Todavía conservaba Plutón, sin embargo, ciertas prerrogativas que me impedían maltratarle, como lo hacía sin escrúpulo de ninguna clase con el mono, los conejos y aun el perro, cuando por cariño o por casualidad se atravesaban en mi camino. Pero la enfermedad avanzaba—¡el Alcohol es semejante a una enfermedad!—y al fin hasta Plutón que se volvía viejo, e impertinente en consecuencia, comenzó a sufrir los efectos de mi mal temperamento. Una noche en que regresaba a casa muy embriagado, después de una orgía en una de mis guaridas habituales en la ciudad, se me ocurrió que el gato evitaba mi presencia. Cogíle entonces; y, en su terror por mi violencia, me infirió una pequeña herida mordiéndome la mano. Instantáneamente se apoderó de mí una furia demoniaca. No me conocía a mí mismo. Mi alma prístina parecía haber escapado en aquel momento de mi cuerpo; y una maldad diabólica, nutrida por la ginebra, estremecía todas mis fibras. Saqué un cortaplumas del bolsillo de mi chaleco, abríle, y deliberadamente arranqué de su órbita uno de los ojos del animal. ¡Me avergüenzo, me quemo, me horrorizo, al escribir esta abominable atrocidad! Cuando al día siguiente volví a la razón, después de haber dormido los humos de la orgía nocturna, experimenté un sentimiento mitad de horror mitad de remordimiento por el crimen cometido; pero era apenas un sentimiento débil y equívoco que no llegó a conmover mi ánima. Me sumergí de nuevo en los excesos y ahogué pronto en vino la memoria de mi hazaña. Al mismo tiempo el gato se recobraba lentamente. El hueco vacío del ojo presentaba, es verdad, terrible aspecto; pero el animal no parecía sufrir ningún dolor. Iba y venía por la casa como de costumbre; mas, como era de esperarse, huía aterrorizado a mi aproximación. Tenía yo todavía bastante corazón para sentirme apenado por esta evidente prueba de desafecto de parte de un ser que tanto me había amado en otro tiempo. Pero este sentimiento se convirtió pronto en irritación. Y se presentó entonces, para confirmar mi depravación final e irrevocable, el espíritu de Perversidad. De este espíritu no se ocupa la filosofía. Sin embargo, no estoy tan cierto de la existencia de mi alma como de que la perversidad es uno de los impulsos primitivos del corazón humano: una de las facultades primordiales e indivisibles que definen la orientación del carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometiendo alguna acción vil y torpe por la sola razón de que no debería hacerlo? ¿No existe acaso en nosotros, cierta perpetua inclinación a violar la Ley, contra todo el torrente de nuestro buen criterio, y sólo porque comprendemos que tiene razón de ser? El espíritu de perversidad, decía, vino a poner el colmo a mi depravación. Aquella ansia infatigable del alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por puro gusto, me impulsaba continua y tenazmente a consumar el daño que había inflingido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, pasé un lazo a su cuello y lo colgué de la rama de un árbol; lo ahorqué con lágrimas que corrían de mis ojos y el remordimiento más amargo que laceraba mi corazón; lo ahorqué porque sabía que me había amado y porque sentía que no me había dado motivo de ofensa; lo ahorqué porque comprendía

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