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El Llano En Llamas


Enviado por   •  3 de Mayo de 2015  •  32.459 Palabras (130 Páginas)  •  194 Visitas

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ACUERDATE

ACUÉRDATE de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de

Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el

"rezonga, ángel maldito" cuando la época de la influencia. De esto hace

ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le

decíamos el Abuelo por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez,

tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal

nombre le decían la Arremangada, y la otra, que era retealta y que tenía

los ojos zarcos; y que hasta se decía que ni era suya y que por más

señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando

estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su

ataque de hipo, que parecía como si se estuviera riendo y llorando a la

vez, hasta que la sacaban afuera y le daban tantita agua con azúcar y

entonces se calmaba. Ésa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la

mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino

de linaza de los Teódulos.

Acuérdate

Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre

andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que

tuvo su dinero pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se

le morían de recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas,

llevándolos al pantéon entre músicas y coros de monaguillos que

cantaban "hosannas" y "glorias" y la canción esa de "ahí te mando;

Señor, otro angelito". De eso se quedó pobre, porque le, resultaba caro

cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del

velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron

pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto

que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.

La debes haber conocido, pues era realegadora y cada rato

andaba en pleito con las marchantas en la plaza del mercado porque le

querían dar muy caro los jitomates; pegaba de gritos y decía que la

estaban robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre la

basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que

otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos".

Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron.

Después no se supo ya de ella.

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Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas

unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las

trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las

comprábamos c uando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía

mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la

escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos

y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media

traía en la bolsa: canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta

mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata

para que no vuelen muy lejos.

Nos traficaba a todos, acuérdate.

Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a los

pocos días de casado y que Natalia, su mujer, para mantenerse, tuvo

que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras

Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina

que le prestaban en la peluquería de don Refugio.

Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el

tepache, que siempre le. quedábamos a deber y que nunca le

pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin

amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera

a cobrarnos.

Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento.

Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo

encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer

detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las

orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por en

medio de una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él

pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos a todos con la

mano y como diciendo: "Ya me las pagarán caro."

Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada

raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un

chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de

coyote.

Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.

Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le arrimó una paliza que

por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.

Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de

vuelta por aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de

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armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y

mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a

nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no

conociera a la gente.

Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al

Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito

después de las ocho y cuando todavía estaban tocando las campanas el

toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba

en la iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al

Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano

mandándole un culat azo tras otro con el máuser, sin oír lo que le

gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que

no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó

la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del

jardín, donde se estuvo tendido.

Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que

antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura,

pero que él no se la dio.

Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a

descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la

soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba

para que

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