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Sueño De Escipión


Enviado por   •  23 de Octubre de 2013  •  3.143 Palabras (13 Páginas)  •  272 Visitas

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El sueño de Escipión

de Marco Tulio Cicerón, Sobre la República, Biblioteca Clásica Gredos, Ed. Planeta-deAgostini,

Barcelona, pp. 158-171. Traducción: Alvaro D´Ors

Fuente: http://xmejuto.blogspot.com/2010/01/el-sueno-de-escipion-marco-tulio.html

Cuando llegué a Africa, en donde, como es sabido, era tribuno de la Cuarta Legión, bajo las

órdenes del cónsul Manius Manilus, nada deseaba tanto como encontrarme con Masinissa.

monarca que por causas justas había sido muy amigo de nuestra familia. Cuando me presenté

ante él, el anciano, tras haberme abrazado, lloró, y tras hacer una pausa miró al cielo y dijo:

«Gracias te sean dadas a ti, oh Sol supremo, y a tus compañeros celestes, por haberme permitido,

antes de partir de esta vida, contemplar en mi propio reino y bajo estos cielos a P. Cornelius

Scipio, cuyo sólo nombre me reconforta: ¡Pues nunca se ha ido de mi alma el recuerdo de los

mejores y más invencibles de los hombres!». Le pregunté entonces con respecto a los asuntos de

su reino, y él a mí con respecto a nuestra república-, y así pasamos el día conferenciando por

extenso. Tras regios entretenimientos, volvimos a conversar hasta bien entrada la noche, en la que

el anciano sólo habló del viejo Scipio ( Africanus Major): recordaba todo sobre él, no sólo sus

hazañas sino también sus dichos. Cuando nos separamos para retirarnos a descansar, por el viaje

y nuestra conversación nocturna yo estaba más cansado de lo habitual. quedándome

profundamente dormido.

Tras lo cual (pues creo que ello surgió del tema de nuestra conversación, dado que a menudo

sucede que nuestros pensamientos y conversaciones producen algún resultado en el sueño, como

lo que Ennius relata que le sucedió a Homero, quien acostumbraba a hablar sobre ello y meditar

en sus horas de vigilia) Africanus se me aparecio en una forma que reconoci más por su busto

que por mi conocimiento del hombre mismo. Cuando le reconocí me eché a temblar; él, sin

embargo, me dijo: «Ten valor y rechaza el miedo, oh Scipio; guarda en la memoria lo que voy a

decirte».

«¿Ves tú esa ciudad que, obligada por mí a someterse al pueblo romano, renueva sin embargo,

incapaz de permanecer en paz, sus antiguas guerras? (Aquí me mostró Cartago desde un punto

claro y brillante, lleno de estrellas, de las alturas celestes.) ¿Y el asalto al que tú vas, siendo un

simple muchacho? En dos años a partir de ahora, tú derribarás como cónsul esa ciudad, y ese

nombre hereditario, que hasta ahora tú tuviste de nosotros, te pertenecerá a ti por tus propios

esfuerzos. Además, cuando Cartago haya sido arrasada por ti, llevarás a cabo tu Triunfo y serás

nombrado censor; entonces como legado irás a Egipto, Siria, Asia y Grecia, siendo hecho cónsul

una segunda vez durante tu ausencia, y llevando a cabo la mayor de las guerras, destruirás

Numancia. Pero cuando seas llevado sobre el carro triunfal al Capitolio, encontrarás la república

en confusión por la política de mi nieto. Aquí, oh Africano, será necesario que muestres a la tierra

patria la luz de tu espíritu, tu genio y tu sabiduría; en este período de tu vida veo oscuramente el

curso de tu destino, aunque cuando tu edad haya completado ocho veces siete circuitos y vueltas

del sol, eso te llevará a la época fatal de tu vida por el circuito natural de estos dos números (cada

uno de los cuales es perfecto, el uno por razón distinta al otro); ante ti sólo y ante tu nombre todo

el estado girará; a ti, corno senador, todas las buenas gentes, los aliados de los latinos y los

propios latinos, acudirán; en ti descansará la salvación de todo el estado, y a menos que caiga

sobre ti la mala fortuna, a ti, como dictador, te corresponde establecer firmemente la república si

escapas de las manos impías de tus parientes»; ante esta parte del recital Laelius lloró y los otros

se lamentaron amargamente, pero Scipio, sonriendo, dijo: «Te ruego no me despiertes de mi

sueño; permanece un poco en paz y escucha el resto».

«Pero, oh Africano, para que puedas ser el más entregado al bienestar de la república, escucha

bien: para todos los que han guardado, animado y ayudado a su patria, hay asignado un lugar

particular en el cielo, en donde los bendecidos gozarán de vida permanente. Pues nada sobre la

tierra es más aceptable a la deidad suprema que reina sobre todo el universo, que las uniones y

combinaciones de hombres unidos bajo la ley a las que llamamos estados; por tanto los

gobernantes y conservadores proceden de ese lugar y a él retornan después».

En ese punto, aunque estaba totalmente aterrado, no tanto por el miedo a la muerte como por la

traición de mis parientes, quise saber si él mismo estaba vivo realmente, y mi padre Paulus y

otros a quienes creíamos aniquilados.

«Sí», contestó. «En verdad siguen vivos los que se han líberado de las ataduras del cuerpo como

de una prisión: ¡Pues lo que llamáis vida no es en realidad sino muerte! ¿No ves a tu padre Paulus

que viene hacia ti?»

Ante esa visión rompí en un mar de lágrimas: él, por su parte, me abrazó y besó y me prohibió

llorar; luego, cuando mis lágrimas cesaron, y pude hablar, dije: «Te ruego me digas,

reverenciadísimo y Excelentísimo padre: puesto que eso es la vida, como he oído decir al

Africano, ¿por qué permanezco en la tierra? ¿Por qué no me precipito a ir contigo?

«No puede ser», contestó él, «pues a menos que la Deidad que es el Señor de este universo que tú

habitas, te libere de la prisión de tu cuerpo, aproximándose aquí, no puedes venir. Pues hombres

han nacido bajo esta ley para ser fieles guardianes de ese Globo que ves en el medio de este

universo y que es llamado la Tierra: y un alma se les ha dado de aquellos fuegos Sempiternos a

los que tú llamas estrellas y constelaciones; siendo estos cuerpos esféricos y globulares, animados

con almas divinas , prosiguen sus órbitas circulantes con maravillosa celeridad. Y por tanto, o

Publius, por ti y por todas las personas piadosas, el alma será retenida en el mantenimiento del

cuerpo: sin su orden, por quien se te ha dado ese alma, no podrás despedirte de la vida mortal, a

menos que parezcas ser infiel al deber ante la humanidad que te ha sido asignado por la Deidad.

Pero cultiva la justicia y la piedad, oh Scipio, siguiendo los pasos del Gran

...

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