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El Primer Rey De España


Enviado por   •  21 de Mayo de 2013  •  1.746 Palabras (7 Páginas)  •  302 Visitas

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EL PRIMER REY DE E SPAÑA

Aquellos años fueron terribles, oscuros, llenos de infamia, de traición, de cobardías, años en los que el reino de los Godos y la vieja tierra que ocupábamos los descendientes de los romanos se vieron arrollados por la marea musulmana que desde las tierras de Oriente se extendía imparable por el Mundo, obligando a todos los que encontraban a su paso a adoptar la religión de Mahoma y a abandonar la de Cristo o a morir si no lo hacían.

Fueron años en los que juramos que aquella tierra no desaparecería, años en los que junto al gran líder que contaba con la hidalguía y el valor suficientes como para llamarlo rey nuestro demostramos a los musulmanes que no nos rendiríamos jamás, que no cejaríamos aunque nos hubiesen empujado hasta el Cantábrico y las montañas, aunque muchos nobles godos ahora convertidos se hubiesen declarado nuestros enemigos, aunque muriésemos todos enarbolando la cruz, aunque no quedásemos ninguno para contarlo, allí estábamos dispuestos a que nuestra sangre y nuestro orgullo prevaleciesen y luchar y luchar por recuperar lo que todos considerábamos nuestra tierra.

El día que conocí a Don Pelayo casi acabamos a puñaladas, éramos los dos unos imberbes. Había llegado a Asturias huyendo del rey Witiza que había conspirado para asesinar a su padre y a él mismo si no llega a refugiarse en casa de mi prima Romira, a la que el muy galán le tiró los tejos nada más verla y claro, yo perdía los vientos por ella, así que le desafié en duelo y todo, lo que pasa es que el padre de Romira, que también era familia de Pelayo, puso paz entre los dos a base de darnos a ambos de guantazos y luego ponernos de sidra hasta la gola tras lo cual Don Pelayo y yo nos hicimos formalmente amigos.

Romira acabó casándose por cierto, con un noble exiliado de la Andalucía que la embelesó con ese acento cantarín de los de allí abajo.

Pelayo no se sentía seguro en España y por eso me propuso acompañarle en viaje de peregrinación a Tierra Santa, dónde permanecimos empapándonos de santidad (y de otras cosas que me callo), hasta que llegaron noticias de que el rey Witiza había pasado a mejor vida y que los nobles, tras mucho discutir y marear la perdiz, habían elegido nuevo rey a Rodrigo.

Así que regresamos a la patria cargados de entusiasmo y de nuevas experiencias y para encontrarnos el desolador espectáculo de los nobles enzarzados en intestinas disputas y al país patas arriba. Llegamos justo a tiempo para unirnos al ejército de Rodrigo que marchaba hacia el sur para repeler una invasión de sarracenos que apoyados por sus contrarios habían cruzado el Estrecho y ocupado Gibraltar. El rey nombró a Don Pelayo capitán de espatarios y avanzamos directos hacia un lugar llamado Guadalete.

Luchamos con ferocidad, luchamos con denuedo, pero los sarracenos y sus traidores aliados nos vencieron. Luego ya todo fue una huída hacia el norte. Primero a la capital, Toledo dónde todo el mundo pregonaba la derrota en vez de la resistencia y desde dónde contemplamos cómo los moros se iban apropiando de más y más tierras y los nobles, y con ellos sus súbditos se iban convirtiendo en masa con tal de conservar sus privilegios.

De esta manera Toledo cayó en manos enemigas y Pelayo y yo, junto algunos otros caballeros, soldados y familiares continuamos nuestra retirada hacia el norte, hacia las montañas del reino astur, hacia el último bastión, hacia el refugio de las peñas y las barrancas, hacia un futuro incierto del que tan sólo conocíamos una cosa, nuestra voluntad férrea de resistir y morir todos como cristianos.

Fue muy complicado, mucho. De siempre es sabido que los montañeses somos gentes poco dadas a someternos a un rey o a que nos obliguen a acatar algo por la fuerza, sin embargo Don Pelayo era guerrero reconocido y hombre muy respetado, admirado y hasta querido. No cejó un instante en su determinación de que los cristianos nos uniésemos para expulsar de nuestra Hispania a aquellos caldeos que habían llegado para quedarse, destruyendo nuestras iglesias y llevándose a nuestras mujeres.

Fue en Cangas de Onís dónde los nobles astures y cántabros que quedaban vivos y fieles a la cruz eligieron a Pelayo como rey. Fue el año del Señor de setecientos y dieciocho y hacía tan sólo once que habíamos sucumbido junto al río Guadalete.

Bajo su férreo mando comenzamos a hostigar y a matar a nuestros enemigos, los soldados del gobernador Munuza, que desde Gijón intentaba acallar aquella revuelta que hacía arder sus dominios.

Atacábamos, hacíamos tremenda degollina contra alguna guarnición o columna enemiga y desaparecíamos entre los montes como jabalíes. El terror comenzó a apoderarse de los musulmanes, que aunque no nos daban la más mínima importancia, permanecían de noche en vela y cuando salían de las ciudades lo hacían en cuadrilla numerosa y siempre temerosa de ver aparecer a aquellos “asnos salvajes”, pues así nos llamaban, que se arrojaban valerosos contra ellos para degollarlos sin piedad.

El gobernador Munuza pidió ayuda entonces a Córdoba y un ejército de miles de sarracenos llegó hasta Asturias para acabar de una vez con nuestra rebelión.

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