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Libro Demian


Enviado por   •  12 de Febrero de 2012  •  10.318 Palabras (42 Páginas)  •  1.073 Visitas

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Hermann Hesse

DEMIAN

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Texto de dominio público.

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Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía

a brotar espontáneamente de mí.

¿Por qué había de serme tan difícil?

1. Los dos mundos

Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en que yo tenía diez años e

iba al Instituto de letras de nuestra pequeña ciudad.

Muchas cosas conservan aún su perfume y me conmueven en lo más profundo con

pena y dulce nostalgia: callejas oscuras y claras, casas y torres, campanadas de reloj y

rostros humanos, habitaciones llenas de acogedor y cálido bienestar, habitaciones llenas

de misterio y profundo miedo a los fantasmas. Olores a cálida intimidad, a conejos y a

criadas, a remedios caseros y a fruta seca. Dos mundos se confundían allí: de dos polos

opuestos surgían el día y la noche.

Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis padres.

Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre, amor y severidad,

ejemplo y colegio. A este mundo pertenecían un tenue esplendor, claridad y limpieza; en

él habitaban las palabras suaves y amables, las manos lavadas, los vestidos limpios y las

buenas costumbres. Allí se cantaba el coral por las mañanas y se celebraba la Navidad.

En este mundo existían las líneas rectas y los caminos que conducen al futuro, el deber

y la culpa, los remordimientos y la confesión, el perdón y los buenos propósitos, el amor

y el respeto, la Biblia y la sabiduría. Había que mantenerse dentro de este mundo para

que la vida fuera clara, limpia, bella y ordenada.

El otro mundo, sin embargo, comenzaba en medio de nuestra propia casa y era

totalmente diferente: olía de otra manera, hablaba de otra manera, prometía y exigía

otras cosas. En este segundo mundo existían criadas y aprendices, historias de

aparecidos y rumores escandalosos; todo un torrente multicolor de cosas terribles,

atrayentes y enigmáticas, como el matadero y la cárcel, borrachos

y mujeres chillonas, vacas parturientas y caballos desplomados; historias de robos,

asesinatos y suicidios. Todas estas cosas hermosas y terribles, salvajes y crueles, nos

rodeaban; en la próxima calleja, en la próxima casa, los guardias y los vagabundos

merodeaban, los borrachos pegaban a las mujeres; al anochecer las chicas salían en

racimos de las fábricas, las viejas podían embrujarle a uno y ponerle enfermo; los

ladrones se escondían en el bosque cercano, los incendiarios caían en manos de los

guardias. Por todas partes brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes,

excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien

que así fuera. Era maravilloso que entre nosotros reinara la paz, el orden y la

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tranquilidad, el sentido del deber y la conciencia limpia, el perdón y el amor; y también

era maravilloso que existiera todo lo demás, lo estridente y ruidoso, oscuro y brutal, de

lo que se podía huir en un instante, buscando refugio en el regazo de la madre.

Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo cerca que estaban el uno

del otro. Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de

estar con la familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta, con las manos

bien lavadas sobre el delantal bien planchado, pertenecía enteramente al mundo de mis

padres, a nosotros, a lo que era claro y recto. Pero después, en la cocina o en la leñera,

cuando me contaba el cuento del hombrecillo sin cabeza o cuando discutía con las

vecinas en la carnicería, era otra distinta: pertenecía al otro mundo y estaba rodeada de

misterio. Y así sucedía con todo; y más que nada conmigo mismo. Sí, yo pertenecía al

mundo claro y recto, era el hijo de mis padres; pero adondequiera que dirigiera la vista

y el oído, siempre estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo aunque me

resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí me asaltaran regularmente los

remordimientos y el miedo. De vez en cuando prefería vivir en el mundo prohibido, y

muchas veces la vuelta a la claridad, aunque fuera muy necesaria y buena, me parecía

una vuelta a algo menos hermoso, más aburrido y vacío. A veces sabía yo que mi meta

en la vida era llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y ordenado

como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que ir al colegio y

estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro

mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible quedarse y

hundirse en él. Había historias de hijos perdidos a quienes esto había sucedido, y yo las

leía con verdadera pasión. El retorno al hogar paterno y al bien era siempre redentor y

grandioso, y yo sentía que aquello era lo único bueno y deseable; pero la parte de la

historia que se desarrollaba entre los malos y los perdidos siempre resultaba más

atractiva y, si se hubiera podido decir o confesar, daba casi pena que el hijo pródigo se

arrepintiese y volviera. Pero aquello no se decía y ni siquiera se pensaba; existía

solamente como presentimiento y posibilidad, muy dentro de la conciencia. Cuando

imaginaba al diablo, podía representármelo muy bien en la calle, disfrazado o al

descubierto, en el mercado o en una taberna, pero nunca en nuestra casa.

Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Estaban, así me parecía a mí, más

cerca de nuestros padres; eran mejores, más modosas y con menos defectos que yo.

Tenían imperfecciones y faltas, pero a mi me parecía que no eran defectos profundos;

no les pasaba como a mí, que estaba más cerca del mundo oscuro y sentía, agobiante y

doloroso, el contacto con el mal. A las hermanas había que respetarías y cuidarlas como

a los padres; y cuando se había reñido con ellas se consideraba uno, ante la propia

...

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