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EL ARBOL DE LA VIDA


Enviado por   •  24 de Mayo de 2015  •  811 Palabras (4 Páginas)  •  185 Visitas

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Se ha convertido en objeto de discusión y controversia, de encuentros y desencuentros entre los más diversos aficionados al cine, de conversación banal en el incómodo tránsito en el ascensor con el vecino que nos cae gordo a nuestro lado. ¿Te aburriste? ¿Te saliste de la sala? ¿Hiciste un ruido intolerable con la bolsa de patatas a propósito? ‘El árbol de la vida’ constituye la prueba del algodón no ya del buen o no tan buen cinéfilo, sino del ser o no ser del mundo contemporáneo. Y es que mientras en la gran pantalla arrasa la sonrojante ‘Con derecho a roce’ —lo que más o menos da una idea de lo enfermitos que estamos, intelectualmente hablando, aunque no solo—, no deja de ser un soberano atrevimiento plantear una película como ‘El árbol de la vida’ en un clima de escepticismo y pasividad absolutos como el que vivimos en la actualidad. En este «tiempo presente acelerado», como ha definido bien Safranski, en que más que vivir chapoteamos, no hay lugar para la reflexión, para el misticismo, para la demora, para la belleza, para la búsqueda. Por no haber, no hay siquiera lugar para el dolor, por más que este opere en nuestro espacio sin tregua y a conciencia.

Y del dolor y sus límites, precisamente, habla esta hermosa película de Malick que, frente a la bobada que se le imputa de forma generalizada —el carecer de trama y consistir en una mera sucesión de imágenes inconexas—, tiene muy bien definida su línea argumental. Por ello no sorprende nada de lo que ocurre en ella, aunque nos atrape y hasta nos hipnotice, y por ello también todo encaja en un mecanismo casi perfecto —casi— de relojería. Es evidente que a quien le desconcierte la espléndida escena de los dinosaurios en la cinta es porque no conoce —carencia elemental— que el «árbol de la vida» ancla sus raíces en el ‘Génesis’ bíblico, donde no hay estrictamente dinosaurios pero bien que podría haberlos. El árbol de la vida arraiga también, como es sabido, en el jardín edénico maldito, lo mismo en el maltrecho jardín —reveladora escena la del césped— de la familia O’Brien, expulsada del disfrute absoluto de la dicha, sacudida sin cesar por el dolor y sus contrastes, atormentada por no hallar un ideal heideggeriano, por no alcanzar la plenitud no tanto religiosa como espiritual y ética que con rabia se persigue. Un dios colérico y sin nombre, incomprensible y arbitrario como el mismo O’Brien padre, se encarga de dejar constancia de que, contra todo poema, el mundo está mal hecho. El dolor. El dolor inesperado en todo instante es la astilla que hace saltar la maquinaria, la mota sucia que mancilla la belleza. El dolor, escollo terrible en toda religión, capaz de hacer tambalearse el chiringuito divino —¿cómo creer en un dios que permite lo malo y lo injusto y hasta él mismo lo practica?—, ha sido transmutado por la aparatología teológica y sus astutos y rapaces portavoces en prueba con que medir

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