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Gabriel Marquez


Enviado por   •  7 de Abril de 2014  •  2.475 Palabras (10 Páginas)  •  236 Visitas

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– Suba siquiera hasta trescientos –dijo. –Doscientos cincuenta.

Al final se pusieron de acuerdo por doscientos veinte pesos en efectivo y

algunas cosas de comer. La abuela le indicó entonces a Eréndira que se fuera

con el viudo, y éste la condujo de la mano hacia la trastienda, como si la llevara

para la escuela.

– Aquí te espero –dijo la abuela.

– Sí, abuela –dijo Eréndira.

La trastienda era una especie de cobertizo con cuatro pilares de ladrillos, un

techo de palmas podridas, y una barda de adobe de un metro de altura por

donde se metían en la casa los disturbios de la intemperie. Puestas en el borde

de adobes había macetas de cactos y otras plantas de aridez. Colgada entre dos

pilares, agitándose como la vela suelta de un balandro al garete, había una

hamaca sin color. Por encima del silbido de la tormenta y los ramalazos del agua

se oían gritos lejanos, aullidos de animales remotos, voces de naufragio.

Cuando Eréndira y el viudo entraron en el cobertizo tuvieron que sostenerse

para que no los tumbara un golpe de lluvia que los dejó ensopados. Sus voces

no se oían y sus movimientos se habían vuelto distintos por el fragor de la

borrasca. A la primera tentativa del viudo Eréndira gritó algo inaudible y trató de

escapar. El viudo le contestó sin voz, le torció el brazo por la muñeca y la

arrastró hacia la hamaca. Ella le resistió con un arañazo en la cara y volvió a

gritar en silencio, y él le respondió con una bofetada solemne que la levantó del

suelo y la hizo flotar un instante en el aire con el largo cabello de medusa

ondulando en el vacío, la abrazó por la cintura antes de que volviera a pisar la

tierra, la derribó dentro de la hamaca con un golpe brutal, y la inmovilizó con las

rodillas. Eréndira sucumbió entonces al terror, perdió el sentido, y se quedó

como fascinada con las franjas de luna de un pescado que pasó navegando en

el aire de la tormenta, mientras el viudo la desnudaba desgarrándole la ropa con

zarpazos espaciados, como arrancando hierba, desbaratándosela en largas tiras

de colores que ondulaban como serpentinas y se iban con el viento.

Cuando no hubo en el pueblo ningún otro hombre que pudiera pagar algo por el

amor de Eréndira, la abuela se la llevó en un camión de carga hacia los rumbos

del contrabando. Hicieron el viaje en la plataforma descubierta, entre bultos de

arroz y latas de manteca, y los saldos del incendio: la cabecera de la cama

virreinal, un ángel de guerra, el trono chamuscado, y otros chécheres

inservibles. En un baúl con dos cruces pintadas a brocha gorda se llevaron los

huesos de los Amadises.

La abuela se protegía del sol eterno con un paraguas descosido y respiraba mal

por la tortura del sudor y el polvo, pero aún en aquel estado de infortunio

conservaba el dominio de su dignidad. Detrás de la pila de latas y sacos de

arroz, Eréndira pagó el viaje y el transporte de los muebles haciendo amores de

a veinte pesos con el carguero del camión. Al principio su sistema de defensa

fue el mismo con que se había opuesto a la agresión del viudo. Pero el método

del carguero fue distinto, lento y sabio, y terminó por amansarla con la ternura.

De modo que cuando llegaron al primer pueblo, al cabo de una jornada mortal,

Eréndira y el carguero se reposaban del buen amor detrás del parapeto de la

carga. El conductor del camión le gritó a la abuela:

– De aquí en adelante ya todo es mundo.

La abuela observó con incredulidad las calles miserables y solitarias de un

pueblo un poco más grande, pero tan triste como el que habían abandonado.

– No se nota –dijo.

– Es territorio de misiones –dijo el conductor.

– A mí no me interesa la caridad sino el contrabando –dijo la abuela.

Pendiente del diálogo detrás de la carga, Eréndira hurgaba con el dedo un saco

de arroz. De pronto encontró un hilo, tiró de él, y sacó un largo collar de perlas

legítimas. Lo contempló asustada, teniéndolo entre los dedos como una culebra

muerta, mientras el conductor le replicaba a la abuela:

– No sueñe despierta, señora. Los contrabandistas no existen.

– ¡Cómo no –dijo la abuela–, dígamelo a mí!

– Búsquelos y verá –se burló el conductor de buen humor–. Todo el mundo

habla de ellos, pero nadie los ve.

El carguero se dio cuenta de que Eréndira había sacado el collar, se apresuró a

quitárselo y lo metió otra vez en el saco de arroz. La abuela, que había decidido

quedarse a pesar de la pobreza del pueblo, llamó entonces a la nieta para que la

ayudara a bajar del camión. Eréndira se despidió del cargador con un beso

apresurado pero espontáneo y cierto.

La abuela esperó sentada en el trono, en medio de la calle, hasta que acabaron

de bajar la carga. Lo último fue el baúl con los restos de los Amadises.

– Esto pesa como un muerto –rió el conductor. –Son dos –dijo la abuela–. Así

que trátelos con el debido respeto.

– Apuesto que son estatuas de marfil –rió el conductor.

Puso el baúl con los huesos de cualquier modo entre los muebles chamuscados,

y extendió la mano abierta frente a la abuela.

– Cincuenta pesos –dijo.

La abuela señaló al carguero.

– Ya su esclavo se pagó por la derecha.

El conductor miró sorprendido al ayudante, y éste le hizo una señal afirmativa.

Volvió a la cabina del camión, donde viajaba una mujer enlutada con un niño de

brazos que lloraba de calor. El carguero, muy seguro de sí mismo, le dijo

entonces a la abuela:

– Eréndira se va conmigo, si usted no ordena otra cosa. Es con buenas

intenciones.

La niña intervino asustada. – ¡Yo no he dicho nada!

– Lo digo yo que fui el de la idea –dijo el carguero.

La abuela lo examinó de cuerpo entero, sin disminuirlo, sino tratando de calcular

el verdadero tamaño de sus agallas.

– Por mí no hay inconveniente –le dijo– si me pagas lo que perdí por su

descuido. Son ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos, menos

cuatrocientos veinte que ya me ha pagado, o sea ochocientos setenta y un mil

ochocientos noventa y cinco.

El camión arrancó.

– Créame que le daría ese montón de plata si lo tuviera –dijo con seriedad el

...

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