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Ardiente Paciencia


Enviado por   •  25 de Agosto de 2011  •  10.452 Palabras (42 Páginas)  •  1.404 Visitas

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El telegrafista Cosme tenía dos principios. El socialismo, a favor del cual arengaba a sus subordinados, de modo superfluo, por lo demás, porque todos eran convencidos o activistas, y el uso de la gorra de correos dentro de la oficina. Podía tolerar a Mario esa enmarañada melena que superaba con raigambre proletaria el corte de los Beatles, los blue-jeans infectados por manchas de aceite del engranaje de la bicicleta, la chaqueta

descolorida de peón, su hábito de investigarse la nariz con el meñique; pero la sangre le hervía cuando lo veía llegar sin el copete. De modo que cuando el cartero entró macilento hacia la mesa clasificadora de correspondencia diciéndole un exangüe «buenos días», lo frenó con un dedo en el cuello, lo condujo hasta la percha donde colgaba el sombrero, se lo calzó hasta las cejas, y sólo entonces lo incitó a que repitiera el saludo.

-Buenos días, jefe.

-Buenos días -rugió.

-¿Hay cartas para el poeta?

-Muchas. Y también un telegrama.

-¿Un telegrama?

El muchacho lo levantó, intentó discernir al trasluz su contenido, y en un santiamén estuvo en la calle montado en la bicicleta. Ya iba pedaleando, cuando Cosme le gritó desde la puerta con el resto del correo en la mano.

-Se te quedan las otras cartas.

-Las llevaré después -dijo alejándose.

-Eres un tonto -gritó don Cosme-. Tendrás que hacer dos viajes.

-No soy ningún tonto, jefe. Veré al poeta dos veces.

En el portón de Neruda, se colgó de la soga que accionaba la campanilla más allá de toda discreción. Tres minutos de esas dosis no produjeron la presencia del poeta. Puso la bicicleta contra el farol, y, con un resto de fuerzas, corrió hacia el roquerto de la playa, donde descubrió a Neruda de rodillas cavando en la arena.

-Tuve suerte -gritó mientras saltaba sobre las rocas acercándosele-.

¡Telegrama!

-Tuviste que madrugar, muchacho.

Mario llegó hasta su lado, y le dedicó al poeta diez segundos de jadeo antes de recuperar el habla.

-No me importa. Tuve mucha suerte, porque necesito hablar con usted.

-Debe ser muy importante. Bufas como un caballo.

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Mario se limpió el sudor de la frente de un manotazo, secó el telegrama en sus muslos, y se lo puso en la mano del poeta.

-Don Pablo -declaró solemne-. Estoy enamorado.

El vate hizo del telegrama un abanico, que procedió a sacudir ante su barbilla.

-Bueno -repuso- no es tan grave. Eso tiene remedio.

-¿Remedio? Don Pablo, si eso tiene remedio, yo sólo quiero estar enfermo.

Estoy enamorado, perdidamente enamorado.

La voz del poeta, tradicionalmente lenta, pareció dejar caer esta vez dos piedras, en vez de palabras.

-¿Contra quién?

-¿Don Pablo?

-¿De quién, hombre?

-Se llama Beatriz.

-¡Dante, diantres!

-¿Don Pablo?

-Hubo una vez un poeta que se enamoró de una tal Beatriz. Las Beatrices producen amores inconmensurables.

El cartero esgrimió su bolígrafo Bic, y raspó con él la palma de su izquierda.

-¿Qué haces?

-Me escribo el nombre del poeta ese. Dante.

-Dante Alighieri.

-Con «h».

-No, hombre, con «a».

-¿«A» como «amapola»?

-Como «amapola» y «apio».

-¿Don Pablo?

El poeta extrajo su bolígrafo verde, puso la palma del chico sobre la roca, y escribió con letras pomposas. Cuando se disponía a abrir el telegrama, Mario se golpeó la ilustre palma sobre la frente, y suspiró:

-Don Pablo, estoy enamorado.

-Eso ya lo dijiste. ¿Y yo en qué puedo servirte?

-Tiene que ayudarme.

-¡A mis años!

-Tiene que ayudarme, porque no sé qué decirle. La veo delante mío y es como si estuviera mudo. No me sale una sola palabra.

-¡Cómo! ¿No has hablado con ella?

-Casi nada. Ayer me fui paseando por la playa como usted me dijo.

Miré el mar mucho rato, y no se me ocurrió ninguna metáfora. Entonces,

entré a la hostería y me compré una botella de vino. Bueno, fue ella la

que me vendió la botella.

-Beatriz.

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-Beatriz. Me la quedé mirando, y me enamoré de ella.

Neruda se rascó su plácida calvicie con el dorso del lápiz.

-Tan rápido.

-No, tan rápido no. Me la quedé mirando como diez minutos.

-¿Y ella?

-Y ella me dijo: «¿Qué miras, acaso tengo monos en la cara?».

-¿Y tú?

-A mí no se me ocurrió nada.

-¿Nada de nada? ¿No le dijiste ni una palabra?

-Tanto como nada de nada, no. Le dije cinco palabras.

-¿Cuáles?

-¿Cómo te llamas?

-¿Y ella?

-Ella me dijo «Beatriz González».

-Le preguntaste «cómo te llamas». Bueno eso hace tres palabras.

¿Cuáles fueron las otras dos?

-«Beatriz González.»

-Beatriz González.

-Ella me dijo «Beatriz González» y entonces yo repetí «Beatriz González».

-Hijo, me has traído un telegrama urgente y si seguimos conversando sobre Beatriz González, la noticia se me va a podrir en las manos.

-Está bien, ábralo.

-Tú como cartero, debieras saber que la correspondencia es privada.

-Yo jamás le he abierto una carta.

-No digo eso. Lo que quiero decir es que uno tiene derecho a leer sus

cartas tranquilo, sin espías ni testigos.

-Comprendo, don Pablo.

-Me alegro.

Mario sintió que la congoja que lo invadía era más violenta que su

sudor. Con voz taimada, susurró:

-Hasta luego, poeta.

-Hasta luego, Mario.

El vate le alcanzó un billete de la categoría «muy bien» con la esperanza

de cerrar con las artes de la generosidad el episodio. Pero Mario lo

contempló agónico, y, devolviéndoselo, dijo:

-Si no fuera mucha la molestia, me gustaría que en vez de darme

dinero me escribiera un poema para ella.

Hacía años que Neruda no corría, pero ahora sintió la compulsión de

ausentarse de ese pasaje, junto a aquellas aves migratorias que con

tanta dulzura había cantado Bécquer. Con la velocidad que le permitieron

sus años y su cuerpo, se alejó hacia la playa alzando los brazos al

cielo.

-Pero si ni siquiera la conozco. Un poeta necesita conocer a una per-

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sona para inspirarse. No puede llegar e inventar algo de la nada.

-Mire, poeta-lo persiguió el cartero-. Si se hace tantos problemas por

un simple poema, jamás ganará el Premio Nobel.

Neruda se detuvo sofocado.

-Mira, Mario, te ruego que

...

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