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La Noche Boca Arriba


Enviado por   •  22 de Noviembre de 2014  •  2.964 Palabras (12 Páginas)  •  262 Visitas

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LA NOCHE BOCA ARRIBA

JULIO CORTÁZAR

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;

le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la

motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla.

En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba.

El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía

nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento

fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle

central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,

bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,

apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como

correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su

involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se

lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y

la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue

como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la

moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar

la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo

alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su

derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la

garganta. Mientras lo llevaban boca arriba a una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no

tenía más que rasguños en las piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de

costado.» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo

dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse

a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al

policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda

la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte;

unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada.

«Natural —dijo él—. Como que me la ligué encima...» Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al

llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en unacamilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y

deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando

una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el

brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las

contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el

pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le

acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de

una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la

mano derecha. Le palmeó una mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a

pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía

nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se

movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de

hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no

apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara

contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.

«Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra

...

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