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Que Hay Después Del Desastre


Enviado por   •  10 de Abril de 2015  •  2.250 Palabras (9 Páginas)  •  199 Visitas

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QUE HAY DESPUÉS DEL DESASTRE

Emprendo este ensayo en una de esas tardes lúgubres que el mundo podría elegir para acabarse. Hay días así: he tenido la fortuna de amanecer y anochecer en los brazos de estos días.

Desconozco si tales días son más numerosos de los que atestiguaron mis padres, o los padres de mis padres. Tampoco sé si las jornadas apocalípticas que vivieron mis ancestros fueron más dramáticas que ésta: el tiempo me ha enseñado a no contarlas ni juzgarlas. Cada uno a su modo, los numerosos apocalipsis de la Historia han sido teatro de sucesos tan semejantes, que se dirían el mismo. Ahora sólo los invoco como acontecimientos del largo instante en que venimos extinguiéndonos desde que el mundo existe.

El día de hoy, sin ir más lejos, parece ya un desfile de temas funestos. Estoy seguro que mientras esto escribo, una epidemia de gravedad imperceptible se desarrolla sobre los habitantes de la mayor ciudad del mundo, a muchos kilómetros de aquí, y quizás, también se esté dando bajo este mismo techo. Cada hora que pasa, es más inquietante que la precedente.

Las cadenas de radio y televisión, locales y extranjeras transmiten sin cesar imágenes que cualquiera juzgaría escatológicas: comercios cerrados y avenidas desiertas, terminales de autobús con caos vehicular, o mejor aún con criminales sueltos, andando a vista y paciencia de todos. Del otro lado, encuentros de futbol en un estadio vacío, por tormentas eléctricas inesperadas, un jugador fulminado que sobrevive; el desfile de funcionarios que llaman a la calma sin que nadie acabe nunca de calmarse, no digamos de creerles cuando aseguran que pronto hallarán un antídoto para esta variedad de la influenza que se habría gestado en cerdos. Ni más ni menos.

En cuestión de horas el país entero ha ingresado en una espiral de cifras y pronósticos contradictorios.

Tanta información nos desinforma. Este virus oculto nos acorrala en un callejón de tiempo suspendido. Catalepsia de constante postergación y paralizante postración: cualquiera pretexta esta crisis para aplazar el pago de impuestos, un examen final, el mitin político.

Mis palabras no convencerán a quienes me preguntan desde lejos cómo van las cosas por acá; me limito a escribirles que aún no percibo el caos: el lento movimiento del contacto salival es suficiente para dosificarnos la imaginación y para postergar incluso el pánico.

Como si nada de esto bastase a Dios para hacerse oír, esta mañana un sismo ha estremecido la parte sur de nuestro país.

Entre alarmas antisísmicas, anuncios de medicamentos agotados y ofertas de ayuda internacional, la llamada Ciudad de los Reyes se resigna a interpretar su parte en el libreto del profeta Jeremías: ya comienzan los telepredicadores a hacer leña del árbol que no ha caído, ya desborda la red cibernética invitaciones a desconfiar de las cifras oficiales como si se tratase de conspiraciones globales, ya los anuncios de antídotos milagro compiten con el llamado a no adquirirlos, ya los mercachifles del desastre se frotan las manos fraguando el modo de lucrar con nuestro miedo.

Hasta ahora, sin embargo, no hemos visto el mundo arder. Ni profetas ni simoníacos terminan de encender la pira del horror; no han salido a la calle los exaltados a tomar por asalto el Valle de Armagedón ni a recibir con palmas la Jerusalén Celeste. Los artistas del control psicopolítico del miedo, usualmente ágiles en este tipo de crisis, guardan un silencio expectante.

Nadie aún se comporta como si éste fuese el último de sus días. Si acaso, algunos han comenzado a hacer compras de pánico: en una escapada al supermercado he visto a una señora histérica comprar una botella de Don Tito, un corazón de chocolate y una penca entera de plátanos.

Las imágenes que acabo de invocar son previsibles: engrosan una nómina catastrofista que ha sido recurrida hasta el absurdo por las artes, los medios y la política de nuestro siglo, de cualquier siglo. Por sí sola, la epidemia a la que aludo es desde ahora ponderada con raseros menos científicos que cinematográficos: su realidad y su gravedad van siendo invariablemente cotejadas contra una filmografía antigua y no tanto.

Se piensa especialmente en esos filmes que exhiben al virus como la última adquisición del bestiario escatológico de una industria que ya pasó revista a dragones de siete cabezas, meteoros asesinos, tiburones hiperbólicos y parvadas dementes.

De la misma manera en que el 11 de septiembre fue confrontado enseguida a sus antecedentes en la gran pantalla, ésta y otras epidemias recientes nos han referido de inmediato a un abigarrado imaginario mediático y paranoico: los hay quienes culpan de la enfermedad al simio o a los laboratorios de la compañía americana de investigación, los que anuncian cuadros clínicos de ceguera o licantropía, los que usan al virus para imaginar asonadas de zombies y hasta de cyborgs, los que se deleitan en listar los pavorosos estadios del contagio viral, o los que de plano sortean el proceso del desastre para situarnos en un mundo postapocalíptico donde sólo queda un hombre que, sentado en una habitación ruinosa, oye timbrar un teléfono.

No son menos numerosos en nuestros tiempos los tópicos apocalípticos de la televisión digital, más ávida que nunca a las abducciones extraterrestres con visos de arrebatamiento New Born Christian, a los botones rojos y los maletines cargados de uranio. Nos entretenemos ahora con ficciones de héroes mesiánicos que citan profusamente parrafadas bíblicas; aplaudimos a los elegidos fugitivos de Los 4400, a los monstruosos paladines que salvan al mundo en la serie Héroes, a los superhombres estelares que buscan destruir a la humanidad para salvar al planeta, y a los asesinos que aniquilan a sus víctimas al compás de los versículos de Nostradamus.

Las librerías y los quioscos combaten la amenaza del texto electrónico con centenares de revistas, semanarios, novelas catastrofistas y aun con libros de esoterismo y autoayuda que pretextan la inminencia de la próxima fecha sibilina para llevar agua a sus molinos, sean artísticos, sean comerciales, sean incluso políticos.

Cualquiera diría que asistimos efectivamente a una de esas crestas chocarreras en las que la humanidad suele arrojarse en brazos de la pulsión milenarista.

El fenómeno no es nuevo ni ha sido variado. En la línea del tiempo occidental el apocaliptismo tiene más de constante que de esporádico. Nos desplazamos sobre una suerte de montaña rusa en la que con frecuencia es necesario contar con un apocalipsis a modo, un desastre mayúsculo del día, que nos permita, sí, dar un rostro a nuestros miedos, aunque también creer que el estado de cosas, nunca por entero satisfactorio, llegará un día a ser de otro modo.

El

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