Actividad Integradora 2: El cuento. El Cronógrafo del Alma
Nashe GodInforme20 de Octubre de 2025
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El Cronógrafo del Alma
En el corazón de la ciudad antigua, donde las calles olían a piedra mojada y pan recién horneado, vivía un hombre llamado Elías. Era relojero, quizás el último de su especie que entendía el alma de un tic-tac. Su taller era una sinfonía de sonoros latidos: el repique solemne del péndulo, el rápido golpeteo de los relojes de bolsillo, el murmullo constante de miles de segundos escapándose.
Un martes por la mañana, un mensajero le entregó una caja de madera de nogal pulida. Dentro, envuelto en terciopelo descolorido, había un reloj. Pero no era un reloj común. Era de un color caoba oscuro, del tamaño de una palma, y completamente liso. No tenía manecillas, ni esfera, ni corona. Y, lo más inquietante, estaba en un silencio absoluto.
Elías lo examinó durante horas. Abrió la caja. Esperaba encontrar engranajes diminutos, resortes tensos o un mecanismo roto. En su lugar, el interior era un vacío limpio, salvo por una única pieza: una pequeña esfera de cuarzo negro incrustada en el centro. La esfera estaba fría al tacto, como la obsidiana.
"Un reloj sin tiempo", murmuró Elías con una sonrisa perpleja.
Decidió dejarlo en el escritorio, rodeado por el estruendo de sus otros clientes. Pasó la tarde ajustando el ritmo frenético de un cronómetro de carreras, intentando olvidar el misterioso objeto silencioso.
Cayó la noche. Las campanas de la iglesia marcaban las diez. Elías se disponía a cerrar cuando su mirada se posó de nuevo en el reloj de nogal. Lo tomó. Esta vez, al sostenerlo, sintió una punzada, no en el dedo, sino justo detrás del esternón. Cerró los ojos por el sobresalto.
Cuando los abrió, no estaba en su taller. Estaba de pie en un campo de trigo dorado bajo un sol de verano que no quemaba, sino que acariciaba. Escuchó una risa lejana: una risa infantil, clara y pura, que rápidamente se desvaneció. La visión duró menos de un segundo, pero la sensación de paz quedó grabada en su memoria.
Elías se dio cuenta. Este reloj no medía las horas que pasan, sino los momentos que quedan. No registraba el tiempo cronológico, sino el tiempo del alma: los instantes de felicidad, de calma, de asombro olvidados en el ir y venir de la vida.
Probó de nuevo. Sostuvo el reloj y pensó en el rostro de su esposa. Una ráfaga de aroma a canela y lluvia llenó el taller, la memoria del día en que se conocieron. El reloj de nogal vibró ligeramente, absorbiendo y guardando la emoción.
Elías guardó el reloj para sí mismo y lo llamó el «Cronógrafo del Alma». Nunca lo puso a la venta. A partir de ese día, aunque su taller seguía siendo ruidoso, Elías siempre podía encontrar un momento de silencio. Solo tenía que tomar el pequeño reloj de caoba, y un fragmento de belleza perdida regresaba, recordándole que el tiempo más valioso es el que nunca se mide.
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