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La Eguera

tofisito6 de Mayo de 2013

4.937 Palabras (20 Páginas)316 Visitas

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mujer del médico, incluso no habiendo aquí nada de comida,

me sorprende que no haya gente viviendo. El médico dijo, Realmente,

no parece normal. El perro de las lágrimas soltó un aullido en tono

muy bajo. De nuevo tenía el pelo erizado. Dijo la mujer del médico,

Hay aquí un olor, Siempre huele mal, dijo el marido, No es eso, es

otro olor, a podrido, Algún cadáver que esté por ahí, No veo ninguno,

Entonces será una impresión tuya. El perro volvió a gemir. Qué le

pasa al perro, preguntó el médico, Está nervioso, Qué hacemos,

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Vamos a ver, si hay algún cadáver pasamos de largo, a estas alturas

los muertos ya no nos asustan, Para mí es más fácil, no los veo.

Atravesaron el supermercado hasta la puerta que daba acceso al

corredor por donde se llegaba al almacén del sótano. El perro de las

lágrimas los siguió, pero se detenía de vez en cuando, gruñía

llamándolos, luego el deber le obligaba a seguir andando. Cuando la

mujer del médico abrió la puerta, el olor se hizo más intenso,

Realmente huele muy mal, dijo el marido, Quédate tú aquí, vuelvo en

seguida. Avanzó por el corredor, cada vez más oscuro, y el perro de

las lágrimas la siguió como si lo llevasen a rastras. Saturado del hedor

a putrefacción, el aire parecía pastoso. A medio camino, la mujer del

médico vomitó. Qué habrá pasado aquí, pensó entre dos arcadas, y

murmuró luego, una y otra vez, estas palabras mientras se iba

aproximando a la puerta metálica que daba al sótano. Confundida por

la náusea, no había notado que en el fondo se percibía una claridad

difusa, muy leve. Ahora sabía lo que era aquello. Pequeñas llamas

palpitaban en los intersticios de las dos puertas, la de la escalera y la

del montacargas. Un nuevo vómito le retorció el estómago, fue tan

violento que la tiró al suelo. El perro de las lágrimas aulló largamente,

con un aullido que parecía no acabar jamás, un lamento que resonó

en el corredor como la última voz de los muertos que se encontraban

en el sótano. El médico la oyó vomitar, las arcadas, la tos, corrió como

pudo, tropezó y cayó, se levantó y cayó, al fin apretó un brazo de la

mujer, Qué ha pasado, preguntó, trémulo, ella sólo decía, Llévame de

aquí, llévame de aquí, por favor, por primera vez desde que le afectó

la ceguera era él quien guiaba a la mujer, la guiaba sin saber hacia

dónde, hacia cualquier lugar lejos de estas puertas, de las llamas que

él no podía ver. Cuando salieron del corredor, los nervios de ella se

desataron de golpe, el llanto se convirtió en convulsión, no hay manera

de enjugar lágrimas como éstas, sólo el tiempo y la fatiga las

podrán reducir, por eso el perro no se acercó, sólo buscaba una mano

para lamerla. Qué ha pasado, volvió a preguntar el médico, qué has

visto, Están muertos, consiguió decir entre sollozos, Quiénes están

muertos, Ellos, y no pudo continuar, Cálmate, me lo contarás cuando

puedas. Unos minutos después, ella dijo, Están muertos, Has visto

algo, abriste la puerta, preguntó el marido, No, sólo vi que había

fuegos fatuos agarrados a las rendijas, estaban allí agarrados y

danzaban, no se soltaban, Hidrógeno fosforado resultante de la

descomposición, Imagino que sí, Qué habrá ocurrido, Seguro que

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dieron con el sótano, se precipitaron escaleras abajo en busca de

comida, era muy fácil resbalar y caer en aquellos escalones, y si cayó

uno cayeron todos, probablemente ni consiguieron llegar a donde

querían, o si lo consiguieron, con la escalera obstruida no

consiguieron volver, Pero tú dijiste que la puerta estaba cerrada, La

cerraron seguramente los otros ciegos y convirtieron el sótano en un

inmenso sepulcro, y yo tengo la culpa de lo que ocurrió, cuando salí

de aquí corriendo con las bolsas sospecharon que se trataba de

comida y fueron a buscarla, En cierto modo, todo cuanto comemos es

robado de la boca de los otros, y, si les robamos demasiado acabamos

causando su muerte, en el fondo, todos somos más o menos

asesinos, Flaco consuelo, Lo que no quiero es que empieces a

cargarte tú misma con culpas imaginarias cuando ya apenas puedes

soportar la responsabilidad de sostener seis bocas concretas e inútiles,

Sin tu boca inútil, cómo podría vivir, Continuarías viviendo para

sustentar a las otras cinco que nos esperan, La cuestión es por cuánto

tiempo, No será mucho más, cuando se acabe todo, tendremos que ir

por esos campos en busca de comida, recogeremos todos los frutos

de los árboles, mataremos todos los animales a los que podamos

echar mano, si es que antes no empiezan a devorarnos aquí los

perros y los gatos. El perro de las lágrimas no se manifestó, la cosa

no iba con él, de algo le servía el haberse convertido en los últimos

tiempos en el perro de lágrimas.

La mujer del médico apenas podía arrastrar los pies. La

conmoción la había dejado sin fuerzas. Cuando salieron del

supermercado, ella, desfallecida, él, ciego, nadie podría decir cuál de

los dos amparaba al otro. Quizá a causa de la intensidad de la luz le

dio un vértigo, pensó que iba a perder la vista, pero no se asustó, era

sólo un desmayo. No llegó a caer ni a perder completamente el

sentido. Necesitaba acostarse, cerrar los ojos, respirar pausadamente,

si pudiera estar unos minutos tranquila, quieta, seguramente le

volverían las fuerzas, y era necesario que volvieran, las bolsas de

plástico seguían vacías. No quería acostarse sobre la inmundicia de la

acera, volver al supermercado, eso ni muerta. Miró alrededor. Al otro

lado de la calle, un poco más allá, había una iglesia. Habría gente

dentro, como en todas partes, pero sería un buen sitio para

descansar, al menos antes era así. Le dijo al marido, Tengo que

recuperar fuerzas, llévame allí, Allí dónde, Perdona, sosténme un

poco, es ahí mismo, ya te iré indicando, Qué es, Una iglesia, si me

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pudiera tumbar un poco, quedaría como nueva, Vamos allá. Se

entraba en el templo por seis escalones, seis escalones que la mujer

del médico los superó con gran dificultad, tanto más que tenía también

que guiar al marido. Las puertas estaban abiertas de par en par,

suerte tuvieron de eso, una antepuerta, una mampara de las más

sencillas, sería en esta ocasión un obstáculo difícil de superar. El

perro de las lágrimas se detuvo indeciso en el umbral. Y es que, pese

a la libertad de movimientos de que han gozado los perros en los

últimos meses, se mantenía genéticamente incorporada en el cerebro

de todos ellos la prohibición que un día, en remotos tiempos, cayó

sobre la especie, la prohibición de entrar en las iglesias,

probablemente la culpa la tuvo aquel otro código genético que les

ordena marcar el terreno dondequiera que lleguen. De nada sirvieron

los buenos y leales servicios prestados por los antepasados de este

perro de las lágrimas, cuando lamían asquerosas llagas de santos

antes de que como tales hubieran sido declarados y aprobados,

misericordia, ésta, de las más desinteresadas, porque bien sabemos

que no consigue cualquier mendigo ascender a la santidad por

muchas llagas que pueda tener en el cuerpo, y también en el alma,

lugar a donde no llega la lengua de los perros. Se atrevió ahora éste a

penetrar en el sagrado recinto, la puerta estaba abierta, portero no

había, y, razón sobre todas fuerte, la mujer de las lágrimas ha

entrado, ni sé cómo puede arrastrarse, va murmurándole al marido

sólo una palabra, Sosténme, la iglesia está llena, casi no hay un

palmo de suelo libre, en verdad se podría decir que no hay aquí una

piedra donde descansar la cabeza, una vez más fue una suerte que

estuviera a su lado el perro de las lágrimas, con dos gruñidos y dos

embestidas, todo sin maldad, abrió un espacio donde pudo dejarse

caer la mujer del médico rindiendo el cuerpo al desmayo, cerrados al

fin por completo los ojos. El marido le tomó el pulso, está firme y

regular, sólo un poco leve, después hizo un esfuerzo para levantarla,

no es buena esta posición, hay que procurar que vuelva la sangre

rápidamente al cerebro, aumentar la irrigación cerebral, lo mejor sería

sentarla, ponerle la cabeza entre las rodillas, y confiar en la naturaleza

y en la fuerza de la gravedad. Al fin, después de algunos esfuerzos

fallidos, la pudo levantar. Pasados unos minutos, la mujer del médico

suspiró profundamente, se movió un poquito, casi nada, empezaba a

volver en sí. No te levantes aún, le dijo el marido, quédate un poco

más con la cabeza baja, pero ella se sentía bien, no había señal de

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vértigo, los ojos entreveían las losas del suelo, que el perro de las

lágrimas, gracias a los tres enérgicos revolcones que dio antes de

acostarse él mismo, había dejado aceptablemente limpias. Levantó la

cabeza

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