La Eguera
tofisito6 de Mayo de 2013
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mujer del médico, incluso no habiendo aquí nada de comida,
me sorprende que no haya gente viviendo. El médico dijo, Realmente,
no parece normal. El perro de las lágrimas soltó un aullido en tono
muy bajo. De nuevo tenía el pelo erizado. Dijo la mujer del médico,
Hay aquí un olor, Siempre huele mal, dijo el marido, No es eso, es
otro olor, a podrido, Algún cadáver que esté por ahí, No veo ninguno,
Entonces será una impresión tuya. El perro volvió a gemir. Qué le
pasa al perro, preguntó el médico, Está nervioso, Qué hacemos,
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Vamos a ver, si hay algún cadáver pasamos de largo, a estas alturas
los muertos ya no nos asustan, Para mí es más fácil, no los veo.
Atravesaron el supermercado hasta la puerta que daba acceso al
corredor por donde se llegaba al almacén del sótano. El perro de las
lágrimas los siguió, pero se detenía de vez en cuando, gruñía
llamándolos, luego el deber le obligaba a seguir andando. Cuando la
mujer del médico abrió la puerta, el olor se hizo más intenso,
Realmente huele muy mal, dijo el marido, Quédate tú aquí, vuelvo en
seguida. Avanzó por el corredor, cada vez más oscuro, y el perro de
las lágrimas la siguió como si lo llevasen a rastras. Saturado del hedor
a putrefacción, el aire parecía pastoso. A medio camino, la mujer del
médico vomitó. Qué habrá pasado aquí, pensó entre dos arcadas, y
murmuró luego, una y otra vez, estas palabras mientras se iba
aproximando a la puerta metálica que daba al sótano. Confundida por
la náusea, no había notado que en el fondo se percibía una claridad
difusa, muy leve. Ahora sabía lo que era aquello. Pequeñas llamas
palpitaban en los intersticios de las dos puertas, la de la escalera y la
del montacargas. Un nuevo vómito le retorció el estómago, fue tan
violento que la tiró al suelo. El perro de las lágrimas aulló largamente,
con un aullido que parecía no acabar jamás, un lamento que resonó
en el corredor como la última voz de los muertos que se encontraban
en el sótano. El médico la oyó vomitar, las arcadas, la tos, corrió como
pudo, tropezó y cayó, se levantó y cayó, al fin apretó un brazo de la
mujer, Qué ha pasado, preguntó, trémulo, ella sólo decía, Llévame de
aquí, llévame de aquí, por favor, por primera vez desde que le afectó
la ceguera era él quien guiaba a la mujer, la guiaba sin saber hacia
dónde, hacia cualquier lugar lejos de estas puertas, de las llamas que
él no podía ver. Cuando salieron del corredor, los nervios de ella se
desataron de golpe, el llanto se convirtió en convulsión, no hay manera
de enjugar lágrimas como éstas, sólo el tiempo y la fatiga las
podrán reducir, por eso el perro no se acercó, sólo buscaba una mano
para lamerla. Qué ha pasado, volvió a preguntar el médico, qué has
visto, Están muertos, consiguió decir entre sollozos, Quiénes están
muertos, Ellos, y no pudo continuar, Cálmate, me lo contarás cuando
puedas. Unos minutos después, ella dijo, Están muertos, Has visto
algo, abriste la puerta, preguntó el marido, No, sólo vi que había
fuegos fatuos agarrados a las rendijas, estaban allí agarrados y
danzaban, no se soltaban, Hidrógeno fosforado resultante de la
descomposición, Imagino que sí, Qué habrá ocurrido, Seguro que
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dieron con el sótano, se precipitaron escaleras abajo en busca de
comida, era muy fácil resbalar y caer en aquellos escalones, y si cayó
uno cayeron todos, probablemente ni consiguieron llegar a donde
querían, o si lo consiguieron, con la escalera obstruida no
consiguieron volver, Pero tú dijiste que la puerta estaba cerrada, La
cerraron seguramente los otros ciegos y convirtieron el sótano en un
inmenso sepulcro, y yo tengo la culpa de lo que ocurrió, cuando salí
de aquí corriendo con las bolsas sospecharon que se trataba de
comida y fueron a buscarla, En cierto modo, todo cuanto comemos es
robado de la boca de los otros, y, si les robamos demasiado acabamos
causando su muerte, en el fondo, todos somos más o menos
asesinos, Flaco consuelo, Lo que no quiero es que empieces a
cargarte tú misma con culpas imaginarias cuando ya apenas puedes
soportar la responsabilidad de sostener seis bocas concretas e inútiles,
Sin tu boca inútil, cómo podría vivir, Continuarías viviendo para
sustentar a las otras cinco que nos esperan, La cuestión es por cuánto
tiempo, No será mucho más, cuando se acabe todo, tendremos que ir
por esos campos en busca de comida, recogeremos todos los frutos
de los árboles, mataremos todos los animales a los que podamos
echar mano, si es que antes no empiezan a devorarnos aquí los
perros y los gatos. El perro de las lágrimas no se manifestó, la cosa
no iba con él, de algo le servía el haberse convertido en los últimos
tiempos en el perro de lágrimas.
La mujer del médico apenas podía arrastrar los pies. La
conmoción la había dejado sin fuerzas. Cuando salieron del
supermercado, ella, desfallecida, él, ciego, nadie podría decir cuál de
los dos amparaba al otro. Quizá a causa de la intensidad de la luz le
dio un vértigo, pensó que iba a perder la vista, pero no se asustó, era
sólo un desmayo. No llegó a caer ni a perder completamente el
sentido. Necesitaba acostarse, cerrar los ojos, respirar pausadamente,
si pudiera estar unos minutos tranquila, quieta, seguramente le
volverían las fuerzas, y era necesario que volvieran, las bolsas de
plástico seguían vacías. No quería acostarse sobre la inmundicia de la
acera, volver al supermercado, eso ni muerta. Miró alrededor. Al otro
lado de la calle, un poco más allá, había una iglesia. Habría gente
dentro, como en todas partes, pero sería un buen sitio para
descansar, al menos antes era así. Le dijo al marido, Tengo que
recuperar fuerzas, llévame allí, Allí dónde, Perdona, sosténme un
poco, es ahí mismo, ya te iré indicando, Qué es, Una iglesia, si me
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pudiera tumbar un poco, quedaría como nueva, Vamos allá. Se
entraba en el templo por seis escalones, seis escalones que la mujer
del médico los superó con gran dificultad, tanto más que tenía también
que guiar al marido. Las puertas estaban abiertas de par en par,
suerte tuvieron de eso, una antepuerta, una mampara de las más
sencillas, sería en esta ocasión un obstáculo difícil de superar. El
perro de las lágrimas se detuvo indeciso en el umbral. Y es que, pese
a la libertad de movimientos de que han gozado los perros en los
últimos meses, se mantenía genéticamente incorporada en el cerebro
de todos ellos la prohibición que un día, en remotos tiempos, cayó
sobre la especie, la prohibición de entrar en las iglesias,
probablemente la culpa la tuvo aquel otro código genético que les
ordena marcar el terreno dondequiera que lleguen. De nada sirvieron
los buenos y leales servicios prestados por los antepasados de este
perro de las lágrimas, cuando lamían asquerosas llagas de santos
antes de que como tales hubieran sido declarados y aprobados,
misericordia, ésta, de las más desinteresadas, porque bien sabemos
que no consigue cualquier mendigo ascender a la santidad por
muchas llagas que pueda tener en el cuerpo, y también en el alma,
lugar a donde no llega la lengua de los perros. Se atrevió ahora éste a
penetrar en el sagrado recinto, la puerta estaba abierta, portero no
había, y, razón sobre todas fuerte, la mujer de las lágrimas ha
entrado, ni sé cómo puede arrastrarse, va murmurándole al marido
sólo una palabra, Sosténme, la iglesia está llena, casi no hay un
palmo de suelo libre, en verdad se podría decir que no hay aquí una
piedra donde descansar la cabeza, una vez más fue una suerte que
estuviera a su lado el perro de las lágrimas, con dos gruñidos y dos
embestidas, todo sin maldad, abrió un espacio donde pudo dejarse
caer la mujer del médico rindiendo el cuerpo al desmayo, cerrados al
fin por completo los ojos. El marido le tomó el pulso, está firme y
regular, sólo un poco leve, después hizo un esfuerzo para levantarla,
no es buena esta posición, hay que procurar que vuelva la sangre
rápidamente al cerebro, aumentar la irrigación cerebral, lo mejor sería
sentarla, ponerle la cabeza entre las rodillas, y confiar en la naturaleza
y en la fuerza de la gravedad. Al fin, después de algunos esfuerzos
fallidos, la pudo levantar. Pasados unos minutos, la mujer del médico
suspiró profundamente, se movió un poquito, casi nada, empezaba a
volver en sí. No te levantes aún, le dijo el marido, quédate un poco
más con la cabeza baja, pero ella se sentía bien, no había señal de
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vértigo, los ojos entreveían las losas del suelo, que el perro de las
lágrimas, gracias a los tres enérgicos revolcones que dio antes de
acostarse él mismo, había dejado aceptablemente limpias. Levantó la
cabeza
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