Lamartine
deseodehada24 de Noviembre de 2011
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Contaba Lamartine treinta años ya; había servido en los Guardias de Corps, había viajado, amado a la supuesta Elvira, y no había impreso ni un renglón desigual. Un amigo suyo, publicista, acertó a ver sobre su mesa un manuscrito: eran las Meditaciones. Tan ajeno estaba a sospechar que Lamartine compusiese versos, que le preguntó si aquellos eran suyos; leyolos con sorpresa, con asombro, con éxtasis; amenazó con publicarlos, y Lamartine se alarmó sinceramente. Trazadas aquellas estrofas para desahogar su corazón, para evocar un recuerdo querido, para derramar la plenitud del alma, no aspiraba a la celebridad, y hasta temía profanar sus sentimientos más puros si entregaba a la multitud lo que debe guardarse sellado en lo íntimo. Este recato, este miedo a rasgar el velo de la poesía y al par los estremecimientos de la vocación poética, nadie los -78- contará mejor que Lamartine mismo; oigámosle: «Siempre recordaré -dice en su lírico estilo- las horas pasadas en la linde del bosque, a la sombra del silvestre manzano, o corriendo por las colinas, en alas del interior entusiasmo que me devoraba. La alondra cantora huía impulsada por el viento; así mis pensamientos arrebataban mi alma en un torbellino incesante, ¿Eran mis impresiones de tristeza o de alegría? No lo sé. Participaban a la vez de todos los sentimientos; eran amor y religión, presentimientos de la vida futura, gozo y lágrimas, desesperación y esperanza invencible. Era la naturaleza que hablaba a un corazón virgen; pero, en suma, era poesía. Yo trataba de expresar esta poesía con versos, y estos versos no tenía a nadie a quien leerlos; me los leía a mí propio, y encontraba, con dolor y asombro, que no se parecían a los demás que yo veía por ahí en los tomos flamantes recién publicados. Y pensaba: no van a hacer caso de los míos; parecerán raros, extraños, locos; por lo cual, apenas borrajeados, los quemaba. He destruido así tomos enteros de esta primera y vaga poesía del corazón, e hice bien, pues si los publicase caerían en ridículo y concitarían el desprecio de los que alardeaban de literatos entonces».
Cuando el amigo que sorprendió el manuscrito de Lamartine consiguió llevárselo a la imprenta: cuando cayó su maná celeste sobre las almas que peregrinaban en el desierto; cuando las ondas del lago lamartiniano derramaron su frescura misteriosa, esencia de la poesía misma, estalló un clamor de entusiasmo. Muchos no habían encontrado esperanza ni consuelo en las demostraciones apologéticas del Genio del Cristianismo, ni en las flamígeras visiones y vaticinios del conde de Maistre, pero sintieron penetrar hasta los huesos el dulce rocío de los versos de Lamartine, y lloraron, como lloró Alfredo de Musset en una negra noche de desesperación, al escuchar su acento divino, Lamartine había nacido para ser un foco que atrajese los rayos dispersos de la simpatía; poeta elegiaco, nada tuvo de misántropo, ni su dolor y sus quejas se parecen en cosa alguna al amargo esplín de René, ni al -83- tedio de Werther. Lamartine es un creyente, aunque por momentos desfallezca y dude; un alma embebida de resignación y paz; un optimista que se entrega en brazos de Dios; uno de los que no han renegado, ni blasfemado, ni escupido al cielo; de los consoladores, de los que llevan en las manos el bálsamo de nardo para ungir a la humanidad, aunque al verter la fragante esencia la mezclen y disuelvan con sus lágrimas. Sencillo, espontáneo, revestido de paciencia y conformidad, pero siempre noble. Muchos tienen a Lamartine por el poeta más verdadero del período romántico, en el cual representa el lirismo, el elemento íntimo de la poesía, el que revela el alma; y no un alma excepcional, ulcerada y misantrópica como la de un Byron o la de un Alfredo de Vigny, sino un alma espejo, donde todos ven reflejarse la suya propia, y cuyas efusiones, por lo mismo, tienen que ser en alto grado humanas y universales.
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