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Micromegas

ferandroire20 de Marzo de 2012

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Micromegas

Voltaire

Capítulo 1. Viaje de un habitante de la estrella Sirio al planeta Saturno

Había en uno de los planetas que giran en torno de la estrella llamada Sirio, un mozo de mucho talento, a quien tuve la honra de conocer en el postrer viaje que hizo a nuestro mezquino hormiguero. Era su nombre Micromegas. Tenía ocho leguas de alto, quiero decir, veinticuatro mil pasos geométricos de cinco pies cada uno.

Algún matemático, casta de gente muy útil al público, tomará la pluma en este trance de mi historia y calculará que teniendo el señor Micromegas, morador del país de Sirio, veinticuatro mil pasos, desde la cabeza a los pies, que hacen ciento veinte mil pies, y nosotros, ciudadanos de la Tierra, no más por lo común de cinco pies, y midiendo la circunferencia de nuestro globo nueve mil leguas, es absolutamente preciso que el planeta donde nació nuestro héroe tenga cabalmente veintiún millones y seiscientas mil veces más de circunferencia que nuestra minúscula Tierra. Nada más natural. Los Estados de ciertos príncipes de Alemania o de Italia, que pueden andarse en media hora, comparados con Turquía, Rusia o China, son un ejemplo muy pálido de las diferencias que la naturaleza ha establecido en todas las cosas.

Siendo la estatura de Su Excelencia la que llevamos dicha, convendrán todos nuestros pintores y escultores que su cintura podría medir unos cincuenta mil pies de circunferencia, lo que revela una bella figura. Su entendimiento era de los más perspicaces; sabía muchas cosas y otras las inventaba; apenas frisaba en los trescientos cincuenta años y siendo estudiante de un colegio de jesuitas de su planeta, descubrió a fuerza de inteligencia más de cincuenta proposiciones de Euclides, dieciocho más que Blas Pascal el cual, luego de adivinar como quien juega (según dijo su hermana), treinta y dos, llegó a ser, andando los años, un geómetra muy mediocre y un pésimo metafísico.

A la edad de cuatrocientos años, o sea al salir de la infancia, disecó unos insectos diminutos de apenas cien pies de grosor. Publicó un libro muy interesante acerca de esos insectos, lo que le proporcionó bastantes disgustos. El muftí de su país, tan receloso como ignorante, advirtió en su libro proposiciones sospechosas, blasfemas, temerarias, heréticas, o que «olían» a herejía, y le persiguió de muerte. Hubo que discutir si la sustancia formal de las pulgas de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles. Defendióse con mucho ingenio Micromegas; se declararon las mujeres en su favor, y después de doscientos veinte años que duró el pleito, hizo el muftí condenar el libro por jueces que no le habían leído, ni sabían leer. En cuanto al autor, fue desterrado de la Corte ochocientos años.

No le afligió mucho abandonar una Corte llena de enredos y chismes. Escribió unas décimas muy graciosas contra el muftí, que a éste le tuvieron sin cuidado, y se dedicó a viajar de planeta en planeta para, como dicen, perfeccionar el juicio y el corazón. Quienes viajamos en diligencias o sillas de posta nos pasmarían los vehículos que allá arriba usan. Nosotros, en la bola de cieno en que vivimos no comprendemos otros procedimientos. Micromegas, conocedor de las leyes de la gravitación y de las fuerzas atractivas y repulsivas, se valía de ellas con tanto acierto que, ora montado en un rayo de sol, ora cabalgando en un cometa, o saltando de globo en globo, lo mismo que revolotea un pajarillo de rama en rama, él y sus sirvientes hacían su camino.

En poco tiempo recorrió la vía láctea. Debo confesar, y lo siento, que nunca logró ver, entre las estrellas que la pueblan, el empírico cielo que vio el ilustre Derhan con su catalejo. No niego que Derhan lo viese, ¡Dios me libre de tamaño error!, pero también Micromegas estaba allí y no tenía mala vista. En fin, yo no quiero contradecir a nadie.

Después de largo viaje, Micromegas llegó un día a Saturno, y aun cuando estaba acostumbrado a contemplar cosas nuevas, le sorprendió la pequeñez de aquel planeta y de sus moradores. No pudo menos de sonreír con ese aire de superioridad que los más discretos no pueden contener a veces. Verdad es que Saturno no es más que novecientas veces mayor que la Tierra, y sus habitantes pobres enanos de unas dos mil varas de estatura, más o menos. Rióse al principio de ellos con sus criados, como se ríe cuando viene a Francia cualquier músico italiano, de la música de Lulli. Pero el siriano era razonable y pronto se dio cuenta de que ningún ser que piensa es ridículo, aunque su estatura no pase de seis mil pies. Acostumbróse a los saturninos, después de haber causado su asombro, y se hizo íntimo amigo del secretario de la Academia de Saturno, hombre de mucho talento. No había inventado nada, pero explicaba muy bien los inventos de los demás, y sabía componer coplas chicas y hacer cálculos grandes. He aquí expuesta, para satisfacción de mis lectores, una extraña conversación que con el señor secretario, tuvo cierto día Micromegas.

Capítulo 2. Conversación del habitante de Sirio con el de Saturno

Sentóse Su Excelencia, acercóse a él el secretario de la Academia, y dijo Micromegas:

-Confesemos que es muy varia la naturaleza.

-Verdad es -dijo el saturnino-. La naturaleza es como un jardín, cuyas flores...

-¡Ah! -dijo el otro-. Dejaos de floriculturas.

-Pues es -siguió el secretario- como una reunión de rubias y morenas, cuyos encantos...

-¡Dejad a vuestras morenas y a vuestras rubias! -interrumpió el otro.

-O bien como una galería de cuadros cuyas imágenes...

-¡No! No señor, no -replicó el forastero-. Decidme lo primero ¿cuántos sentidos tienen los hombres en vuestro país?

-Nada más que setenta y dos -contestó el académico-. Créame que todos los días nos lamentamos de esta limitación. Nuestra imaginación va más allá de nuestras posibilidades, por lo que nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anillo y nuestras cinco lunas, no tenemos bastante; en realidad nos aburrimos mucho a pesar de nuestros setenta y dos sentidos y de las pasiones que de ellos se derivan.

-Lo creo -dijo Micromegas-, porque nosotros tenemos cerca de mil sentidos y todavía nos quedan no sé qué vagos deseos, no sé qué inquietud, que sin cesar nos advierte que somos muy poca cosa y que hay seres mucho más perfectos. En mis viajes he visto gentes muy inferiores a nosotros, y otras muy superiores; mas no he hallado ninguna que no tenga más deseos que necesidades y más necesidades que satisfacciones. Acaso llegue algún día a un país donde no haya necesidades, pero hasta ahora no tengo la menor noticia de semejante país.

El saturnino y el siriano quedaron meditabundos. Luego se entregaron a ingeniosas reflexiones tan agudas como inconsistentes, hasta que les fue forzoso atenerse a los hechos.

-¿Es muy larga vuestra vida? -preguntó el siriano.

-¡Ah! No. Muy corta -replicó el hombrecillo de Saturno.

-Lo mismo sucede en nuestro país, siempre nos estamos quejando de la brevedad de la vida. Debe ser una ley universal de la naturaleza.

-¡Ay! Nuestra vida -dijo el saturnino- se limita a quinientas revoluciones solares, que vienen a ser unos quince mil años según nuestra aritmética. Esto es casi nacer y morir en un momento. Así, nuestra existencia es un punto, nuestra vida un instante, y el globo en que habitamos un átomo. Apenas empieza uno a saber algo, a instruirse, cuando llega la muerte. Por mi parte no me atrevo a formar proyecto alguno; me siento como una gota de agua en el océano inmenso. Ahora estoy avergonzado en vuestra presencia al considerar lo ridículo de mi figura.

Replicóle Micromegas:

-Si no fuerais filósofo, temería desconsolaros diciéndoos que nuestra vida es setecientas veces más larga que la vuestra; pero ya sabéis que cuando llega el momento de reintegrarse a la naturaleza, para reanimarla bajo distinta forma -que es a lo que llaman morir-, cuando llega ese instante de metamorfosis, lo mismo da haber vivido una eternidad o sólo un día. He conocido países donde viven las gentes mil veces más que en el mío, y he visto que, sin embargo, se quejaban; pero en todas partes hay gentes razonables, que saben resignarse y dar gracias al autor de la naturaleza, que con maravillosa profusión ha esparcido en el universo las variedades más distintas sin olvidar la uniformidad. Así, por ejemplo, todos los seres que piensan son diferentes, y sin embargo, todos se parecen en el don de pensar y desear. La materia es la misma en todas partes, pero en cada mundo manifiesta propiedades distintas. ¿Cuántas propiedades tiene la materia del vuestro?

-Si os referís a las propiedades fundamentales, sin las cuales nuestro planeta no podría existir tal como es -dijo el saturnino-, pasan de trescientas; conviene saber: la extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la gravitación, la divisibilidad, etc.

-Sin duda -replicó el viajero-, que es bastante con eso, con arreglo al plan del Creador para el reducido planeta en que vivís. En todas sus cosas adoro la sabiduría, porque si en todas advierto diferencia, advierto también proporción. Saturno es pequeño y lo son sus moradores; tenéis pocas sensaciones y goza vuestra materia de pocas propiedades. Todo ello lo dispuso así la Providencia. ¿De qué color es vuestro sol?

-Blancuzco, ceniciento -dijo el saturnino-. Al dividir uno de sus rayos, observamos que tiene siete colores.

-El nuestro tira a encarnado -dijo el siriano-, y tenemos treinta y nueve colores fundamentales. He podido estudiar muchos soles y no he hallado dos que se parezcan, de la misma

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