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Tomás Carrasquilla Naranjo


Enviado por   •  24 de Julio de 2014  •  Tesis  •  3.359 Palabras (14 Páginas)  •  270 Visitas

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Tomás Carrasquilla Naranjo nació en un pequeño pueblo minero de Antioquia, Santo Domingo, el 17 de enero de 1858, época de intensas agitaciones políticas en Colombia, al borde de una nueva guerra federalista, y el año en que se publicó esa pequeña obra maestra del costumbrismo, Manuela, de Eugenio Díaz. Carrasquilla era hijo de un ingeniero, habitualmente ausente del hogar por razones de trabajo, y de una devota ama de casa que al parecer impulsó en su hijo el gusto por la lectura. Poco se sabe de los primeros años de Carrasquilla. El norteamericano Kurt Levy, su más completo estudioso y biógrafo, supone que Carrasquilla fue un "diablo" y un niño buscaproblemas: metiche, altanero, sabelotodo. Pero sus hermanos, tías y abuelos lo adoraban por su carácter risueño, imaginativo y sus aires intelectuales.

Su familia no era adinerada, pero tampoco sufría penurias. Poseía pequeñas propiedades y estaba vinculada al próspero, aunque riesgoso, negocio de extracción de oro. Hay que situarse en aquellos lejanos años de la sexta década del siglo XIX para comprender un poco mejor el contexto en que vivió el futuro escritor. Antioquia era uno de los más conflictivos estados federales, habitualmente enfrentada al centralista estado de Cundinamarca o al hostigante Cauca dirigido por Tomás Cipriano Mosquera. La ventaja de Antioquia consistía en su creciente poderío económico y su vigoroso proceso de modernización agrícola e industrial vivido durante el período federal (1856-1885). Tenía la tasa de natalidad más alta -las mujeres habitualmente parían entre cuatro y doce hijos-, pero también el analfabetismo más bajo, pues en esta época se fundaron muchos colegios católicos y laicos, normales y la Universidad de Antioquia.

Los antioqueños representan, sin duda alguna, como región y tipología humana en Colombia un caso especial, extraordinario. Entre la tradición y la modernidad, el amor al terruño y el ánimo de colonización, el respeto a los más ancestrales ritos católicos y la tendencia a la anarquía, el culto feroz al dinero y el derroche desbordado, los "paisas" -como habitualmente llamamos a los antioqueños- forjaron una cultura dominante durante el siglo XIX que finalmente sería desplazada en 1886 por los centralistas Núñez y Caro, quienes prefirieron volver capital del país a la atrasada y fea Bogotá, antes que a la pujante Medellín.

Poblada en el período de la Conquista, aparentemente por laboriosos vascos y andaluces, y enfrentada a una naturaleza brusca rodeada por montañas, bosques y selvas, Antioquia desafió estos obstáculos y a finales del siglo XIX presentaba altos índices de crecimiento industrial y financiero, impulsados por la extracción de oro en más de tres mil minas, el cultivo del café, el negocio en maderas y una vigorosa colonización de campesinos que "tumbaron monte" y convirtieron en zonas agrícolas vastas regiones: por el sur hasta el Cauca, Chocó y el gran Caldas, por el norte hasta Urabá y Córdoba, y por el oriente hasta el Magdalena Medio en límites con Boyacá y Cundinamarca.

Seguramente el niño Tomás Carrasquilla asumió prontamente estas circunstancias antagónicas, acentuando su

regionalismo al tiempo que fortalecía el sentido de que su

provincia era particularmente superior dentro del contexto colombiano al punto de hacerle decir antes de morir: "¡Antioquia, Antioquia! ¡No saben lo que es Antioquia!". Carrasquilla estudió su primaria en varias escuelas, pero recordó con especial amor la del Tullido, protagonista de su cuento "Dimitas Arias", donde seguramente recibió clases con base en la trilogía educativa de la época: la Ortografía de José Manuel Marroquín, las Doctrinas ultracatólicas del padre Astete y las Reglas de Urbanidad de Manuel Carreño.

A los 15 años, en 1873, Carrasquilla viajó a Medellín e ingresó en cursos preparatorios en la Universidad de Antioquia. La parranda, "la pereza y algo más de los pecados capitales, a quienes siempre he rendido ardiente culto", como recordaba el propio Carrasquilla en su corta y divertida Autobiografía de 1915, lo marcaron como uno de los alumnos más vagos. En una carta a su mamá de 1873 el adolescente, con pésima ortografía, excusa sus faltas, pero alivia el castigo comentando que ganó un discurso de oratoria que probablemente iba a ser publicado en Madrid: "Me parece que inútil contarle todos los moños que he hecho donde las Echavarrias y todas las veces que ago falta al colejio... Espero en la semana que entra una cartica mas dulce que la almibara y yo le prometo una de una resma". Al año siguiente, en 1874, el rector de la Universidad, en una sola frase resumió el fracaso académico del joven Carrasquilla: "La lectura constante de novelas perjudicó mucho a este alumno".

En 1876 Carrasquilla ingresó a la facultad de Derecho, pero la guerra civil entre liberales y conservadores interrumpió los estudios y el "loquito y filipichín" Carrasquilla no se unió a las tropas de ninguno de los dos bandos, alegando que "en estas cosas yo prefiero que otros peleen por mí". Regresó a su pueblo y comenzó a trabajar como sastre. Entre 1879 y 1891 fue secretario y luego juez municipal. En estos años contribuye a fundar la biblioteca pública de Santo Domingo y seguirá leyendo de todo: "bueno y malo, sagrado y profano, lícito y prohibido, sin método, sin plan ni objetivos determinados, por puro pasatiempo". Se refería a lecturas de obras de Pereda, la Pardo Bazán, Galdós,

Zola, Flaubert y Guillermo Valencia. Además continuaba en sus lides amorosas, perseguía a sus primas, asistía a cuanta fiesta y paseo se organizaba, hablaba con mineros y campesinos, oía los chismes de comadres en la cocina de su casa y memorizaba los cuentos de medianoche que recitaban familiares y amigos.

Invitado en 1890 por el futuro presidente de la república y en esa época literato, Carlos E. Restrepo, Carrasquilla se compromete a escribir un cuento para ingresar al Casino Literario de Medellín. Aquella noche entre asombro, risas y extrañeza los asistentes oyeron "Simón el mago". Al final un estruendoso aplauso de reconocimiento servía de calificación para que Carrasquilla, a sus 31 años, adquiriera carta de ciudadanía en el mundo literario. Pero no imaginaba Carrasquilla lo que vendría, pues como decía el escritor norteamericano Truman Capote, "cuando Dios le da a uno un don también le da un látigo y ese látigo es para flagelarse".

En "Simón el mago" ya se hallan plenas todas las características de la obra carrasquilleana. Está definido que contará historias de su Antioquia amada, que transcribirá literalmente en la narración y en los diálogos la forma de hablar típica de sus habitantes y que lo hará con gran humor así los hechos degeneren en tragedia. Es decir, se declara regionalista, realista y antimodernista. Lo extranjero le enardece, pero sobre todo por el hecho de copiar sin criticar. En asuntos literarios sus ideas son tradicionales, firmes aunque no dogmáticas. Por estos años, en una carta, recuerda una velada escandalosa que hubo en la biblioteca de Santo Domingo, donde un invitado cuestionó que no se admitieran obras prohibidas por la Iglesia. Alegaba que los libros de Voltaire, Balmer, Spencer, Darwin tenían derecho a ser leídos. La oposición fue cerrada e incluso Carrasquilla se declaró preocupado ante ese "ese rojismo tan subido de punto, que no cree ni en mi Dios ni en Santa María, y entregado a toda la herejía malina de esos hombres sabidos que dicen que un cristiano no fue criado por su Divina Majestá sino que todos venimos de los micos, y que semos micos".

Carrasquilla en 1894 comienza a redactar su primera novela Frutos de mi tierra, ante el reto que le han impuesto sus amigos, quienes niegan que Antioquia diera para "materia novelable". Carrasquilla sí lo cree y asume su tarea bajo el ideal flaubertiano de que no hay malos temas, sino malos novelistas. Todo tema o personaje, por mediocre o ridículo que fuera, podía ser elevado a la altura del Arte si el autor se lo proponía.

Seguramente no fue fácil para Carrasquilla construir su primera novela. Su modelo, en algún sentido, eran las novelas de Galdós, pero más que eso, su verdadero faro literario lo constituía su instinto soberbio y recursivo. Ciego, inseguro y dándose golpes llegaría hasta el final. Cuando repartió los manuscritos con el ánimo de escuchar opiniones, las reacciones fueron encontradas. José Manuel Marroquín encontró la novela detestable, pero conocidos como José Asunción Silva y amigos fieles como Antonio José Restrepo lo estimularon a publicarla. Para lograrlo tuvo que viajar, por primera vez, a la lejana Bogotá: primero en barco de vapor hasta Honda, luego en mula hasta Facatativá y finalmente en tren hasta Bogotá. Como a Gabriel García Márquez en 1940, a Tomás Carrasquilla en 1895 la visión de la capital lo deprimió absolutamente: "Bogotá es una ciudad muy fea. Es una vieja emperifollada, a quien los adornos empeoran. El sol es aquí un astro enfermo que no alumbra. El color dominante es el negro en el vestido de hombres y mujeres. Yo tengo nostalgia de mi tierra, por la cal, por el bolo y por las ventanas apartadas y por la gente vestida de color".

Con frutos de mi tierra (1896) Carrasquilla inauguraba una etapa de la novela colombiana. Rafael Maya, otro de sus más entusiastas estudiosos y divulgadores, la opuso a María (1867) de Isaacs, que había acostumbrado al país a esperar de las novelas, amor, romanticismo y ensoñamiento, en tanto que la novela de Carrasquilla, dura y directa en el cruel retrato de una familia antioqueña, hacía lo contrario. Carrasquilla, pues, fundaba el piso de la novela realista en Colombia, que en su proceso se consolidaría con La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, El día del odio (1956) de José Antonio Osorio Lizarazo hasta llegar a su punto más acabado, Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez.

Por su parte Carrasquilla se tomó los homenajes con mucho humor (decía despreciar todo lo que escribía) y comentó sobre su modesta fama: "Yo, como venda mi librito, lo mismo me da que me chiflen o que aplaudan. Hago lo que Filomena Carvajal cuando la expulsaron del colegio: Levantó la pata y dijo: '¡Piss!! ¡Piss! ¡Pa lo que a mí se me da!' ". Es importante llamar la atención que el año de publicación de Frutos de mi tierra, José Asunción Silva -el principal modernista colombiano- se suicidó y Rubén Darío -el padre del modernismo y principal renovador de las letras hispánicas en el siglo XIX- publicó Prosas profanas donde declaró su credo estético cosmopolita al decir: "abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida de París".

Nada más lejano a ese cosmopolitismo de Silva y Darío que el regionalismo pertinaz de Carrasquilla. En sus dos Homilías (1906) se opuso a la estética modernista a la que acusó de inauténtica, incapaz de reflejar al hombre americano, y rastacuerista al querer imitar modelos extranjeros: "¿Tienen Medellín, Manizales [y Bogotá, CSL] alguna analogía con París o con otra capital europea?". Razón y sinrazón tenía Carrasquilla: el modernismo colombiano se apagaba con Silva y de Greiff, adquiría carácter simulador en Valencia y rasgos cursis en la explosión del sentimentalismo que hizo Julio Flórez; pero el realismo regionalista, también, tomaba la forma de "plaga" y se prolongaba en infinidad de pequeños Carrasquillas que imitaron al maestro sin renovarlo, cerrando las puertas a autores experimentales y oscureciendo el devenir de la novela colombiana hasta la primera mitad del siglo XX.

A su regreso a Antioquia, Carrasquilla comenzó a escribir cuentos y durante un tiempo "fisgoneó" labores en una mina. En un paseo a caballo cayó y el golpe significó el comienzo de un futuro reumatismo que lo llevaría a la invalidez. "Sin plata, pero contento", seguía en sus andanzas. De vez en cuando sus familiares le reclamaban que se casara y tuviera hijos, pero él se oponía argumentando que sufría tendencias polígamas, le resultaba más barato tener muchas novias y además -agregaba- no se lo aguantarían porque le gustaba demasiado el "aguardientico de mi Dios": "Me llaman Tomás, porque tomo mucho". Efectivamente fue célibe hasta su muerte. Entre 1897 y 1925 Carrasquilla escribió novelas cortas o "nouvelles" (Luterito, Salve Regina, Entrañas de Niño, Grandeza, Ligia Cruz y El zarco), maravillosos cuentos y crónicas y viñetas locales que publicó en el periódico "El Espectador".

La gran mayoría de los cuentos tocan temas relacionados con la religiosidad antioqueña y revelan de un modo u otro la crisis producida por la secularización de fin de siglo, es decir, la progresiva devaluación de los valores cristianos y su sustitución por valores nihilistas. En algunos predomina el humor utilizando temas bíblicos, como "San Antoñito" o "En la diestra de Dios Padre"; otros cuestionan el fanatismo religioso como "El ánima sola" y "Dimitas Arias" o describen someramente la beatitud enfermiza y la crisis familiar que esto origina como "Rogelio" y "Esta sí es bola". Sin duda alguna "El rifle", cuyo argumento sucede en Bogotá, es un retrato dramático de la pobreza y de la violación de sus derechos que sufre un niño, al tiempo que anticipa historias de Osorio Lizarazo y recuerda el hermoso cuento "Vañka" de Anton Chejov. "Mirra" parece un cuadro erótico del pintor Fernando Botero. "Fulgor de un instante", "Regodeos seniles" y "El superhombre" son abiertas burlas a las tipologías sociales de las clases medias de Medellín, la comadrería y el caciquismo político. "¡A la plata!", uno de los cuentos de Carrasquilla que mejor se acomodaría para ser llevado al cine o la televisión, narra un crudo episodio familiar en medio de la Guerra de los Mil Días.

Preocupado por su situación económica en 1914, Carrasquilla ingresó a trabajar como empleado de bajo rango en el Ministerio de Obras Públicas y se mantuvo como cuota burocrática del liberalismo durante los gobiernos de Concha y Suárez hasta 1919. Poco se sabe sobre sus labores allí, salvo que figuraba en nómina como "profesor de mecánica", pero nunca se supo de qué mecánica, pues fue pésimo estudiante de matemáticas y física. Vivía en modestos hoteles y pensiones y frecuentemente se le veía en tienditas oscuritas (odiaba los bares) hablando de lo divino y lo humano con sus amigotes. Agitaba las manos, decía procacidades, se reía de cuanta estupidez veía o escuchaba, animaba a sus amigos a escribir y, tal como lo recordara el hoy olvidado poeta Eduardo Castillo, cuando se deprimía se quedaba mudo y se iba a dormir.

Poco amigo de militar en partidos, pues tenía amigos en juntos, evadió hasta donde pudo la política doméstica. Doctrinariamente se consideraba liberal, pero a veces sus ideas hubieran podido ser las propias de un conservador o "godo" como se decía en la época: no creía en las teorías evolucionistas, estaba en desacuerdo con el divorcio, la escuela laica y el matrimonio civil, apoyaba devotamente a la Iglesia católica, salvo en los casos de "curas que tienen unos deseos terribles de guerra civil... Como si fuera muy sabroso". Se entenderán, entonces, sus críticas mordaces al gobierno progresista de López Pumarejo (1934 - 1938).

En 1926 Carrasquilla publicó su novela más madura, La marquesa de Yolombó, que recuperaba una historia de amor, estafa y demencia sucedida en el siglo XVIII, historia mantenida viva gracias a la memoria oral antioqueña, y cuyo personaje central, la "marquesita" Bárbara Caballero, constituye uno de los personajes femeninos mejor delineados en la literatura colombiana al lado de María de Isaacs, la turca Zoraida de Rivera y Ursula Iguarán de García Márquez. Con esta novela histórica que había exigido a Carrasquilla un largo trabajo de documentación, entrevistas con viejos mineros y campesinos, y laboriosa redacción de dos años, el autor antioqueño alcanzaba cierta notoriedad, pero siempre dentro del provinciano ámbito nacional. Este des-

conocimiento de la obra de Carrasquilla a nivel latinoamericano, fue cuestionado por críticos como Federico de Onis, Arturo Torres Rioseco, Anderson Imbert, Rafael Maya y Eduardo Zalamea Borda, quienes años después se preguntarán con preocupación: ¿por qué Carrasquilla no ha alcanzado dimensión universal?

A partir de 1926 la invalidez en las piernas y la progresiva ceguera causada por unas cataratas mal cuidadas afectarán la salud del "Maestro" como le llaman sus amigos de Medellín y Bogotá. Carrasquilla se vuelve cascarrabias, frecuentemente está silencioso y manifiesta su molestia ante la radio y los reporteros que le inventan "muchas mentiras e inquinas contra mis amigos". Ya roza los 70 años y es evidente que se lamenta por no poder ejercer sus placeres preferidos: leer, escribir, conversar. En su casa de Medellín se le encontrará, todo este tiempo hasta su muerte en 1940, sentado en una amplia silla, tapadas las piernas con una cobija, mirando hacia ningún lado a través de anteojos de gruesas lupas y protegida la cabeza con una boina vasca. Parece bravo o melancólico, pero es falso. Ya medita y empieza a componer mentalmente su última trilogía novelística: Hace tiempos. Dividida en Por aguas y pedregones, Por cumbres y cañadas, Del campo a la ciudad, se publicará entre 1934 y 1936. Los méritos de la primera de las obras convencen a Jorge Zalamea, Baldomero Sanín Cano y Antonio Gómez Restrepo de otorgarle el Premio Nacional de Literatura en 1934. Con esta trilogía dictada a sus familiares a sus casi 80 años quiso Carrasquilla, según lo expresó en la carta de agradecimiento, dejar un retrato histórico-social de "la Antioquia de hace ochenta años, en relación con la minería, la pedagogía y los signos generales de ese tiempo". Interesante en apartes, fatigosa en otras, la obra es fundamental para comprender en América Latina el paso de la sociedad tradicional a la sociedad moderna y los múltiples conflictos que ello originó.

En una de las pocas entrevistas que concedió, en 1936, le comentó a un periodista que se sentía muy viejo y solamente aguardaba la visita de la Pelona (la muerte) "para que venga a libertarme de esta vida". La fatiga ya era evidente: Su populoso mundo de arrieros, brujas, magos, sacerdotes, niños, mujeres, apóstoles, madremontes, agricultores y mineros se había disuelto. Otro mundo más complejo y abigarrado lo había reemplazado. Nuevas voces se necesitarían para interpretar esa nueva realidad y esa región, Antioquia, que Carrasquilla había observado apasionadamente. Y desde luego: nuevas voces preguntarían de otro modo la Colombia que eclosionaba a partir de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, de la violencia y de la formación del Frente Nacional. Carrasquilla, en tanto, recibía los santos óleos. Ya todo estaba dicho para él: "Soy un viejo conservero, lo que se llama un semanasanto. Las inquietudes de la actualidad no me inquietan; los trastornos no me trastornan. Veo en ellos el anhelo del bien, la sed de lo eterno que mueve a la humanidad. Sé que sobre este mundo que se agita está el reino infinito de los cielos: Está Cristo". Moría el 19 de diciembre de 1940.

La obra de Carrasquilla intentaba alcanzar la premisa expuesta por Sarmiento en Facundo (1845): "Conocer primero las cosas de mi país", pero no había abordado la siguiente parte de la frase: "Y luego conocer las cosas del mundo". En sus propios fines, esta literatura contenía sus límites. Por eso la obra de Carrasquilla, necesariamente, es contemporánea de novelas como Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, Los sertones de Euclides da Cunha, Los de abajo de Mariano Azuela y Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, con las que comparte una preocupación evidente por describir directamente la realidad social que les había tocado en suerte en cada uno de sus países: Colombia, Argentina, Brasil, México, Venezuela. Sólo una posterior catarsis permitirá que los problemas de la novela regionalista -uso de jergas locales, intenciones de hacer sociología, exposición de tesis políticas, configuración de personajes caricaturescos- sean enfrentados y asumidos por una nueva generación de novelistas pertenecientes al realismo cosmopolita o "realismo crítico", como lo llamó el crítico uruguayo Angel Rama: Machado de Assis, Rulfo, Arguedas, Onetti, García Márquez. Pero la lección es clara: sin novela regionalista no hubiera existido la novela realista cosmopolita. Esta es, en definitiva, la lección del afable e inolvidable Tomás Carrasquilla.

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