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Armantina


Enviado por   •  18 de Junio de 2013  •  4.278 Palabras (18 Páginas)  •  419 Visitas

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Síntesis

El fracaso escolar es un fenómeno que hoy está presente en numerosas escuelas de América Latina. Y es precisamente la escuela la encargada de poner en evidencia, de visibilizar, este flagelo que trasciende los muros de la institución escolar y encuentra sus raíces en la realidad social, económica, política y cultural de un país.

Las culturas de la evaluación, vigentes en todas las instituciones educativas, constituyen tramas estratégicas, favorecedoras u obstaculizadoras del surgimiento del fracaso escolar. En este trabajo se identifican algunos rasgos clave de dichas culturas evaluativas que alientan trayectorias hacia el fracaso, efectuándose una breve reflexión sobre cada uno de ellos.

Sin embargo, este fenómeno no alcanza a comprenderse en su complejidad sólo desde la escuela, sino que es necesario ampliar la mirada hacia el sistema educativo y social del que ella forma parte. Es por ello que, vinculado a la mirada, en la propuesta final se plantea el hecho de que para dar respuesta a los múltiples interrogantes que surgen del abordaje de la problemática será menester, además de elaborar respuestas distintas, acceder a nuevos lugares desde los que mirar, sin soslayar la efectiva vinculación con la ética y la política.

Introducción

Una escuela existe porque hay sujetos que necesitan ser educados. Si bien ella no es la única institución educadora, es la que tiene la esencial responsabilidad de organizar sistemáticamente el proceso de aprendizaje de quienes ejercen un derecho humano básico: el de educarse.

Educarse no es sinónimo de «escolarizarse», en tanto existen en la sociedad múltiples y variados agentes proveedores o generadores de educación. Pero es la escuela, en sus diferentes formatos –jardín de infantes, primaria o básica, colegio, instituto, universidad, etc.– la encargada de certificar los niveles de conocimientos que el sujeto va logrando en el proceso educativo que desarrolla a lo largo de su vida.

En América Latina el acceso a la escolaridad básica ha alcanzado cifras notablemente crecientes en los últimos tiempos. Mientras que al inicio de la década de los noventa el 80% de la población entre 6 y 17 años se escolarizaba, en los primeros años de este siglo la cifra ascendió al 89% (SITEAL, 2006). El 11% que queda fuera del sistema es el que pertenece a los sectores más vulnerables y pobres. En los países de la región la posibilidad de acceder y rezagarse en la escolaridad –este último fenómeno en el período 2000-2004 alcanzó el 17% del total de incluidos, según datos de SITEAL (2006)– está vinculada estrechamente

al origen social de niños y adolescentes.

La ampliación de la educación no ha estado acompañada de una disminución de las desigualdades económicas y sociales, por el contrario, ha sido compatible con sociedades crecientemente desiguales y excluyentes, donde la concentración de la riqueza va en aumento (García Huidobro, 2007, p. 89).

El incremento de la oferta estatal y la sanción de leyes nacionales que prolongan la obligatoriedad escolar, como es el caso de

Argentina con la Ley 26.206, Ley de Educación Nacional, que a partir del año 2006 definió una educación obligatoria de trece años, no alcanzan ni para garantizar la permanencia y egreso de los alumnos del sistema educativo ni, mucho menos, para asegurar una verdadera inclusión social y cultural.

 

El fracaso escolar

El fracaso escolar aparece como un flagelo que, en la actualidad, golpea fuertemente a las escuelas, a la vez que excede y traspasa sus paredes.

Sabemos que desde su nacimiento cada niño comienza a configurarse como sujeto en el espacio familiar y social del que forma parte. Su ingreso a la escolaridad lo revela portador de un capital social y cultural que demanda ser reconocido. Para constituirse en «alumno» ese infante necesita aprender a decodificar un entorno –poblado de normas, ritos, lenguajes y acciones– que no siempre es compatible con aquel que está vigente en su grupo de origen, y es imperioso que logre desarrollar un conjunto de habilidades sociales que le permitan dar las respuestas esperadas por los miembros de esa comunidad escolar. Por múltiples razones, muchas veces estas construcciones no se concretan.

Así como se trata de una simplificación sostener que el fracaso escolar es sinónimo de bajo rendimiento en un área curricular, también lo es la atribución de este fenómeno a las posibilidades cognitivas del estudiante. La historia registra casos de niños y jóvenes que, habiendo tenido una vida plagada de carencias, sin embargo, pudieron encontrar instituciones –entre ellas la escuela– que se ofrecieron como espacios propicios para acogerlos y lograron forjar nuevas alternativas para sus vidas. Cuando la escuela no es capaz de descubrir, «ver», nombrar y reconocer al sujeto, y se focaliza en la norma privilegiando la dimensión del

deber ser, es altamente probable que lo condene al fracaso escolar.

Numerosos investigadores en educación consideran todavía, aunque reconozcan la arbitrariedad cultural de cualquier currículum, que la desigualdad en el éxito escolar es asimilable, aproximadamente, a la desigual apropiación de la cultura escolar, tal como la definen los programas (Perrenoud, 2008, p. 30).

Desde esta perspectiva es necesario remarcar que, si bien el fracaso excede el ámbito de la escuela, es decisivo el papel que esta juega en la historia de formación de cada estudiante. La escuela es el espacio público donde el fracaso escolar adquiere visibilidad; es el escenario en el que ese fracaso toma identidad, adquiere nombre propio y se muestra. El autor citado sostiene que es esa institución la que tiene el poder de decidir quién fracasa y quién tiene éxito.

Con frecuencia al fracaso escolar se le otorga un significado equivalente a «dificultades de aprendizaje», «repitencia» o «deserción

escolar». Para quien suscribe la presente, constituyen nociones claramente distintas.

Dificultades de aperendizaje

Las dificultades de aprendizaje se conciben como los obstáculos o inconvenientes –generalmente transitorios– que posee un alumno para sostener el ritmo de construcción de conocimientos que la escuela le propone. Schlemenson (1999) destaca que cuando esto sucede, la producción simbólica del estudiante se caracteriza por yerros y fracturas.

Estas dificultades, que suelen modificarse con el paso del tiempo, con el cambio de maestro, de año, de escuela,

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