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Eufenismos

Juescobar18 de Junio de 2012

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Si me lo permiten, comenzaré con una cita:

«Por hipocresía llaman al negro moreno; trato a la

usura; a la putería, casa; al barbero, sastre de

barbas, y al mozo de mulas, gentilhombre del

camino». De este modo denunciaba Quevedo el

empleo de eufemismos en la literatura y las

costumbres de su tiempo. Pero el gran poeta no

descubría nada nuevo. El miedo del ser humano a

las palabras, es decir, a la realidad nombrada por

ellas, está en el origen de los rodeos, embozos y

disfraces de que siempre se ha valido para

hermosearla o maquillarla. La negación de la

muerte, por ejemplo, ha enriquecido la lengua con

decenas de voces y perífrasis edulcorantes: por no

morir nos vamos al otro barrio e incluso al otro

mundo, al cielo o a la gloria, hacemos el último

viaje para pasar a mejor vida; o bien dormimos el

sueño de los justos o el sueño eterno, o aspiramos a

descansar en paz: es decir, tratamos de dormir y

viajar para sostener la ilusión de no morir.

La función social del eufemismo

El eufemismo cumple, pues, la función social de

designar un objeto insoportable o enojoso y los

efectos desagradables o molestos de este objeto sin

nombrarlos expresamente. Con eufemismos

dignificamos profesiones y oficios: el jefe de

camareros es el maître; el cocinero, el chef; el

azafato, el auxiliar de vuelo; el perito, el ingeniero

técnico, y el médico, el doctor. Recurrimos a voces

o perífrasis eufemísticas para soslayar los nombres

de actos que nos dejan en mal lugar: nos resulta

menos llevadero sudar que transpirar y escupir que

expectorar, y preferimos tener la regla que

menstruar. El eufemismo nos permite también

atenuar situaciones penosas, como la vejez, que ya

se quedó en tercera edad, y muchas enfermedades y

defectos a los que aludimos —y eludimos— con

nombres imposibles y siglas mareantes. Con

sustitutos encubridores tratamos asimismo de evitar

agravios étnicos o sexuales, como los que

supuestamente se cometen si llamamos al negro

negro y no subsahariano, y homosexual, y no gay, al

invertido. Nótese —dicho sea entre paréntesis—

que muchos de estos ejercicios de desguace son

préstamos de lenguas que, casi siempre sin razón, se

consideran más cultas, precisas, refinadas y

elegantes.

La ocultación de la realidad

Sin recursos eufemísticos, esto es, sin

metáforas, no habría poesía ni poetas, de modo

que no vamos a cargar las tintas donde no

debemos, que una cosa es la lengua y otra sus

apéndices ideológicos. Pero el eufemismo es una

muestra de enajenación con frecuencia perniciosa

porque, como dice Fernando Lázaro Carreter,

«delata siempre temor a la realidad, deseo

vergonzante de ocultarla y afán de aniquilarla».

Veamos algunos ejemplos. Bajo el antifaz de la

llamada defensa nacional se oculta la industria

armamentística, que produce lo que el Pentágono

califica de bombas inteligentes, balas limpias y

otros artilugios fulgurantes útiles para emprender

ataques preventivos, incursiones aéreas, limpiezas

étnicas y otras formas de injerencia humanitaria,

daños colaterales incluidos. En el ámbito

económico, las desigualdades sociales toman el

disfraz de simples desequilibrios propios del

comportamiento de la economía, que a veces,

sobre todo en tiempos de crecimiento cero y

crecimiento negativo, obliga a ajustes o

remodelaciones de precios, cuando no a

flexibilizaciones de plantillas, descontrataciones,

desreclutamientos, desregulaciones,

incentivaciones de ocupaciones alternativas y aun

a reducciones de redundancias. Estos y otros

aderezos mendaces no tienen nada de inocentes,

como es sabido, y tampoco cabe atribuirlos a la

invención de los hablantes. Al contrario, se idean

en despachos descollantes y se expanden como

infundios gracias, en gran parte, a medios de

comunicación diligentes y a periodistas y otros

profesionales de prestigio extraviados y propicios.

79

La utilización del lenguaje

para enmascarar la realidad

(¿Hay que cambiar las palabras para cambiar las cosas?)

Joan Busquet

La hipótesis de Sapir-Whorf

Pero no quiero extenderme en estas artimañas

lingüísticas, ya conocidas, sino detenerme en voces

y expresiones eufemísticas de las que hacen

bandera organizaciones que han sucumbido a los

encantos de la llamada corrección política.

Lo políticamente correcto se relaciona con dos

movimientos filosóficos: la Escuela de Fráncfort y

la Asociación Americana de Antropología, cuya

figura es el alemán Franz Boas. Uno de los

discípulos de este, Edward Sapir, y el antropólogo

Benjamin Lee Whorf formularon la hipótesis de

Sapir-Whorf según la cual toda lengua conlleva una

visión específica de la realidad y, por tanto,

determina las ideas. Esta corriente del pensamiento

moderno, nacida en los Estados Unidos y asumida

por grupos defensores de los derechos de las

minorías, sobre todo negros, mujeres,

homosexuales e inmigrantes, considera que el

lenguaje es en sí mismo un instrumento de

transformación y reequilibrio sociales y no solo un

reflejo de la sociedad que lo usa. El lema de estos

grupos, cuya expansión por el área de influencia

estadounidense es creciente, podría ser: cambiemos

las palabras y cambiará la realidad. Un ejercicio de

voluntarismo sin límites que recuerda la conocida

treta del entrenador escocés de fútbol John Lambie,

quien, al comunicarle el masajista de su equipo que

uno sus delanteros que había chocado con un rival

sufría una conmoción y no recordaba quién era, le

respondió: «Perfecto, dile que es Pelé y que vuelva

al campo».

La lengua y el habla

Este voluntarismo —y en general los supuestos

de la corrección política en el lenguaje— choca con

dos principios de la lingüística. El primero de ellos

es el principio de la arbitrariedad, que consagra la

separación de la lengua y la realidad referida por

ella. Una lengua, cualquier lengua, funciona al

margen de toda ideología. Baste decir para probarlo

que el alemán sale tan indemne del

nacionalsocialismo y el italiano del fascismo como

el ruso del estalinismo y el español de la dictadura

franquista. El segundo principio es el de la

distinción entre lengua y habla. La lengua es el

conjunto de recursos idiomáticos de una

determinada comunidad, y el habla, las expresiones

concretas que utiliza cada uno de sus miembros.

No distinguir entre habla y lengua lleva a cargar

sobre ésta las responsabilidades y prejuicios de los

hablantes y echa por tierra, si es el caso, los mejores

propósitos de corrección social.

Veamos lo que ocurre con el reemplazamiento

de términos de la lengua común que designan

minusvalías y enfermedades por denominaciones

eufemísticas que las esconden y enmascaran. Los

hablantes adoptaron las palabras latinas caecus,

surdus, mutus y paralyticus y las usaron durante

siglos para nombrar a quienes están privados de

las facultades de ver, oír, hablar y andar. También

durante siglos recurrieron a la adaptación del

término latino deficiens y durante decenios a otros

más modernos, como subnormales, disminuidos y

retrasados, para señalar a las personas con

inteligencia inferior a la normal. Igualmente

hicieron suyas y juntaron las voces minus y válido

para referirse a los humanos incapacitados para

ciertos trabajos y movimientos. Con estos

nombres no hubo nunca confusión alguna. Nadie

se llamaba a engaño cuando se utilizaban las

denominaciones ciego, sordo, mudo, paralítico,

deficiente y minusválido, y nadie se sentía

ofendido por ellas ni las consideraba despectivas o

degradantes. Pero la epidemia de la corrección

política y su corolario inevitable, la enfermiza

ocultación de la realidad, vinieron a cambiar el

orden natural de las cosas.

La epidemia de la corrección política

Se recurrió primero a un préstamo del francés,

handicapado, cuyo primer referente velado era

minusválido, aunque luego se extendió a otras

deficiencias físicas y psíquicas hasta convertirse en

eufemismo encubridor de cualquier minusvalía.

¿Y qué ocurrió? Un doble fenómeno común a este

tipo de voces y perífrasis lenitivas. En primer

lugar, la ampliación del campo semántico del

rampante barbarismo, que hizo que perdiera

eficacia descriptiva y se difuminara como

significado: llegó un momento en que no se sabía a

ciencia cierta a qué tipo de hándicap —la sordera,

la mudez, la ceguera, la parálisis, la minusvalía—

hacía referencia, salvo que se añadiera el

...

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