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Haarlem

urbanocancinoTesis25 de Junio de 2013

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XXXI

Haarlem

Haarlem, donde entramos hace tres días con Rosa y donde acabamos de entrar siguiendo al prisionero, es una hermosa ciudad que se enorgullece con todo dere¬cho de ser una de las más umbrías de Holanda.

Mientras otras ponen todo su amor propio en des¬tacar por sus arsenales y sus fábricas, por sus almacenes y bazares, Haarlem cifraba toda su gloria en aventajar a todas las ciudades de los Estados por sus bellos olmos frondosos, por sus álamos esbeltos, y, sobre todo, por sus paseos sombreados, por encima de los cuales forma¬ban bóveda la encina, el tilo y el castaño.

Haarlem, viendo que Leiden su vecina, y Ámsterdam su reina, tomaban, la una, el camino de convertir¬se en una ciudad de ciencia, y la otra la de convertirse en una ciudad de comercio, Haarlem había querido ser una ciudad agrícola o, más bien, hortícola.

En efecto, bien cerrada, bien aireada, bien calenta¬da al sol, ofrecía a los jardineros garantías que cualquier otra ciudad, con sus vientos del mar o sus soles de pla¬no, no habrían sabido proporcionarlas.

Así pues, se había visto establecerse en Haarlem a todos aquellos espíritus tranquilos que poseían el amor a la tierra y a sus bienes, como se había visto establecer¬se en Rótterdam y en Ámsterdam a todos los espíritus inquietos y movidos, que poseían la afición a los viajes y al comercio, como se había visto establecerse en La Haya a todos los políticos mundanos.

Hemos dicho que Leiden había sido la conquista de los sabios.

Haarlem adquirió, pues, el gusto por las cosas dul¬ces: la música, la pintura, los vergeles, los paseos, los bosques y los jardines.

Haarlem se volvió loca por las flores y, entre todas las flores, por los tulipanes.

Haarlem propuso premios en honor de los tulipa¬nes, y llegamos así, con toda naturalidad, como se ve a hablar del que la ciudad proponía, el 15 de mayo de 1673, en honor del gran tulipán negro sin mancha y sin defecto, que debía proporcionar cien mil florines a su cultivador.

Habiendo manifestado Haarlem su especialidad, habiendo blasonado Haarlem de su gusto por las flores en general y por los tulipanes en particular, en un tiem¬po en que todo se dedicaba a la guerra y a las sedicio¬nes, habiendo tenido Haarlem la insigne alegría de ver florecer el ideal de los tulipanes, Haarlem, la hermosa ciudad llena de bosques y de sol, de sombra y de luz, Haarlem había querido hacer de esta ceremonia de la inauguración del premio una fiesta que perdurase eter¬namente en el recuerdo de los hombres.

Y tenía a ello tanto más derecho por cuanto Holan¬da era el país de las fiestas; jamás naturaleza más pere¬zosa desplegó más ardor riente, cantante y danzante que la de los buenos republicanos de las Siete Provincias con ocasión de las diversiones.

Observad, por ejemplo, los cuadros de los dos Te¬niers.

Es verdad que los perezosos son, de todos los hombres, los más resistentes al cansancio, no cuando se po¬nen a trabajar, sino cuando se dedican con alegría al placer.

Haarlem se entregaba, pues, a una triple alegría, porque tenía que celebrar una triple solemnidad: había sido descubierto el tulipán negro, el príncipe Guillermo de Orange asistía a la ceremonia, como un verdadero holandés que era. Finalmente, constituía un honor para los Estados mostrar a los franceses, a continuación de una guerra tan desastrosa como había sido la de 1672, que el suelo de la república bátava era sólido hasta el punto de que se podía danzar en él con acompañamien¬to del cañón de las flotas.

La Sociedad Hortícola de Haarlem se había mostra¬do digna de sí misma al otorgar cien mil florines por una cebolla de tulipán. La ciudad no había querido quedarse atrás, y había votado una suma semejante, que había sido entregada en manos de sus notables para festejar ese premio nacional.

Así pues, había en este domingo fijado para esta ceremonia, tal apresuramiento del gentío, tal entusiasmo en los ciudadanos, que no se habría podido impedir, incluso con esa sonrisa solapada de los franceses, el ad-mirar el carácter de estos buenos holandeses, dispuestos a gastar su dinero tan pronto para construir un navío destinado a combatir al enemigo, es decir, a sostener el honor de la nación, como para recompensar la inven¬ción de una nueva flor destinada a lucir un día, y desti¬nada a distraer durante ese día a las mujeres, a los niños, a los sabios y a los curiosos.

A la cabeza de los notables y del comité hortícola, brillaba el señor Van Systens, ataviado con sus más ri¬cos ropajes.

El digno hombre había realizado grandes esfuerzos para parecerse a su flor favorita por la elegancia sobria y severa de sus vestidos, y apresurémonos a decir para su mayor gloria, que lo había conseguido plenamente. Negro de azabache, terciopelo escabiosa , seda pen¬samiento, tal era, con la ropa de una blancura des¬lumbrante, el traje ceremonial del presidente, el cual caminaba a la cabeza de su comité con un enorme ramo semejante al que llevaría, ciento veintiún años más tarde, el señor De Robespierre, en la fiesta del Ser Supremo.

Sólo que, el bravo presidente, en lugar de aquel co¬razón hinchado de odio y de resentimientos ambiciosos del tribuno francés, llevaba en el pecho una flor no menos inocente que la más inocente de las que sostenía en la mano.

Se veían detrás de ese comité, matizado como un césped, perfumado como una primavera, los cuerpos sabios de la ciudad, los magistrados, los militares, los nobles y los palurdos.

El pueblo, incluso con los señores republicanos de las Siete Provincias, no mantenía categorías en este or¬den de marcha; hacía de valladar.

Éste era, por lo demás, el mejor de todos los sitios para ver... y para estar.

Éste era el lugar de las multitudes que esperan, filo¬sofía de los Estados, que los trofeos hayan desfilado, para saber lo que hay que decir, y algunas veces lo que hay que hacer.

Pero esta vez, no era cuestión, ni del triunfo de Pompeyo, ni del triunfo de César. Esta vez, no se cele-braba ni la derrota de Mitríades, ni la conquista de las Galias. La procesión era suave como el paso de un re¬baño de corderos sobre la tierra, inofensiva como el vuelo de una bandada de pájaros en el aire.

Haarlem no tenía otros triunfadores que sus jardine¬ros. Adorando las flores, Haarlem divinizaba al florista.

Se veía en el centro del cortejo pacífico y perfuma¬do, el tulipán negro, llevado sobre unas angarillas cu¬biertas de terciopelo blanco con franjas de oro. Cuatro hombres portaban las andas y se veían relevados por otros, así como en Roma eran relevados los que lleva¬ban a la madre Cibeles, cuando entró en la ciudad eter¬na, traída de la Etruria al son de la charanga y con las adoraciones sumisas de todo un pueblo.

Esta exhibición del tulipán era un homenaje rendi¬do por todo un pueblo sin cultura y sin gusto, al gusto y a la cultura de los jefes célebres y piadosos que sabían verter la sangre sobre el pavimento fangoso de la Buy¬tenhoff, sin que por ello dejaran de inscribir más tarde los nombres de sus víctimas sobre la piedra más hermo¬sa del panteón holandés.

Estaba convencido que el príncipe estatúder distri¬buiría, naturalmente, él mismo el premio de los cien mil florines, lo cual interesaba a todo el mundo en general, y que pronunciaría tal vez un discurso, lo que interesaba en particular a sus amigos y a sus enemigos.

En efecto, en los discursos más indiferentes de los hombres políticos, los amigos o los enemigos de esos hombres quieren ver siempre relucir en él, y creen siem¬pre poder interpretar, por consiguiente, un rayo de sus pensamientos.

Como si el sombrero del hombre político no fuera una pantalla destinada a interceptar toda luz.

En fin, ese gran día tan esperado del 15 de mayo de 1673 había llegado, y Haarlem entera, reforzada por sus alrededores, estaba alineada a lo largo de los bellos ár-boles del bosque con la resolución bien determinada de no aplaudir esta vez ni a los conquistadores de la gue¬rra, ni a los de la ciencia, sino simplemente a los de la Naturaleza, que acababan de forzar a esta inagotable madre al alumbramiento, hasta entonces creído imposi¬ble, del tulipán negro.

Pero nada se conserva menos entre los pueblos que esta resolución de no aplaudir más que a tal o cual cosa. Cuando una ciudad está en trance de aplaudir, es como cuando se halla en trance de silbar: no se sabe nunca dónde se detendrá.

Aplaudió, pues, primero a Van Systens y a su ramo, aplaudió a sus corporaciones, se aplaudió ella misma; y en fin, con toda justicia esta vez, confesémoslo, aplau¬dió las excelentes melodías que los músicos de la ciudad prodigaban en cada alto.

Todos los ojos buscaban cerca de la heroína de la fiesta, que era la flor del tulipán negro, al héroe de la fiesta que, naturalmente, era el autor de este tulipán.

Ese héroe, apareciendo a continuación del discurso que hemos visto elaborar con tanto cuidado al bueno de Van Systens, ese héroe hubiera producido ciertamente más efecto que el mismo estatúder.

Mas, para nosotros, el interés de la jornada no estaba ni en ese venerable discurso de nuestro amigo Van Sys¬tens, por elocuente que fuera, ni en los jóvenes aristó¬cratas endomingados que mascaban sus gruesas tortas, ni en los pobrecitos plebeyos, medio desnudos, que roían anguilas ahumadas, semejantes a bastones de vai¬nilla. El interés no residía tampoco en esas bellas holan¬desas, de tez rosa y seno blanco, ni en los Mynheer gra¬sientos y rechonchos que nunca habían abandonado sus casas, ni en los delgados y jóvenes viajeros que venían de Ceilán

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