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LA MAEGARITA


Enviado por   •  19 de Agosto de 2014  •  1.365 Palabras (6 Páginas)  •  286 Visitas

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LA MARGARITA

Oid bien lo que os voy a contar: Allá en la campaña, junto al camino, hay una casa de campo, que de seguro habréis visto alguna vez. Delante tiene un jardincito con flores y una cerca pintada. Allí cerca, en el foso, en medio del bello y verde césped, crecía una pequeña margarita, a la que el sol enviaba sus confortantes rayos con la misma generosidad que a las grandes y suntuosas flores del jardín; y así crecía ella de hora en hora.

Allí estaba una mañana, bien abiertos sus pequeños y blanquísimos pétalos, dispuestos como rayos en torno al solecito amarillo que tienen en su centro las margaritas. No se preocupaba de que nadie la viese entre la hierba, ni se dolía de ser una pobre flor insignificante; se sentía contenta y, vuelta de cara al sol, estaba mirándolo mientras escuchaba el alegre canto de la alondra en el aire.

Así, nuestra margarita era tan feliz como si fuese día de gran fiesta, y, sin embargo, era lunes. Los niños estaban en la escuela, y mientras ellos estudiaban sentados en sus bancos, ella, erguida sobre su tallo, aprendía a conocer la bondad de Dios en el calor del sol y en la belleza de lo que la rodeaba, y se le ocurrió que la alondra cantaba aquello mismo que ella sentía en su corazón; y la margarita miró con una especie de respeto a la avecilla feliz que así sabía cantar y volar, pero sin sentir amargura por no poder hacerlo también ella. «¡Veo y oigo! -pensaba-; el sol me baña y el viento me besa. ¡Cuán bueno ha sido Dios conmigo!».

En el jardín vivían muchas flores distinguidas y tiesas; cuanto menos aroma exhalaban, más presumían. La peonia se hinchaba para parecer mayor que la rosa; pero no es el tamaño lo que vale. Los tulipanes exhibían colores maravillosos; bien lo sabían y por eso se erguían todo lo posible, para que se les viese mejor. No prestaban la menor atención a la humilde margarita de allá fuera, la cual los miraba, pensando: «¡Qué ricos y hermosos son! ¡Seguramente vendrán a visitarlos las aves más espléndidas! ¡Qué suerte estar tan cerca; así podré ver toda la fiesta!». Y mientras pensaba esto, «¡chirrit!», he aquí que baja la alondra volando, pero no hacia el tulipán, sino hacia el césped, donde estaba la pequeña margarita. Ésta tembló de alegría, y no sabía qué pensar.

El avecilla revoloteaba a su alrededor, cantando: «¡Qué mullida es la hierba! ¡Qué linda florecita, de corazón de oro y vestido de plata!». Porque, realmente, el punto amarillo de la margarita relucía como oro, y eran como plata los diminutos pétalos que lo rodeaban.

Nadie podría imaginar la dicha de la margarita. El pájaro la besó con el pico y, después de dedicarle un canto melodioso, volvió a remontar el vuelo, perdiéndose en el aire azul. Transcurrió un buen cuarto de hora antes de que la flor se repusiera de su sorpresa. Un poco avergonzada, pero en el fondo rebosante de gozo, miró a las demás flores del jardín; habiendo presenciado el honor de que había sido objeto, sin duda comprenderían su alegría. Los tulipanes continuaban tan envarados como antes, pero tenían las caras enfurruñadas y coloradas, pues la escena les había molestado. Las peonias tenían la cabeza toda hinchada. ¡Suerte que no podían hablar! La margarita hubiera oído cosas bien desagradables. La pobre advirtió el malhumor de las demás, y lo sentía en el alma.

En éstas se presentó en el jardín una muchacha, armada de un gran cuchillo, afilado y reluciente, y, dirigiéndose directamente hacia los tulipanes, los cortó uno tras otro. «¡Qué horror! -suspiró la margarita-. ¡Ahora sí que todo ha terminado para ellos!». La muchacha se alejó con los tulipanes, y la margarita estuvo muy contenta de permanecer fuera, en el césped, y de ser una humilde florecilla. Y sintió gratitud por su suerte, y cuando el sol se puso, plegó sus hojas para dormir, y toda la noche soñó con el sol y el pajarillo.

A la mañana siguiente, cuando la margarita, feliz, abrió de nuevo

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