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La Guaca

cobolaTesis19 de Marzo de 2015

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Cuando mi esposa volvió a enamorarse de su viejo amor, el fotógrafo, y se fue a vivir con él por El Retiro, yo me tuve que quedar solo con los niños. Ella no llamaba ni venía casi nunca, y pasaban meses enteros sin que supiéramos de ella. Los niños lloraban mucho al principio, sobre todo María Isabel, la menor, pero a Juan Esteban, el mayor, le fue entrando una rabia parecida a la mía, que lo llevaba a levantar los hombros cada vez que le mencionaban a la mamá. Ella se fue alejando, tanto de la ciudad como de nuestros pechos, hasta que todos en la casa terminamos refiriéndonos a ella, no con su nombre, que olvidamos, sino con un apelativo más lejano y más justo: la difunta. Yo a ella, a la difunta, no la culpaba del todo por su decisión; ella había querido al fotógrafo desde antes de casarse conmigo, y desde la adolescencia habían planeado que algún día se irían a vivir al campo. Ahora habían realizado su sueño de vida agreste y vivían en esa finca sin teléfono en las afueras de El Retiro, al lado de una quebrada, con caballos y vacas y conejos. Pescaban truchas, paseaban los perros, y se bastaban tanto el uno al otro que casi nunca bajaban a Medellín.

Después del primer estupor del abandono, que me dejó medio loco por semanas, aunque más herido en el orgullo que en el amor, yo me fui acomodando, y a los meses me sentía muy contento de vivir solo con los niños. Contento, pero también preocupado, porque con los horarios del periódico la vida diaria se me volvió imposible. Por un lado, todos los días tenía que despertarlos a las seis para que tuvieran tiempo de bañarse antes de que pasara el bus del colegio, y yo casi nunca podía acostarme antes de la una porque en un día bueno cerrábamos la edición a medianoche, y en los días difíciles el turno se prolongaba hasta más tarde, a veces hasta las dos o las tres de la madrugada. Había noches en que dormía menos de tres horas y después, en el periódico, no era capaz de hacer nada bien y a veces me quedaba dormido encima del escritorio. Yo no tenía que llegar temprano al periódico, podía llegar a las diez o a las once de la mañana, pero me angustiaba también que los niños llegaran solos por la tarde, al salir del colegio, aunque tres veces a la semana venía una empleada, y los otros días venía mi mamá. Lo que pasa es que el periódico es una esclavitud, con turnos de ocho días sin fines de semana, con horarios de doce o trece horas, sin tiempo para estar con los hijos ni revisarles las tareas ni verlos crecer, sin siquiera un minuto para cortarles las uñas.

Las casas, además, se van cayendo cuando no hay una mujer que las gobierne, y de mes en mes mi casa estaba más sucia, más triste, más desordenada. La comida era pésima, había goteras, el timbre no sonaba, la cocina olía a grasa, las matas se secaron. Un desastre. Por todo esto, y porque ya era seguro que la difunta no iba a resucitar, yo le propuse a mi mamá que viviéramos juntos, que compráramos un apartamento grande entre los dos y así ella podía ayudarme más tiempo con los niños, y podíamos dividir todos los gastos, y hasta pagar una muchacha fija que ayudara en los oficios. Mi madre es una señora viuda, jubilada, de más de setenta años, pero fuerte y activa todavía. La idea de vivir otra vez con el hijo, y sobre todo la idea de pasar toda la semana con los nietos, la llenó de un entusiasmo juvenil entre edípico y maternal.

Lo primero que hicimos fue poner en venta la casa donde yo vivía con los niños, por el Estadio, y tuvimos mucha suerte porque un constructor había comprado la casa de al lado y quería también la nuestra para poder levantar un edificio. La vendí bien y puse la plata en el banco mientras mi mamá vendía también su apartamento y juntábamos el capital para comprar algo más grande y mejor entre los dos. Mientras ella vendía, nos acomodamos todos allá, en el apartamentico de ella, por La Floresta, pero como tenía apenas un cuarto, los niños y yo tuvimos que apeñuscarnos en la sala, entre muebles, colchones, cajas de ropa, juguetes y útiles del colegio. Fuera de eso yo había cometido el error, para atenuarles la falta de mi esposa, de comprarles un perro, y entonces éramos cuatro los que teníamos que dormir en el mismo espacio, a veces entre olores que se me hace innecesario describir. Vivíamos muy estrechos, pero menos infelices que antes y con la esperanza de una nueva casa en la que cada uno tendría su cuarto, y en la que todos esquivaríamos la soledad.

Yo mismo vi el aviso en el periódico. Me llamó la atención porque el anuncio era más grande de lo habitual, y hablaba de una urgencia por motivo de viaje al exterior. Además recibían alguna propiedad de menor valor como parte de pago. Ofrecían un apartamento enorme, casi de trescientos metros cuadrados, en una loma alta por El Poblado arriba, y por una cifra que parecía como del Estadio, el barrio más modesto donde nosotros habíamos vivido siempre. Llamé a la inmobiliaria, les informé lo que podía darles de contado, el apartamento que teníamos para entregar como parte de pago, y por teléfono la cosa les sonó. Esa misma tarde fui a ver la propiedad, una Unidad Cerrada con uno de esos nombres absurdos hispano-colombianos que ponen por aquí: Guaduales del Guadalquivir. El apartamento era demasiado para nosotros, en todos los sentidos: demasiado grande, demasiado lujoso, de una ostentación excesiva. Yo tenía un Mazdita verde lora, que a mí me parecía una finura, pero ni me imaginaba los carrazos que había allá parqueados, puras burbujas blindadas y jeeps metalizados. La Unidad tenía piscina, además, y zona de juegos, parque, sauna, jacuzzi, pista para trotar, todo eso. Lo increíble es que el precio era tan bueno que yo no tenía que encimar mucho; bastaba que hiciera una hipoteca pequeña, de menos de veinte millones, y la compra se podía hacer. Al otro día, un sábado, fuimos a verlo con mi mamá y con los niños, y todos estábamos felices porque jamás habíamos ni soñado con poder vivir en un sitio tan amplio y tan lujoso. No es que el apartamento fuera de buen gusto: los pisos eran todos de mármol, de pared a pared, un mármol verde oscuro, frío y brillante como la lápida de una tumba. En los techos había molduras de yeso con adornos barrocos pintados en un dorado de gusto peor que regular; los grifos de los baños eran cisnes inmensos bañados en oro, y los sanitarios, más que inodoros, parecían tronos. El cielo raso del cuarto principal era un mosaico cursi-erótico de espejos que yo ya no tendría con quién usar, y en el vestier, al lado, había también una gran caja fuerte empotrada, que se podía camuflar detrás de los vestidos y donde nosotros no teníamos nada que guardar, ni joyas heredadas, ni ahorros ni cubiertos de plata ni acciones de Coltejer.

El lunes llamamos para decir que estábamos interesados y nos dieron una opción mientras yo me ponía a hacer vueltas en el banco para que me prestaran, sobre una hipoteca, los dieciocho millones que nos quedaban faltando. Todo salió muy rápido y llegó el día en que teníamos que ir a firmar la promesa de compraventa. Esa vez nos recibió el gerente de la inmobiliaria, nos hizo pasar a su despacho, nos ofreció café y gaseosa, hasta me preguntó si no querría un whisky, y luego empezó a hablar. Que él quería ser muy franco con nosotros, nos dijo. Que todo era legal, que no había ningún inconveniente, pero que el apartamento tenía un problemita, un problema menor, en realidad, pero que él no quería que un periodista (y me miraba a los ojos) y menos que una señora mayor (y aquí miraba a mi mamá) fuera a comprar las cosas sin saberlo todo.

Ustedes recordarán que entre el 92 y el 93, después de que Pablo Escobar se escapó de su propia cárcel, la Catedral, se desató en Medellín una guerra a muerte entre la gente del Cartel, la de Escobar, y un grupo clandestino que se llamaba los Pepes (perseguidos por Pablo Escobar), que eran una especie de confusa mezcolanza entre servicios de seguridad del Estado, la CIA, la DEA, los notables, los paramilitares, algunos informantes del Cartel de Cali, o mejor dicho hasta el Putas, como se dice aquí. En esos años, uno tras otro, habían ido cayendo todos los cuadros de la organización de Escobar, desde sus abogados hasta los especialistas en comunicaciones, desde los choferes y los mayordomos hasta los jefes de seguridad y los sicarios a su servicio. Pues bueno, nos informó el señor de la inmobiliaria, el apartamento que ustedes van a comprar, era propiedad del mayor de los hermanos Foronda, Carlos Mario Foronda Zuluaga, mejor conocido en el ambiente mafioso como Pistoloco. Él, reconoció el gerente, había sido el jefe de sicarios de Escobar, y pocos meses después de que Pablo se escapara de la Catedral, en el 92, había sido asesinado por los Pepes ahí mismo, en Guaduales del Guadalquivir, en el apartamento que nosotros queríamos comprar. La viuda de Foronda, Katia Moreno, era una ex modelo que en el pánico de las semanas sucesivas se había tenido que ir a vivir a Buenos Aires, a las carreras, y ahora estaba vendiendo, a precio de huevo, todo lo que le había correspondido de herencia por su marido muerto: fincas de recreo, haciendas, casas, apartamentos, carros, caballos, cuadros del maestro Ramón Vásquez, de Manzur y de Guayasamín…

Mi mamá y yo nos asustamos un poco con la noticia, pedimos otro día para pensarlo mejor y consultar. Mientras ella consultaba con un abogado de confianza, y averiguaba con él detalles sobre la ley de extinción de dominio, la que expropia propiedades de narcotraficantes, que quizás nos podría afectar, yo iba a estudiar el caso de Pistoloco en los archivos del periódico. Por el lado de mi mamá, resultó que era muy improbable lo de la expropiación. Según el abogado el riesgo era mínimo, y

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