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La Ventada Tapiada


Enviado por   •  5 de Septiembre de 2013  •  1.925 Palabras (8 Páginas)  •  260 Visitas

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La ventana tapiada

En 1830, a sólo unas pocas millas de lo que es ahora la gran ciudad de Cincinatti, había una foresta inmensa y casi inviolada. Toda la región estaba escasamente poblada por gente de la frontera, almas incansables, que tan pronto levantaron con intrepidez hogares habitables fuera de la espesura, y alcanzaron un grado de prosperidad que hoy llamaríamos indigencia, impelidas por algún misterioso impulso de su naturaleza, lo abandonaron todo y se encaminaron al lejano oeste para encontrar nuevos peligros y privaciones, en un esfuerzo por recobrar la magra comodidad a la que habían renunciado de forma voluntaria. Muchos de ellos ya habían dejado esa región por asentamientos remotos, pero entre los que quedaban había uno que fue de los primeros que arribaron. Éste vivía solo en una casa de troncos, rodeada en todos los costados por la gran foresta, de cuya lobreguez y silencio parecía ser parte, pues nadie lo vio jamás sonreír o decir una palabra no necesaria. Sus simples necesidades las satisfacía con la venta o el trueque de pieles de animales salvajes en el pueblo del río, pero no con cosas que hubiera cosechado en una tierra que, de ser necesario, podría haber reclamado por derecho de posesión inalterada. Hubo evidencias de “mejoría”, unos pocos acres de la tierra inmediata a la casa fueron limpiados una vez de sus árboles, cuyos tocones podridos fueron ocultados a medias por una nueva vegetación, que debió sufrir para reparar el estrago causado por el hacha. Al parecer, el fervor del hombre por la agricultura ardió con una llama lánguida, expirando en cenizas penitentes.

La pequeña casa de troncos con su chimenea de estacas, su tejado de tablitas combadas, apoyadas con pértigas atravesadas y sus sellados de barro, tenía una sola puerta y, opuesta de modo directo, una ventana. La última, no obstante, estaba tapiada, nadie podía recordar un tiempo cuando no lo estuviera. Y nadie sabía por qué estaba tan cerrada; ciertamente, no por el desagrado del ocupante hacia la luz y el aire, pues en esas raras ocasiones, en que un cazador había pasado por aquel sitio solitario, el recluso había sido visto, comúnmente, tomando sol él mismo en el umbral, si el cielo le proveía resolana para su necesidad. Yo me figuro que hay pocas personas vivientes hoy, que hayan conocido alguna vez el secreto de esa ventana, y yo soy una de ellas, como verán.

El nombre del hombre se ha dicho que era Murlock. Tenía en apariencia setenta años, pero en realidad unos cincuenta. Algo, años atrás, le había dado una mano en su envejecer. Su cabello y toda su larga barba eran blancos, sus ojos grises, sin brillo, hundidos, su rostro singular estaba suturado por unas arrugas, que parecían pertenecer a dos sistemas interceptados. De figura era alto y enjuto, con una joroba en los hombros, como si cargara algo. Yo nunca lo vi, esas señas las supe por mi abuelo, de quien obtuve también la historia del hombre, cuando yo era un chico. Él lo había conocido cuando vivía cerca de allí, en esos días lejanos.

Un día Murlock fue hallado en su cabaña, muerto. No hubo tiempo ni lugar para coronas ni periódicos, y yo supongo fue acordado que había muerto de causas naturales, o me lo habrían dicho y lo habría recordado. Yo sólo sé que, con lo que fue, probablemente, un sentido de lo propio de las cosas, el cuerpo fue enterrado cerca de la cabaña, al lado de la tumba de su esposa, quien lo había precedido hacía tantos años, que la tradición local retenía con dificultad algún indicio de su existencia. Esto cierra el capítulo final de su historia verdadera, excepto, en verdad, la circunstancia de que muchos años después, en compañía de un espíritu igualmente intrépido, yo penetré hasta el lugar y me aventuré lo suficiente cerca de la cabaña ruinosa, como para lanzar una piedra a ésta, y correr de allí para huir del fantasma, que todo chico bien informado de la localidad, sabía que rondaba el sitio. Pero hay un capítulo anterior, ese me lo ofreció mi abuelo.

Cuando Murlock construyó su cabaña, y empezó a cortar con su hacha tenazmente, para levantar la granja -el rifle, entre tanto, era su medio de sostén-, era joven, fuerte y estaba lleno de esperanza. En ese país occidental de donde venía, se había casado, como era la moda, con una mujer joven, digna en todas las formas de su honesta devoción, y que compartió los peligros y privaciones de su suerte, con un espíritu de voluntad y un corazón ardiente. No hay registro conocido de su nombre; de los encantos de su mente y persona la tradición guarda silencio, y el dudoso está en libertad de acariciar su duda, ¡pero Dios no quiera que yo la comparta! De su afecto y dicha, hay certeza suficiente en cada día adicional de la vida del hombre viudo, ¿pues qué, si no el magnetismo de su memoria sagrada, pudo haber encadenado ese espíritu venturoso a una suerte como esa?

Un día Murlock regresó de una cacería en una parte distante de la foresta, y encontró a su mujer postrada con fiebre y delirio. No había un médico en millas, ni un vecino, ella tampoco estaba en condición de ser dejada para buscar ayuda. Así que se dio a la tarea de cuidarla para devolverle la salud, pero al final del tercer día ella cayó inconsciente y falleció, al parecer, sin tener nunca un atisbo de razón.

Por lo que sabemos de una naturaleza como la suya, nos podemos aventurar a esbozar algunos detalles de la pintura de bosquejo, dibujada por mi abuelo. Cuando se convenció de que ella estaba muerta, Murlock tuvo suficiente

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