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Lucregales

lucregales9 de Diciembre de 2013

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CAPITULO I

Se oye el lejano retumbo de un galope. Los rayos del sol caen a plomo sobre el pueblo volviéndolo invisible. El caserío no es más que una mancha opaca en los reflejos. La planicie agrietada en rombos geométricos. La noche diurna del mediodía que es la hora de nadie.

Sobre la tierra en sequía, en medio de la tiniebla blanca, un pájaro fabuloso va a posarse un instante. Es el Suindá, la lechuza rapaz que busca y captura su presa en la oscuridad.

Un chico con un arco aparece del boscaje reseco siguiendo a todo correr el rumbo incierto de la lechuza herida. Una chica de la misma edad, casi desnuda en su vestido rotoso y de hermosura salvaje, corre detrás llamándole con el chistido de la lechuza.

Algunos leñadores que volvían del monte entrevieron confusamente al niño cazador seguido por la huérfana del finado Romildo González, de Loma Kavará, y de la también finada ña Yoshima Kusugüe.

En eso quedó todo. Pronto los leñadores se olvidaron de la pareja de chicos y del suindá. Era una de esas cosas que perecen no haber sucedido nunca.

CAPITULO II

Se oye cada vez más cercano, el retumbo sordo del galope que al fin toma forma. En las tinieblas blancas se define la silueta del caballo y del jinete.

Es Madama Sui en persona y fantasía sin disminuir el galope sube el caballo la cuesta que lleva hacia la casa con fachada de templete oriental.

En la cerca trasera una muchacha ha abierto un portal. Madama Sui entrega las riendas a la muchacha, a quien llama Celina. La abraza y la besa en las mejillas.

Las dos mujeres suben los escalones de madera. Junto al tiesto se destaca la lechuza embalsamada con las alas abiertas y el buche atravesado por una cerbatana.

Sui, de trece años, ve al pequeño cazador, su compañero de banco en la escuela, la camisa roja de sangre por el rasguño de las espinas. Lo ve corriendo entre la maleza. Están en la zanja, apretando con los pies el ave herida que todavía se debate débilmente.

El pasado tiene su propio peso.

Habían pasado dos años desde su regreso. Todos los días, a esa misma hora, hacía lo mismo: contemplaba un instante el pueblo sombrío. Sintió que Manorá había cambiado. Ella misma era otra.

No pensaba en estas cosas. Sólo después, llegada a la ancianidad de los dieciocho años, cuando el Patrón la hubo licenciado y había regresado al pueblo, sintió que volvía a ser libre.

Había pensado varias veces que en algún momento. El venía a buscarla para huir juntos, lejos, a alguna parte, fuera del mundo.

De pronto pensó:”¡Dios mío… estoy pensando!” ¡Qué barbaridad! Nunca me había puesto a pensar. ¡Me he vuelto completamente loca!.

CAPITULO III

Sui estaba por mudarse a Villarrica para proseguir sus estudios, como lo había dispuesto su padre antes de su muerte. Le atraía ese viaje.

El signore Ottavio Doria, su antiguo amigo, su tutor, su consejero, le había dicho entonces, a los trece años, que la mujer era un animal a punto de convertirse en ser humano.

-¡Cuídate mucho, cabrita chiflada!. En la ciudad todo te va a resultar más difícil. No podemos vivir la vida entera en nuestra última hora. En algún minuto perdido, el animalito que eres va a convertirse en un ser humano. ¡Cuida ese momento, cabrita! Cuídalo en ti… No lo dejes perder…

No entendió nada de lo que le quiso decir el signore Ottavio.

Desde que tuvo uso de razón, Sui no sabía lo que era cuidar de sí misma. Sólo sabía que era una mujer. Ella estaba orgullosa de serlo.

Todo en Madama Sui es a la vez libre y contenido. Se sostiene en el aire, pero a la vez en la raíz firme de la cosas. Se advierte que nunca ha sufrido el maligno afán de querer ser feliz a cualquier precio, pero menos aún a costa de la

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