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Misáianes


Enviado por   •  8 de Mayo de 2012  •  Informes  •  26.530 Palabras (107 Páginas)  •  337 Visitas

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El tiempo no tiene una sino sus muchas ruedas. Una rueda para las criaturas de corazón lento, y otra para las de corazón apresurado. Ruedas para las criaturas que envejecen lentamente, ruedas para las que se hacen viejas con el día.

Digo esto porque habrá quienes quieran saber cuánto tiempo transcurrió desde que los husihuilkes regresaron a Los Confines, después de la guerra contra los sideresios, hasta el día en que Kuy-Kuyen se irritó por la torpeza conque Wilkilén desgranaba el maíz.

Si me preguntan esto deberé responder que los hom¬bres contaron cinco cosechas, el tiempo de ver crecer a un niño. Pero deberé agregar que las luciérnagas contaron cientos y cientos de generaciones muertas, un tiempo per¬dido en sus memorias. Y que para la montaña transcurrió apenas un instante.

Dice el que cuenta que Misáianes, hijo de la Muerte, dispone de más tiempo que una montaña.

Digo lo que es verdad. La rueda de Misáianes gira muy lentamente, como pausado late su corazón. Sucedió que, después de zarpar la flota que partía a con¬quistar las Tierras Fértiles, Misáianes quiso dormitar un momento. Bostezó un gran viento a favor de las velas de sus naves, y se acomodó en el hueco de su monte.

Pero Misáianes apenas había alcanzado el sueño cuando el dormir se le pobló de presagios, de náuseas y de adver¬tencias que lo obligaron a abrir los ojos. Frente a él había una comitiva de parientes asustados, que retrocedieron al verlo despertar. Ninguno de ellos quería ser el pregonero del fracaso. Ninguno quería anunciarle la derrota.

No había, entre todos, quien se atreviera a decirle que Drimus se había quedado en las Tierras Fértiles, con algunos hombres y sus perros. Y que Leogrós había hecho el viaje de regreso para enfrentar su castigo.

Misáianes tuvo que increparlos para que balbucearan la desgracia. Cuando escuchó y comprendió lo que había sucedido, el Odio Eterno se revolvió en su nicho de roca hasta abrirse la carne.

Mientras esto ocurría, los husihuilkes volvieron a abrir surcos, pusieron semillas y levantaron una cosecha. La pri¬mera después del final de la guerra.

Luego Misáianes rugió. Todos en sus dominios se prote¬gieron la cabeza entre los brazos, y aun así cayeron venci¬dos por el dolor. Y mientras Misáianes rugía en la cima de un monte de las Tierras Antiguas, los husihuilkes de Los Confines vieron madurar la segunda cosecha.

Pero un día Misáianes se apaciguó. Comprendió lo que debía hacer. El hijo de la Muerte recuperaba la calma, y en el sur de la Tierra la tercera cosecha de zapallos recuperaba su dulzura.

Cuando Misáianes ordenó que buscaran a su madre y la llevaran frente a él, la gente de Los Confines estaba can¬tando. Se pasaban de mano en mano los zapallos nuevos y apilaban los frutos del maíz en montones de abundancia.

La madre acudió al llamado del hijo. Para entonces, los hombres del sur se preparaban para levantar la quinta cose¬cha, las luciérnagas habían perdido la cuenta de sus siglos, la montaña era casi la misma. Y Kuy-Kuyen se enojaba por¬que Wilkilén desgranaba el maíz fuera del cesto.

La última historia de Vieja Kush

Las dos hermanas desgranaban maíz para después moler harina. Estaban sentadas en el suelo, cada una con un cesto de mimbre rodeado por las piernas. Entre Kuy-Kuyen y su cesto se interponía un generoso vientre de madre. Entre Wilkilén y el suyo, la canción del Dañino Mosquito.

-Sería mejor que ese mosquito zumbara menos y tú trabajaras con mayor cuidado -se enojó Kuy-Kuyen.

Los granos de maíz que Wilkilén separaba del marlo, ayudada por un cuchillo de madera, se desparramaban por todo su alrededor cada vez que terminaba una estrofa y llegaba el momento de zumbar. Cuando el Dañino Mosqui¬to abandonaba el pantano y volaba en nubes a las casas de los hombres para atacar a los niños dormidos, Wilkilén cerraba los ojos. Giraba la cabeza y zumbaba con expresión conmovida como si todos los niños husihuilkes, picados y llorosos, estuviesen frente a ella. Cuando los hombres encendían hogueras de hierbas agrias para que el humo espantara al Dañino Mosquito de regreso al bosque Wilki¬lén volvía a cerrar los ojos, a girar la cabeza y a zumbar; pero esta vez con expresión de alivio. Su trabajo empeoraba al final de cada estrofa porque Wilkilén, ensimismada en el zumbido, se distraía por completo. El resultado de sus estribillos era un desperdicio de alimentos.

Wilkilén contaba ya doce temporadas de lluvias. Muy pronto, al decir de Vieja Kush, la luna entraría en su cuerpo. Entonces la niña perdería su extrema delgadez y tomaría formas redondeadas. Sin embargo su alma parecía empeci¬nada en no crecer. Wilkilén reía y lloraba por pequeñeces. Siempre alborotadora, siempre hechizada por todo tal como en los lejanos tiempos de la guerra.

-Si continúas así no podremos encontrarte esposo -le di¬jo su hermana-. Ningún hombre querrá mujer tan delgada y que no sepa moler harina.

Tener un esposo no era algo que inquietara a Wilkilén, de modo que comenzó a reír como si nada de lo que Kuy-Kuyen decía se refiriese a ella.

-¿Y ahora de qué te ríes?

-Del pobre hombre esposo -Wilkilén hablaba y mos¬traba la risa-. Del pobre hombre esposo que tiene una mujer tan delgada que no puede moler harina.

Kuy-Kuyen se cansó de aparentar paciencia, y le habló con todo el enojo que sentía.

-¡No escuchas lo que te digo! Juegas a la par de Sham¬palwe como si tuvieses cinco temporadas de lluvias. No pones empeño en los trabajos, no ayudas...

Vieja Kush venía hacia ellas. Kuy-Kuyen bajó la cabeza y se calló.

-¿Qué te ha enojado tanto, hija mía? -preguntó la anciana.

-¡Mira este estropicio, abuela Kush! -respondió Kuy-Kuyen, señalando el desparramo que rodeaba a su hermana menor-. Yo la escucho, la veo... Y trato de enseñarle.

-Eso está muy bien. Pero, tal vez, obtendrías mejores re¬sultados si tus palabras buscaran la nariz de Wilkilén, y no sus oídos. Recuerda que el camino de la nariz va directo al alma.

Vieja Kush se sentó dificultosamente entre las dos jóvenes.

-Wilkilén, tú sabes que el alimento no debe malo¬grarse.

-Es que estaba zumbando -sus ojos ya estaban mo¬jados.

-Estuve oyendo ese lindo zumbido -volvió a decir su abuela-.

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