Pichuca
NEAMIANDREAInforme27 de Mayo de 2013
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Pichuca, la única hija del Ojo de Buey, no estaba dormida , sin embargo el silencio que dulcemente la rodeó apenas los tres borrachos abandonaron el cuarto, terminó de despertarla. Como en los amaneceres, sentóse en su colchoncito de hojas de maíz, que a cada uno de sus movimientos crujía como si bajo él gritasen un millón de grillos asustados. Se restregó los ojos una y otra vez. El silencio como una araña invisible, empezó a tejer en torno suyo una tela de medrosa soledad. Soledad hecha de ruidos confusos y tenues; sordo correr de ratones, baratas que se perseguían en los viejos papeles despegados, dulce sollozo de una llave de agua a medio cerrar en el ancho patio del conventillo. El sobresalto trajo la claridad de la conciencia. Estaba sola. Creyéndola dormida, sus padres y su padrino salieron a divertirse. En su cabecita sobreexcitada, esta Noche Buena que alegraba a todos y de la cual la eliminaban a ella, había prendido como un prodigio. La angustia apretó la garganta con sus anillos de serpiente. Fue un sollozo convulsivo, primero; llanto aliviador y luminoso, después. En su húmedo bienestar brilló, entonces, una resolución: conocer el secreto de la Noche Buena.
Púsose de pie y empezó a vestirse. No mucho que ponerse una faldita sucia, un resto de rebozo. Los tiesos cabellos los amarró en un manojo con una tirita roja que guardaba cuidadosamente: único gesto de coquetería de Pichuca.
Vistióse con toda clase de precauciones. Creía que mil ojos invisibles, y burlones la vigilaban e iban a impedirle su salida a la calle. Tropezó con la mesilla de trabajo de su padre. No se movió, envuelta en un precipitado torbellino de latidos que duraron tanto como los argentinos temblores de la lámpara en su viejo soporte de metal. Al borde del banquillo estuvo largo rato, en espera de algo impreciso, que estaba próximo y lejos al mismo tiempo, dentro y fuera de su cabecita en llamas.
La luna pascual derramó, de pronto, su tibia leche plateada por el cuarto sucio e inundó de paz el corazón tembloroso de la niña. En la puerta entreabierta hervía una fantástica claridad, que marcaba una ruta de ensueño.
Pichuca avanzó hacia el patio, pero volvióse bruscamente al observar, sobre el catre de madera de sus padres un halo de fúlgidas vibraciones. Un Niño Dios le sonreía en su marco de madera y le señalaba la noche con su dedito gordezuelo, como una mariposa cansada de vaguear por los aires.
Confiadamente avanzó Pichuca hacia el patio. Sus pececitos negros, curtidos, no temían el áspero ripio ni las piedras puntiagudas. No dudó ya más; deslizóse a lo largo de las paredes del conventillo, y en la despareja calle de arrabal avanza confiada. Una fuerza desconocida parece guiarla. Ni miedo ni temores.
En la atmósfera clara recórtanse los ángulos agudos de las tejas y son pozos de plata los patios abandonados.
Ágiles, incansables; corren sus piececitos hacia adelante, sin saber a dónde. Pegóse a un muro, para dejar que una carretela, estallante de gritos y de cantos, pasase con áspero balanceo. Hasta el caballito, sacado de sus sueños, trotaba con vigorosos golpes de cascos, contento de la alegría que mojaba sus lomos como una llovizna de cristal.
Cortó el negror de la calle de arrabal el estrépito llameante de un tranvía y en la dirección de sus rieles corrió Pichuca decidida, orientada por su instinto. En esta nueva soledad sentíase segura de sí misma, mucho más que en la penumbra soledosa del conventillo.
De sus padres no se acordaba. Su autoridad murió ante la del niño Dios y ante su noche buena, en cuyo enigma luminoso un payasito de Talagante sonreía con su ancha boca pintarrajeada y hacía cabriolas grotescas, apenas sus dedos, apretados con nerviosa Impaciencia, juntaban los maderos del trapecio.
Una avenida cuajada de luces se abrió ante ella. Tranvías repletos de gentes alegres, de niños que llevaban osos peludos y payasos de trajes vistosos, corrían entre regueros de chispas y campanilleos ruidosos. Hacia el corazón de la ciudad, rojo temblor de luz en el cielo llevaba una muchedumbre anónima su ruidosa despreocupación Entre ellos, Pichuca era un trapito sucio y maloliente.
En vano levantaba los ojos hacia sus caras, no respondían egoístamente distraídos. Sentían sola. Y entonces, en un gesto de angustiosa defensa apretaba el retazo de pañuelos contra su busto descarnado. Y esto quería decir mucho; por lo menos, el no tener un juguete, cualquier cosa que apretar contra su corazón henchido de misteriosas aspiraciones, ávido de goces imprecisos
El azar la puso, en el desordenado flujo de la multitud alegre, frente de una pequeñuela regordeta, sentada en la humilde puerta de una casa humilde. Estaba sola, curiosamente abiertos los ojos infantiles. Aislada como ella. Así le pareció a Pichuca. En sus brazos, un gran mono de carey, vestido como una guagua, daba la impresión de mirarla con curiosidad. La niña le hablaba a su muñeco barnizado. Dirigíale tiernas palabras:
—¿Tiene hambre el niñito? ¿No? Tiene hambre.
Pegada a la pared, Pichuca la observaba con pedigüeño titubeo. Una súbita ternura subió a su garganta. Poco a poco se fue acercando sin hablar.
La niña advirtió su presencia; de pronto se puso de pie bruscamente abrazando al mono con gesto protector.
Gritó agudamente hacia el interior de la casa:
-¡Mamá, una chiquilla rota! ¡Mamá, una chiquilla rota!
Antes que la mamá acudiera a los gritos de la niña, las piernas flacas de Pichuca, aptas para todas las carreras, cruzaron la calle. En unos segundos estaba en la acera y corría en las ondas de otra corriente humana Pero una espina se clavó en su corazón. Una espina aguda que perforaba su corazoncito palpitante.
—¡Chiquilla rota! ¡Chiquilla rota!
Pichuca no se daba cuenta de lo que esto significaba. Era para ella un enigma como el rechazo de la niñita del mono de carey. Pensó volver al conventillo, y, sin moverse permanecer en su pallasa crujidora, no sentir sino las carreras de las baratas en la pared o el tictac del misterioso reloj de la pobreza, pero la multitud que caminaba por la acera pegada a los muros fríos de las casas detenerse, segura de sí misma la fundía en su violento deseo de libertad y de goce. Hacia el río siguió sin darse cuenta. Junto a la vitrina de una pastelería de barrio, mismo vaivén de la muchedumbre la detuvo algunos segundos. Las tortas amarillas con ribetes de mermelada y merengues, animaron su lengua entre sus dientecitos ratoniles con nerviosa celeridad. ¡Con qué envidia veía entrar al interior iluminado a los niños de la mano sus padres o de sus mamás.
La espina se hundió más en su corazón y su manecita negra la revolvía con inconsciente terquedad. Era, sin embargo, un corazoncito fuerte, confiado ,a quien el Niño Dios protegía en esta noche única.
Por eso nada la amedrentó en adelante. Eso si ,un abismo se había creado el entre el mundo y ella y ,ella orgullosamente se había puesto sobre el mundo.
Asomada al pretil del río negro, bullanguero respiró un instante con egoísta libertad. El ruido metálico de la charanga de un circo golpeaba sus oídos, resonaba dentro de su cabeza. Un rosario de luces rojas y amarillas prendíase a la noche. Y la carpa, traspasada de luz, ondeaba al viento que venía de las cordilleras como un gran trapo suelto. Se fue acercando poco a poco. Prudencialmente ahora. Y cuando estallaba un aplauso y sombras nerviosas se desplazaban en el blanco lienzo transparente, un escalofrío de placer recorría sus nervios excitados.
No se acercó a la puerta del circo, aunque en su cabecita astuta la idea de colarse por debajo de la carpa le pareció muy fácil de ejecutar. Una tranquila resignación. Había sustituido a su afán de acercarse a la muchedumbre. Ya nada la asombraba. Seguía adelante sin curiosidad alguna como si fuese a dejar los zapatos de su padre a un cliente del barrio de las Hornillas. Atravesó, de este modo, el puente y entró en la calle 21 de Mayo. No envidiaba, ahora, a los niños que por las aceras arrastraban carritos o hacían sonar ruidosas cornetas. Veíalos pasar indiferente. No buscaba los ojos de los transeúntes ni osaba acercarse a los chiquitines burgueses que pasaban junto a ella. Frente a una gran vitrina iluminada, miró curiosamente los enanitos barbudos de piernas cortas y gran cabeza, como los de los cuentos que le oyó a su madre junto al brasero, y la hicieron estallar de alegría los grandes osos peludos, parados sobre una nevada de algodón, en la actitud de dar un abrazo.
Su asombro rayó en el pasmo cuando al llegar a la Alameda, vió girar la gran rueda luminosa, que se hundía en la noche espolvoreada de luna, con su carga de hombres y mujeres. para reaparecer, en vertiginoso volteo. chorreante de luces y estridentes sonidos.
Durante media hora, pegadas a la reja de un carrusel sus negras manitas, miró galopar los caballos fantásticos, que los niños manejaban confiados, sin embargo.
Pero aquí la esperaba, oculta en la sombra, su segunda prueba de Noche Buena. Esta vez no fué ella la que tuvo contacto con la multitud que la rodeaba sin aceptarla. No, no fué ella. Las manos aferradas histéricamente a la baranda del carrusel, miraba el rodar de los carritos y el balanceo de los caballos grises blancos de revueltas crines. Fué una mujer gorda la que reparó en ella. Una voz chillona la hizo pensar que no estaba sola en el mundo y que aún para mirar los carruseles desde afuera, es preciso llevar zapatos y vestidos limpios.
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