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Yogabagaba

Avillafa6 de Junio de 2015

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Carta I

París, hoy.

Estimado señor:

Recibí su carta hace unos días. Quiero agradecerle su amplia y afectuosa confianza. Apenas puedo hacer más. No me es posible comentar el estilo de sus versos pues estoy demasiado alejado de toda intención crítica. Nada es peor que las palabras de la crítica para abordar una obra de arte. Las cosas no son tan decibles y comprensibles como generalmente se nos quiere hacer creer. Lo más indecible de todo son las obras de arte, esas realidades misteriosas cuya vida perdura, al contrario que la nuestra, que se acaba.

Dicho esto, sólo puedo agregar que sus versos no son testimonio de un estilo propio, pero sí contienen, unos tímidos y encubiertos gérmenes de personalidad. Lo he sentido más claramente en el último poema: Mi Alma, en él algo que es propio de usted, lucha por encontrar una música y unas palabras. Y en la hermosa poesía A Leopardi se aprecia una cierta afinidad con este gran solitario. Sin embargo, estas poesías carecen aún de existencia propia, no son independientes, ni siquiera la última, dedicada a Leopardi.

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes ha preguntado ya a otros. Los envía a revistas. Los compara con otras poesías y se inquieta cuando algunas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Desde ahora (ya que me permite aconsejarlo), renuncie a todo eso. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Sólo hay un camino: entre en usted. Investigue la causa que le empuja a escribir, examine si sus raíces se extienden hasta lo más profundo de su corazón. Reconozca si no preferiría morir en el caso de no poder escribir. Y sobre todo, en la hora más serena de la noche pregúntese: ¿Siento verdaderamente la imperiosa necesidad de escribir? Ahonde en sí mismo en busca de una profunda respuesta, y si ésta resulta afirmativa, si puede responder a tan grave pregunta con un fuerte y simple “¡Sí!”, entonces construya su vida de acuerdo con dicha necesidad.

Su vida, hasta en los momentos más indiferentes e insignificantes deberá ser un signo y un testimonio de esa necesidad. Entonces, acérquese a la naturaleza. Intente expresar, como si fuera usted el primer hombre, lo que ve, lo que ama, lo que vive y lo que pierde. No escriba poemas de amor. Evite sobre todo las formas más corrientes y usuales, son las más difíciles, pues es necesaria una gran fuerza y madurez para poder dar algo propio en un campo donde existe una gran cantidad de buenas y en parte, brillantes tradiciones. Por ello, evite los grandes temas y vaya hacia los que la cotidianeidad le ofrece; describa sus tristezas y sus deseos, los pensamientos que le vienen a la mente y su fe en alguna forma de belleza. Descríbalo todo con sinceridad humilde y serena, y utilice para expresarse las cosas que lo rodean, las imágenes de sus sueños y los objetos de sus recuerdos. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese usted de no ser lo bastante poeta como para encontrar sus riquezas. Para el creador nada es pobre, no hay lugares pobres ni indiferentes. Y aún si estuviera usted en una prisión, cuyos muros no dejasen llegar hasta sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no podría siempre recurrir a su infancia, esa riqueza maravillosa e imperial, ese tesoro de recuerdos? Vuelva hacia ahí su espíritu. Intente sacar a flote las impresiones sumergidas en ese vasto pasado: su personalidad se fortalecerá, su soledad se poblará y se convertirá en un retiro crepuscular, ante el cual pasará muy lejano el estrépito del mundo. Y si de esa vuelta hacia usted mismo, de esa inmersión en su propio mundo, vienen a usted los versos, no soñará siquiera en preguntar a nadie si tales versos son buenos. Tampoco intentará interesar a las revistas en esos trabajos, pues verá en ellos algo naturalmente suyo, un trozo de su vida y de su expresión.

Una obra de arte es

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