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Enoch Soames


Enviado por   •  4 de Junio de 2014  •  11.024 Palabras (45 Páginas)  •  171 Visitas

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Enoch Soames

Por Max Beerbohm

Versión: Rodolfo Walsh

Cuando el señor Holbrook Jackson dio al mundo un libro sobre la literatura del 90, busqué ansiosamente en el índice el nombre de SOAMES, ENOCH. Temía que no estuviese. Y no estaba. Sin embargo, figuraban todos los demás. Muchos escritores a quienes yo olvidara por completo o sólo recordaba vagamente, resucitaron ante mí, con sus obras, en las páginas del señor Holbrook Jackson. El libro era tan minucioso como brillante.

De ahí que la omisión descubierta por mí fuese la evidencia más cabal de que el pobre Soames no había dejado huella alguna en la literatura de su década.

Creo que soy la única persona que lo notó... ¡tan lamentable había sido el fracaso de Soames! Y es inútil alegar que, si hubiera conquistado algún mediano éxito, quizá se habría esfumado de mi memoria, como los demás, para retornar tan sólo al llamado del historiador. Es cierto que si las dotes que poseía le hubieran sido reconocidas en vida, jamás habría celebrado el pacto que yo le vi celebrar... ese extraño pacto cuyos resultados le otorgaron para siempre un lugar en el primer plano de mis recuerdos. No obstante, es de esos mismos resultados de donde se desprende en toda su claridad cuánto hubo en él de lamentable.

No es la compasión, sin embargo, lo que me impulsa a escribir sobre él. Si por él fuera, pobre diablo, me sentiría inclinado a no mojar la pluma en el tintero. No está bien burlarse de los muertos. Pero, ¿cómo escribir acerca de Enoch Soames sin ridiculizarlo? O más bien, ¿cómo disimular la atroz realidad de que era ridículo? Imposible. Pero tarde o temprano deberé escribir sobre él. Ya se verá, a su debido tiempo, que no me queda otra alternativa. Por consiguiente, será mejor que lo haga ahora.

Durante los cursos del verano de 1893 un prodigio del cielo cayó sobre Oxford. Caló hondo, se incrustó profundamente en el suelo. Profesores y alumnos formaron pálidos corros que no hablaban de otra cosa. ¿De dónde venía aquel meteoro? De París. ¿Cómo se llamaba? Will Rothenstein. ¿Qué se proponía? Pintar una serie de veinticuatro retratos en litografía, que publicaría The Bodley Head de Londres. El asunto era urgente. Ya el Decano de A y el Director de B y el Real Catedrático de C habían “posado” humildemente. Ancianos solemnes y malhumorados que jamás consintieran en dejarse retratar por nadie, no podían resistirse a aquel extranjero menudo y dinámico. Él no suplicaba: invitaba; no invitaba: ordenaba. Tenía veintiún años. Usaba lentes que centelleaban increíblemente. Era un hombre de ingenio. Desbordante de ideas. Conocía a Whistler. Conocía a Edmond de Goncourt. Conocía a todo el mundo en París. Los conocía a todos de memoria. Era París en Oxford. Se murmuraba que apenas despachara su selección de profesores, incluiría a unos pocos alumnos de los últimos cursos. Y me sentí pleno de orgullo el día en que yo fui incluido. La simpatía que me inspiraba Rothenstein no era menor que el miedo que me infundía; sin embargo, nació entre nosotros una amistad que a medida que transcurrieron los años se hizo cada vez más cálida y más valiosa para mí.

Al término del curso, Rothenstein se estableció o más bien irrumpió meteóricamente en Londres. Gracias a él conocí por primera vez ese pequeño mundo de perdurable encanto que es Chelsea, y trabé relación con Walter Sickert y otros venerables próceres que residían allí. Fue Rothenstein quien me llevó a ver, en la calle Cambridge, de Pimlico, a un joven cuyos dibujos eran ya famosos entre la minoría: Aubrey Beardsley. En compañía de Rothenstein hice mi primera visita a The Bodley Head. Por él me introduje en otro reino de la inteligencia y la audacia, el salón de dominó del Café Royal. Ahí, aquella tarde de octubre, en una exuberante perspectiva de dorados y de terciopelos carmesíes intercalados entre simétricos espejos y erguidas cariátides, entre el humo del tabaco que se elevaba incesante hacia el pintado cielo raso pagano y el murmullo de conversaciones presumiblemente cínicas, que de tanto en tanto interrumpía el áspero tableteo de las fichas de dominó sobre las mesas de mármol, aspiré hondo y dije para mis adentros:

—Esto, sin duda, es la vida.

Era antes de la cena. Bebimos vermut. Los que conocían personalmente a Rothenstein lo señalaban a quienes sólo lo conocían de nombre. Sin interrupción entraban por las puertas giratorias hombres que ambulaban lentamente en busca de mesas vacías u ocupadas por amigos. Uno de estos errabundos me interesó, porque yo estaba seguro de que pretendía llamar la atención de Rothenstein. Había pasado dos veces ante nuestra mesa, con expresión vacilante; pero Rothenstein, sumido en lo más denso de una disquisición sobre Puvis de Chavannes, no lo vio. Era un individuo encorvado, de paso inseguro, más bien alto, muy pálido, con largos cabellos parduscos. Tenía una barba rala, o más bien una barbilla que se batía en retirada al abrigo de unos cuantos pelos arracimados y tímidamente rizados. Era un sujeto de extraña catadura; pero en el noventa, las apariciones raras eran más frecuentes, creo, que en la actualidad. Los jóvenes escritores de aquella época —y yo estaba seguro de que éste lo era— trataban de singularizarse por su aspecto. Mas los esfuerzos de este hombre habían sido infructuosos. Usaba un sombrero negro, blando, de corte clerical, pero de intención bohemia, y una capa impermeable de color gris que, acaso porque era impermeable, no llegaba a ser romántica. Arribé a la conclusión de que “borroso” era le mot juste para él. Yo había hecho mis primeras armas en la literatura y buscaba siempre fervorosamente le mot juste, ese Santo Grial de la época.

El hombre borroso se acercaba nuevamente a nuestra mesa, y esta vez resolvió detenerse.

—Usted no me recuerda —dijo con voz inexpresiva. Rothenstein lo miró vivamente.

—Sí, lo recuerdo —repuso al cabo de un momento, con menos efusión que orgullo: orgullo de su memoria—. Edwin Soames.

—Enoch Soames —dijo Enoch.

—Enoch Soames —repitió Rothenstein, dando a entender por el tono de su voz que ya era bastante haber acertado con el apellido—. Nos encontramos dos o tres veces en París, cuando vivía usted allí. En el Café Groche.

—Y una vez yo fui a su estudio.

—Oh, sí; lamenté haber estado ausente.

—¿Ausente? No. Me mostró algunos de sus cuadros,

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