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Los De Abajo


Enviado por   •  25 de Octubre de 2012  •  17.399 Palabras (70 Páginas)  •  279 Visitas

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I

—Te digo que no es un animal… Oye cómo ladra el Palomo… Debe ser algún cristiano…

La mujer fijaba sus pupilas en la oscuridad de la sierra.

— ¿Y que fueran siendo federales? —repuso un hom¬bre que, en cuclillas, yantaba en un rincón, una cazue¬la en la diestra y tres tortillas en taco en la otra mano.

La mujer no le contestó; sus sentidos estaban puestos fuera de la casuca.

Se oyó un ruido de pesuñas en el pedregal cercano, y el Palomo ladró con más rabia.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->Sería bueno que por sí o por no te escondieras, Demetrio.

El hombre, sin alterarse, acabó de comer; se acercó un cántaro y, levantándolo a dos manos, bebió agua a borbotones. Luego se puso en pie.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->Tu rifle está debajo del petate —pronunció ella en voz muy baja.

El cuartito se alumbraba por una mecha de sebo. En un rincón descansaban un yugo, un arado, un otate y otros aperos de labranza. Del techo pendían cuerdas sosteniendo un viejo molde de adobes, que servía de cama, y sobre mantas y desteñidas hilachas dormía un niño. Demetrio ciñó la cartuchera a su cintura y levantó el fusil. Alto, robusto, de faz bermeja, sin pelo de barba, vestía camisa y calzón de manta, ancho sombrero de soyate y guaraches.

Salió paso a paso, desapareciendo en la oscuridad impenetrable de la noche.

El Palomo, enfurecido, había saltado la cerca del co¬rral. De pronto se oyó un disparo, el perro lanzó un gemido sordo y no ladró más.

Unos hombres a caballo llegaron vociferando y maldiciendo. Dos se apearon y otro quedó cuidando las bestias.

—¡Mujeres…, algo de cenar!… Blanquillos, leche, fri¬joles, lo que tengan, que venimos muertos de hambre.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->¡Maldita sierra! ¡Sólo el diablo no se perdería!

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->Se perdería, mi sargento, si viniera de borracho como tú…

Uno llevaba galones en los hombros, el otro cintas rojas en las mangas.

—¿En dónde estamos, vieja?… ¡Pero con unal… ¿Esta casa está sola?

—¿Y entonces, esa luz?… ¿Y ese chamaco?… ¡Vieja, queremos cenar, y que sea pronto! ¿Sales o te hacemos salir?

—¡Hombres malvados, me han matado mi perro!… ¿Qué les debía ni qué les comía mi pobrecito Palomo?

La mujer entró llevando a rastras el perro, muy blan¬co y muy gordo, con los ojos claros ya y el cuerpo suelto.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->¡Mira nomás qué chapetes, sargento!… Mi alma, no te enojes, yo te juro volverte tu casa un palomar; pero, ¡por Dios!…

No me mires airada…

No más enojos…

Mírame cariñosa, luz de mis ojos, acabó cantando el oficial con voz aguardentosa.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->Señora, ¿cómo se llama este ranchito? —pregun¬tó el sargento.

—Limón —contestó hosca la mujer, ya soplando las brasas del fogón y arrimando leña.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->¿Conque aquí es Limón?… ¡La tierra del famoso Demetrio Macías!… ¿Lo oye, mi teniente? Estamos en Limón.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->¿En Limón?… Bueno, para mí… ¡plin!… Ya sa-bes, sargento, si he de irme al infierno, nunca mejor que ahora…, que voy en buen caballo. ¡Mira nomás qué cachetitos de morenal… ¡Un perón para morderlo!…

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->Usted ha de conocer al bandido ese, señora… Yo estuve junto con él en la Penitenciaría de Escobedo.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->Sargento, tráeme una botella de tequila; he deci¬dido pasar la noche en amable compañía con esta morenita… ¿El coronel?… ¿Qué me hablas tú del coronel a estas horas?… ¡Que vaya mucho a…! Y si se enoja, pa mí… ¡plin!… Anda, sargento, dile al cabo que desen¬sille y eche de cenar. Yo aquí me quedo… Oye, chatita, deja a mi sargento que fría los blanquillos y caliente las gordas; tú ven acá conmigo. Mira, esta carterita apretada de billetes es sólo para ti. Es mi gusto. ¡Figúrate! Ando un poco borrachito por eso, y por eso también ha¬blo un poco ronco… ¡Como que en Guadalajara dejé la mitad de la campanilla y por el camino vengo escupiendo la otra mitad!… ¿Y qué le hace…? Es mi gusto. Sargento, mi botella, mi botella de tequila. Chata, es¬tás muy lejos; arrímate a echar un trago. ¿Cómo que no?… ¿Le tienes miedo a tu… marido… o lo que sea?… Si está metido en algún agujero dile que salga…, pa mí ¡plin!… Te aseguro que las ratas no me estorban.

Una silueta blanca llenó de pronto la boca oscura de la puerta.

—¡Demetrio Macías! —exclamó el sargento despa¬vorido, dando unos pasos atrás.

El teniente se puso de pie y enmudeció, quedóse frío e inmóvil como una estatua.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->¡Mátalos! —exclamó la mujer con la garganta seca.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->¡Ah, dispense, amigo!… Yo no sabía… Pero yo respeto a los valientes de veras.

Demetrio se quedó mirándolos y una sonrisa inso¬lente y despreciativa plegó sus líneas.

<!--[if !supportLists]-->— <!--[endif]-->Y no sólo los respeto, sino que también los quie-ro… Aquí tiene la mano de un amigo… Está bueno, Demetrio Macías, usted me desaira… Es porque no me conoce, es porque me ve en este perro y maldito oficio… ¡Qué quiere, amigo!… ¡Es uno pobre, tiene fa¬milia numerosa que mantener! Sargento, vámonos; yo respeto siempre la casa de un valiente, de un hombre de veras.

Luego que desaparecieron, la mujer abrazó estre¬chamente a Demetrio.

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