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Oacal


Enviado por   •  29 de Julio de 2012  •  2.056 Palabras (9 Páginas)  •  374 Visitas

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Oacal

Siete días completos duraron las celebraciones del Oacal. Las procesiones cruzaban Beleram hasta la explanada de la Casa de las Estrellas. Músicos y ofrendadores, bailari¬nes y malabaristas. Hombres que sostenían cañas del ancho de la avenida atiborradas de tórtolas, palomas, papagayos, búhos y cernícalos que con frecuencia abandonaban la caña para ir a posarse en los hombros o la cabeza de sus porta¬dores. Y cuando las procesiones llegaban a la Casa de las Estrellas, los Supremos Astrónomos salían a celebrar la ceremonia con ropas de oro.

Pero ya todo eso había terminado y el pueblo de Bele¬ram se reunía en el mercado para su mejor parte. La bebi¬da del oacal pasaba sin parar de las tinajas grandes a las pequeñas. Se atragantaban los hombres, se les corría el agua dulce por las comisuras. Había puestos que vendían ciruelas cubiertas con miel, puestos donde se apilaban pa¬nes y tortillas. En los braseros se mantenían calientes las carnes de ave cocidas con cardos y puerros, y el guiso de pescado.

Y era comer hasta hartarse. Y beber hasta que les llegaba primero la risa, y después los tumbos y el sueño del oacal. Aquel año, la celebración fue exasperada. Amaneciendo, podían verse cientos que dormían donde ya no pudieron mantenerse en pie. Los braseros se apagaron. Y en el fondo de las vasijas, se enfriaron los guisos sin jugo.

Un poco más tarde los puesteros despertaron. Era ho¬ra de limpiar los desperdicios en los alrededores de su fue¬go y preparar comidas para el día que comenzaba. Kupuka, entusiasta bebedor de oacal, había acabado durmiendo a la intemperie entre otros muchos roncadores. El Brujo se despertó con los trajines de la limpieza y los nuevos bue¬nos olores. Y cuando decidía quedarse, tirado de cara al sol, hasta que se le aligeraran las molestias de la borrachera, recordó el casamiento de Kuy-Kuyen y se marchó apurado.

Mucho más apurado que él, sin oacal y sin boda, Hoh-Quiú abandonó Beleram.

—He permanecido demasiado tiempo lejos de mi país —dijo el príncipe—. Y allá seguirán zumbando los enemi¬gos de todos los días. ¡Qué insignificantes parecen al lado del que enfrentamos! Y sin embargo, habrá que regresar a ocuparse de sus pobres intrigas.

Molitzmós había aprendido a sacarle provecho a esos desplantes que Hoh-Quiú repetía a menudo. Gracias a ellos se convencía de la justicia de su odio. Y el príncipe no los escatimaba. Más bien los recrudecía ante la presencia de Molitzmós, sin saber que echaba alimento a las razones de su enemigo.

"Extrañas criaturas son los hombres", pensaba Zabralkán escuchando a Hoh-Quiú. "Aunque el cauce grande los amenace de naufragio, ellos parecen entristecer un poco cuando la vida vuelve a su cauce ordinario".

Molitzmós esperó a que el príncipe terminara. Lue¬go se acercó a él y solicitó permiso para permanecer algu¬nos días más en Beleram. Se excusó con la boda de Cucub, al que llamó su hermano, y con la persistencia de un ma¬lestar que le dificultaría el viaje.

—Puedes hacerlo —dijo el príncipe—. Pero elige un animal veloz, y alcánzanos antes de las Colinas del Límite.

Cargados con obsequios, provisiones en abundancia, y varios de los mejores animales con cabellera para que se multiplicaran del otro lado de las Colinas, los Señores del Sol fueron los primeros extranjeros que abandonaron Beleram.

Desposar a Kuy-Kuyen era una buena razón para can¬tar. Así que Cucub estuvo dándole vueltas a su canción durante toda la mañana. "Crucé al otro miedo..." El inicio no era apropiado para la ocasión. "Pedí permiso al río..." Eso sí estaba bien, porque le recordaba la ceremonia en la que debió pedir el consentimiento de Thungür para la boda.

Más temprano, Kuy-Kuyen le había preguntado cuándo tendría ella su propia canción.

—Ya serás suficientemente zitzahay como para encon¬trarla —había respondido Cucub—. Y es posible que pa¬ra entonces yo sea tan husihuilke que haya olvidado la mía.

"Crucé al otro lejos..." Cucub seguía cantando mientras esperaba la hora precisa. Cantaba y repasaba su aspecto. Al baño en el río, le había agregado ese día una larga per¬manencia cerca de un fuego encendido con ramas del copal aromático. Se ahumó él, y ahumó su ropa antes de colo¬cársela. Cucub desechó algunas prendas, demasiado gas¬tadas. Pero agregó otras tantas. El resultado fue el mismo desorden de texturas y colores superpuestos. Y sobre su atuendo de boda, todo lo que siempre acostumbraba cargar: cintos, dardos, su flauta y su cerbatana, puntas de piedra, plumas y semillas. —Canta el amor —dijo Molitzmós a sus espaldas. Cucub se enojó de sólo oírlo y no tuvo ganas de disimular:

—Y el desamor se esconde para escuchar.

El Señor del Sol se rió a carcajadas.

—Me quedo acompañando tu boda, ¡Y mira cómo me

tratas! —dijo Molitzmós—. Te busqué para obsequiarte

el cuchillo que tanto bien hizo en la batalla de las Colinas.

Cucub no extendía la mano.

—Acéptalo —insistió Molitzmós—. No puedes desai¬rar un regalo de boda sin tener una razón de importancia. ¿La tienes, acaso?

Cucub no respondió, pero aceptó el cuchillo con una inclinación de cabeza.

—He oído que partirás con los husihuilkes —dijo Mo¬litzmós.

—Así es. Me iré con Kuy-Kuyen. Y cuidaré de la fami¬lia de Dulkancellin tal como se lo prometí.

—¡Qué bien! —Molitzmós sonrió por dentro y por fuera—. ¿Entonces Thungür perderá el mando de la casa?

—Thungür y otros cuantos se quedarán aquí, en Beleram. Hace falta quienes transformen a los zitzahay en buenos guerreros.

La conversación no tenía cómo prolongarse.

—Te saludo —dijo Molitzmós, yéndose. Pero dio me¬dia vuelta: Una cosa más. Un día llegaré a Los Confines y golpearé la puerta de tu casa.

Cucub reconoció la amenaza, mal disfrazada de cortesía.

—Es posible que cuando llegues Cucub tenga ya muchos hijos que salgan a recibirte.

La boda tuvo sus manjares, su música y sus vasijas des¬bordadas de oacal. En el centro de una

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