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Clementino Diógenes


Enviado por   •  5 de Junio de 2015  •  458 Palabras (2 Páginas)  •  140 Visitas

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Bitácora del capitán Clementino Diógenes:

4 de mayo del año en curso.

Hace dos noches hicimos escala en un tugurio en el que fue envenenada gran parte de la tripulación. Doña Lucha nos jugo una broma mortal con sus platillos que llama vulgarmente “quequas”. Muchos no pasaron de la primera noche; otros, al darse cuenta de la gravedad pidieron licencia a su capitán para marcharse a morir rodeado de sus seres queridos. El resto seguimos con la travesía.

Llegamos a nuestro destino; yo, el capitán, seguía sintiendo los estragos del hechizo malévolo de Doña Lucha. Por fuera parecía un castillo majestuoso pero apenas pasamos el umbral, un par de lugareños salvajes nos asaltaron y exigieron un tributo para permitirnos el paso al sitio, una cosa extraña, si me preguntan. Accedimos, les dimos el resto de monedas de oro que ocupaban nuestros bolsillos.

Apenas escucharon el tintineo del metal valioso sobre sus podridos dedos, se esfumaron, como si nunca hubieran estado allí. Mi tripulación, siempre leal y valiente, escasa entonces, y yo, su capitán por el que habrían arriesgado la vida si se los pidiera, seguimos adelante. Entonces nos encontramos con un centinela de cuatro patas, enorme, bestial y temible. Estaba en los huesos e inamovible, pero eso no le restaba una pizca de intimidación.

La tripulación, y yo incluido, desfallecimos luego de andar lo que parecieron horas en aquel sitio. Estaba desierto, desolado; era como si los habitantes, salvo los que reclamaron el tributo, hubieran huido con tal frenesí, como si se les hubiera venido encima el peor de los males y hubieran dejado tras de sí solo las piedras. Sin embargo, que ingenuos fuimos.

Decidimos andar en un solo grupo para enfrentar las adversidades en un solo frente, para cuidarnos mutuamente, como antes lo habíamos hecho. A ,lo lejos vimos una figura humana; específicamente, la de un hombre sentado y nos dirigimos allí. Al unisonó todos exclamamos algo, cada quien acorde a su cultura; no era nada y era todo. Si, se trataba un hombre sentado, pensando, pero no uno vivo sino uno de hierro. Entonces todos nos dimos cuenta de la cruenta realidad de aquel sitio. Nadie huyo. Nadie salió vivo de ahí. Las piedras que habíamos encontrado (y pisado) eran los pedazos incontables de los habitantes de aquella tierra.

Quizás habíamos perdido ya la esperanza de hallar el ansiado y prometido tesoro pero aun así seguimos adelante. Descendimos por una cueva que amenazaba con derrumbarse con cada paso y en la que se escuchaban voces de las que no era posible identificar la fuente.

Encontramos pinturas rupestres en nuestro andar; no pudimos saber que era lo que decían o a que se referían o que historia contaban pues nuestro historiador había muerto también, sin embargo, nos helaron la piel.

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