El Porquerizo
BosquejonTutorial13 de Agosto de 2013
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CUENTO
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Si alguien encuentra reminiscencias de"El Porquerizo" de Hans Christian Andersen no es algo involuntario. Muy por el contrario.
Dicen que hace tiempo, en cierto lugar, hubo una canción muy famosa:
Ay, Serafín
todo tiene su fin.
Que sí, que no,
que todo se acabó.
Pasó el tiempo y la canción pasó de moda. Sólo una viejita la recordaba y la seguía cantando. Yo le pregunté si le gustaba mucho la canción. Ella me dijo que sí. Yo le pregunté por qué.
La viejita se fue sin decirme nada. Pero luego regresó y me dijo: "Siéntate, muchacho, te voy a contar un cuento".
Yo me senté en una de las bancas de la plaza principal y ella me contó su cuento:
"En este pueblo, hace muchos años, vivía una princesa. Todas la noches soñaba que
un gran príncipe venía a pedirla en matrimonio:
En este mismo pueblo vivía también un príncipe. Pero era un príncipe muy pobre. Para seguir siendo príncipe tenía que trabajar.
En su castillo, que no era castillo sino una casita muy chiquita, ahí tenía un jardín de rosas. Bueno, tampoco era un jardín, sino un grupo de macetas apretujadas. Eso sí, en las macetas había rosas.
Por las mañanas, antes de irse a trabajar, el príncipe regaba su jardín. Por las noches, antes de irse a dormir, también.
Y los domingos, el príncipe se daba un buen baño y hasta se perfumaba. Cortaba la mejor de sus rosas para ponérsela en alguno de los muchos agujeros que tenía su capa. Una capa elegante, pero vieja.
Todo esto lo hacía porque los domingos por la tarde había que salir a la plaza principal. Ahí muchas princesas, con sus damas de compañía, salían a dar la vuelta.
Un domingo, en una de esas tantas vueltas a la plaza principal, se encontraron.
¿Quiénes? La princesa que soñaba con un gran príncipe y el príncipe que tenía que trabajar para seguir siendo príncipe.
La primera vez sólo se miraron. La segunda vez intercambiaron sonrisas. A la siguiente, una ligera inclinación de cabeza. Y para la última vuelta de la tarde, el príncipe decidió acercársele a la princesa:
—Buenas tardes, ¿cómo está usted?
—Pues yo bien, ¿y usted?
—Pues yo también.
—¿Dando la vuelta?
—Sí. ¿Y usted?
—Pues yo también.
El príncipe tomó la rosa que traía consigo y se la dio a la princesa. Hizo una reverencia y le dijo: —Aunque suene a imprudencia, quiero hacerle una confidencia.
—¿Qué clase de confidencia es esa? —preguntó la princesa.
El príncipe le dijo: —Aunque suene a impertinencia, yo la quiero para quererla con mucha querencia.
—Mire usted nada más, qué impaciencia —le dijo la princesa—. Pero fíjese usted que en este momento no quiero ser de nadie la querencia.
El príncipe le preguntó que por qué tanta resistencia.
La princesa contestó:
—Yo sé lo que son las querencias. Toda querencia tiene un principio y un final. Y después de la querencia viene la ausencia.
El príncipe preguntó: —¿Pero de dónde le viene tal creencia?
—Es cosa de la experiencia.
El príncipe rápidamente aclaró: —La sola experiencia no hace a la ciencia. Y el amor es una ciencia.
—Mucha ciencia mucha ciencia, pero el amor también es inclemencia.
—Es una cosa de conciencia.
—También de inconsistencia.
—Para eso yo tengo un remedio —dijo el príncipe.
—¿Cuál es?
—Pues la diaria presencia.
Y la princesa dijo: —Ante tanta insistencia, creo que tendré benevolencia.
El príncipe se puso muy contento, pero la princesa le dijo: —Momento joven, momento; todavía está por verse si usted es de mi conveniencia.
—Pues claro que lo soy —dijo el príncipe en voz baja.
—Y hay una cosa más —dijo la princesa.
—¿Qué más?
—Que mis padres den su anuencia.
—¿Que den su qué?
—Su anuencia.
El príncipe quiso preguntar qué era eso de la anuencia, pero mejor se quedó con su duda-dudencia. No fuera a ser que a la princesa le entrara la decepción-decepcionencia. Por eso mejor fue que dijo:
—Si es así, pronto quiero hablar con su excelencia. Y en voz baja añadió:
—A lo mejor me regala tantita anuencia, y pues entonces ya.
—Prudencia, joven, prudencia —dijo la princesa.
—No conozco a ninguna Prudencia. ¿O así se llama la que viene por ahí?
—No, joven. Digo prudencia, que es paciencia. O sea: calma, cálmex, calmantes montes. En otras palabras: calmencia.
Y el príncipe contestó: —Muchas gracias por la advertencia.
La princesa le dijo que al día siguiente le tendría una respuesta. —Por ahora, discúlpeme, pero un estornudo está por salírseme sin decencia.
El príncipe regresó esa noche muy contento a su castillo. Regó su jardín y luego se acostó en su cama real.
Y esa noche, nomás no pudo dormir. Un poco porque estaba contento y un mucho por los rechinidos reales de su cama.
Pero al día siguiente por la tarde, el príncipe ya esperaba en la plaza con mucha impaciencia. La princesa no aparecía.
Por fin, una de las damas de compañía se acercó al príncipe y le dijo:—La princesa manda decir que tal vez sí.
El muchacho quiso preguntar algo más, pero la dama de compañía se alejó muy rápido de ahí.
Al día siguiente, toda la mañana se la pasó comiendo ansias. Ya le andaba por saber qué le dirían esa tarde.
Nuevamente fue a la plaza y ahora tuvo que esperar un rato enorme antes de que apareciera una de las damas de compañía.
—Anda, pronto, di qué cosa manda decir mi princesa.
La dama de compañía lo miró un momento y luego le dijo: —Ella dice que tal vez no.
—¿Entonces, no? —preguntó el príncipe con mucho desaliento.
—No —dijo la dama—. No confundas. Ella no dijo que no. Nada más dijo que tal vez no. Y tal vez no, no es igual a decir que no. No es no. Y tal vez no es tal vez no.
—Ah —dijo el príncipe, que tal vez no había entendido. (O tal vez sí. Quién sabe).
Al día siguiente el príncipe se volvió a presentar en la plaza. Pero esta vez no vino nadie. No hubo mensaje.
Lo mismo pasó al otro y al otro.
Llegó el domingo y el príncipe volvió a ponerse su mejor rosa en uno de los agujeros de la capa. Salió a la plaza y dio sus vueltas mirando a cada princesa que pasaba a su lado.
Y es que creo que se me olvidaba decir que en la plaza las princesas giran en un sentido y los príncipes giran al contrario. Por eso sus miradas pueden cruzarse.
En una de tantas vueltas, el príncipe volvió a encontrarse con la princesa del domingo anterior. Sin esperar más nada fue con ella a hacer acto de presencia.
—Perdone mi insistencia —dijo el príncipe—, pero es que es muy grande mi querencia.
—Eso quisiera ver —dijo la princesa— pues yo no tengo urgencia.
El príncipe le dijo: —Mi amor siempre tendrá vigencia y por si mi nombre no sabe soy Luis Placencia.
—Encantada —dijo la princesa—. Yo soy Inocencia.
La princesa se alejó. El príncipe se quedó pensando en cómo demostrar su insistencia y su gran querencia. "Tal vez será cosa de hacer un poco de adulancia. O tal vez de jactancia... Uy, qué complicancia".
Ya en su casa, el príncipe se puso piense y piense mientras miraba su rosa. De pronto, dio un grito y un enorme salto, porque le parecía que había encontrado finalmente la respuesta:
"Si bien no soy de los que tienen opulencia, bien puedo decir que soy de los que tienen inteligencia".
Y el príncipe le envió un ramo con sus mejores rosas a la princesa.
Al día siguiente se apareció por la plaza y se puso a dar vueltas y vueltas. Al poco rato llegó una de las damas de compañía que le dijo: —Dice la princesa que es usted muy amable.
Los otros días fue el príncipe a la plaza a ver si había alguna novedad de la princesa, pero no la hubo.
Pensó que tal vez era tiempo de otro regalo. Puso su ingenio a trabajar y armó una cajita musical con un muñequito que parecía cantar la canción de moda:
Ay, Serafín
todo tiene su fin.
Que sí, que no,
que todo se acabó.
El príncipe mandó el regalo y al día siguiente se fue a la plaza a dar vueltas. Al poco rato apareció la dama de compañía con un recado: —Dice la princesa que es usted un encanto.
El príncipe se fue muy contento a su casa.
Al día siguiente fue a la plaza y se encontró con la dama de compañía de todos los días. Ella le dijo: —La princesa dice que buenas tardes y que siempre la recuerde.
El príncipe se puso más contento todavía. Llegó a su casa y tomó un lápiz y un papel. Empezó a dibujar una plaza. En la plaza estaban un muchacho y una muchacha.
Terminado el dibujo lo mandó a la princesa.
Al día siguiente se fue a la plaza a esperar alguna noticia. La dama de compañía de todos los días le dijo: —De parte de la princesa, gracias.
El príncipe, ya encarrerado, se puso a hacer otro dibujo. Esta vez sería un retrato de la princesa.
De pronto, el príncipe tuvo una duda: hacía mucho que no veía a la princesa. Ya no
...