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Manzanita


Enviado por   •  5 de Diciembre de 2012  •  3.306 Palabras (14 Páginas)  •  577 Visitas

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Cuando llegaron las grandes, olorosas y sonrosadas manzanas del Norte, la Manzanita criolla se sintió perdida.

—¿Qué voy a hacer yo ahora –se lamentaba–, ahora que han llegado esas manzanas extranjeras tan bonitas y perfumadas? ¿Quién va a quererme a mí? ¿Quién va a querer llevarme, ni sembrarme, ni cuidarme, ni comerme ni siquiera en dulce?

La Manzanita se sintió perdida, y se puso a cavilar en un rincón. La gente entraba y salía de la frutería. Manzanita les oía decir:

—¡Qué preciosidad de manzanas! Déme una.

—Déme dos.

—Déme tres.

Una viejecita miraba con codicia a las brillantes y coloreadas norteñas; suspiró y dijo:

—Medio kilo de manzanitas criollas, marchante; ¡que no sean demasiado agrias, ni demasiado duras, ni demasiado fruncidas!

La Manzanita se sintió avergonzada, y empezó a ponerse coloradita por un lado, cosa que rara vez le sucedía.

Y las manzanas del Norte iban saliendo de sus cajas, donde estaban rodeadas de fina paja, recostadas sobre aserrín, coquetonamente envueltas en el más suave papel de seda. Habían sido traídas en avión desde muy lejos, y todavía parecían un poco aturdidas del viaje, lo que las hacía aún más apetitosas y encantadoras.

—A mí me traen en sacos, en burro, y después me echan en un rincón en el suelo pelado… –cavilaba Manzanita, con lágrimas en los ojos, rumiando su amargura.

Estaba cada vez más preocupada. Aunque a nadie había dicho palabra de sus tribulaciones, las otras frutas, sus vecinas, veían claramente lo que le pasaba; pero tampoco decían nada, por discreción. Hablaban del calor que hacía; de la lluvia y el sol; de los pájaros, los insectos y la tierra; o bien cambiaban reflexiones acerca de las gentes que entraban o salían de la frutería, en tanto que la pobre Manzanita se mordía los labios y se tragaba sus lágrimas en silencio.

Ya las norteñas se acababan, se agotaban; ya el frutero traía nuevas cajas repletas, con mil remilgos y cuidados, como si fueran tesoros que se echaba sobre los hombros. La Manzanita no pudo aguantarse más.

—Señor Coco… –llamó en voz baja, dirigiéndose a uno de sus más próximos vecinos, un señor Coco de la Costa, que estaba allí envuelto en su verde corteza.

—Usted que es tan duro, señor Coco –repitió Manzanita con voz entrecortada y llorosa–; que a nada le teme; que se cae desde lo alto de los brazos de su mamá, y en vez de ponerse a llorar, son las piedras las que lloran si usted les cae encima…

Esto ofendió un tanto al buen señor Coco, el cual creyó necesario hacer una aclaratoria, poniendo las cosas en su puesto.

—Es cierto que soy duro –explicó–, pero eso no quiere decir que no tenga corazón. Es mi exterior, que es así. Por dentro soy blando, tierno y suave como una capita de algodón.

—Es lo que yo digo, señor don Coco –se apresuró a conceder la Manzanita–. Yo sé que su agua es saladita como las lágrimas, y que eso viene de su gran corazón que usted tiene.

—Así es –asintió el buen Coco, satisfecho–. ¿Y qué quería usted decirme, amiga Manzanita? ¡Estoy para servirle!

—Ya usted se habrá fijado –dijo la Manzanita, conteniendo a duras penas sus sollozos– en lo que está pasando aquí en la frutería. Esas del Norte, ¡esas intrusas! ocupan la atención de todo el mundo, y todos las encuentran muy de su gusto, señor Coco, ¡señor Coooooooco!… –y la pobre Manzanita rompió a llorar a lágrima viva.

El Coco no hallaba qué hacer ni qué decirle a Manzanita. Viendo esto otra vecina, se acercó pausadamente para tratar de consolarla.

—¡Ay, señora Lechosa! –gimió Manzanita echándole los brazos al cuello–. ¡Qué desgracia la mía!

—Cálmate, Manzanita, cálmate –le decía maternalmente la Lechosa (que era una señora Lechosa bastante madura y corpulenta).

Volviéndose hacia otro de los vecinos, con los ojos húmedos –tan blanda así era–, preguntó la Lechosa:

—¿Qué me dice usted de esto, señor Aguacate? ¿No comparte el dolor de Manzanita? ¡Usted, que parece una lágrima verde a punto de caer!

—¡Ay, cómo no, señora Lechosa! –se apresuró a decir el Aguacate, rodando ladeado hasta los pies de Manzanita–. Mi piel puede ser dura y seca, pero por dentro me derrito como mantequilla.

En esto se desprendió un Cambur de uno de los racimos que colgaban del techo, y fue a caerle encima a la Guanábana. Pero la Guanábana no se irritó ni protestó, ni siquiera pareció darse cuenta de lo sucedido; es tan buena ella, que hasta las mismas espinas que la protegen por fuera, son tiernas a tal punto que un bebé puede aplastarlas con la yema de su dedito. Pero la Naranja también había acudido a consolar a Manzanita, y se puso amarilla de rabia –amarilla como un limón.

—Esos Cambures… –dijo desdeñosamente–. Siempre cayéndole a una encima.

—¿Qué se habrá creído la Naranja? –refunfuñó el Cambur–. Nada más que porque es redonda y amarilla, ya se cree el Sol.

La Naranja se puso aún más encendida, como fuego.

—Nosotros somos tan amarillos como ustedes –le gritó un contrahecho Topocho pintón.

—Yo también soy amarillita –murmuró la Pomarrosa dentro de una cesta.

—Sí, sí, amarilla –rieron los Nísperos–, pero hueles demasiado, te echaste encima todo el perfume.

—No les hagas caso, Pomarrosa –le dijo al oído la Parcha–. Ésos parecen papas; están envidiosos de tu color, y porque no huelen tanto como tú.

La Parcha Granadina, la señora Badea, había llorado también, y tenía la redonda cara más lisa y lustrosa que de costumbre.

—Oiga, señora Parcha –le dijeron unos Mamones–, ¿por qué no le pide prestada su pelusilla al Durazno, y se la unta en la cara para que no se vea

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