Cristiansmo
cnietop8 de Diciembre de 2012
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El cambio político en México y sus analistas,
por Gabriel Falcón Morales
En los años recientes, específicamente en los años posteriores al triunfo de la oposición en las elecciones federales de 1997, que tuvieron como consecuencia el control de la mayoría en el congreso, los analistas políticos han dedicado gran parte de su tiempo y esfuerzo intelectual, a la comprensión y explicación del proceso de cambio político que acontece en el sistema político de nuestro país. La palabra recurrente es la de transición, que ha dividido perspectivas y puntos de vista, desde quienes consideran que la transición ya se cerró, hasta quienes hoy a más de un semestre del gobierno foxista, perciben que la mentada transición abortó. Dentro de la literatura del ámbito académico que ha producido textos de análisis que buscan rebasar los límites del cubículo, comento ahora tres que me parecen fundamentales para la comprensión del presente, estos son: El antiguo régimen y la transición en México, (1999) de Jesús Silva-Herzog Márquez; Memorial del mañana, (1999) de Federico Reyes Heroles; y, México: La ceniza y la semilla, (2000) de Héctor Aguilar Camín. De generaciones diferentes, pero cercanas en el tiempo, estos autores comparten, desde diversas trayectorias, principios y valores políticos, que se engarzan con una tradición liberal y democrática que se busca construir, al tiempo de continuar. Veamos algunas ideas que destacaré por su importancia.
Abogado y con un posgrado en ciencia política, el heredero de la dinastía política de los Silva Herzog, el maestro del ITAM, Jesús Silva-Herzog Márquez, publica el mencionado libro en los tiempos de las campañas presidenciales las elecciones pasadas, proyectando una reflexión crítica sobre las posibilidades y los riesgos de la alternancia en el poder.
Siguiendo la tradición de la zoología política, que vincula al Estado o al sistema político con algún animal, desde el bíblico Leviatán de Hobbes hasta el Ogro filantrópico de Paz, el autor toma la figura del ornitorrinco para indicar, en su comparación con el sistema político mexicano, de estirpe priista, la naturaleza compleja y ambigüa del mismo. “Como ocurre con el ornitorrinco, –apunta el articulista del periódico Reforma- el retrato del régimen mexicano resulta una criatura repleta de peros. Autoritario pero civil; no competitivo pero con elecciones periódicas; hiperpresidencialista pero con una larga continuidad institucional; con un partido hegemónico de origen revolucionario pero sin una ideología cerrada; corporativo pero inclusivo” (p.18). Efectivamente, una de las virtudes del sistema político mexicano radicó precisamente, en esa serie de rasgos paradójicos que convivían y se mezclaban, no siempre con armónica fluidez, por así decirlo. La gran crisis político-cultural del 68 fue quizá, junto con la ruptura al interior del PRI en el 88, las que agrietaron un sistema que parecía invencible y que se había convertido para muchos estudiosos en un verdadero enigma.
La primera parte revisa el pasado reciente del país, sobre el periodo postrevolucionario, que marcó, entre otras cosas, a la manera de hacer política a través de mitos como el nacionalismo, el proteccionismo económico y la chabacanería cultural. El diagnóstico es crítico: “Si en términos políticos el nacionalismo sirvió de apoyo a un régimen autoritario, y en términos económicos solapó un sistema poco competitivo, en el ámbito cultural fomentó la impostura y la mediocridad” (p.20). Pero el asunto más grave radica hoy en el vacío legal en el que subsistimos. “En la improbable sujeción del poder a la norma se sintetiza el subdesarrollo político del país” (p.35). La Constitución ha permanecido dormida, en gran medida, desde 1917, al menos. ¿Cuál fue entonces, el arreglo mediante el cual se selló la unidad del sistema, (nunca total, pero sí suficiente para lograr un consenso)? El patrimonialismo, la corrupción, la impunidad: tríada de lacras que hemos arrastrado durante mucho tiempo. Aunque simpatizante de las reformas constitucionales, Silva-Herzog prefiere pensar en una normatividad que se volviera costumbre ciudadana.
Tal vez uno de los capítulos más interesantes es el irónicamente titulado “Transitocracia”, en el que se critica el (des)arreglo político en el que los partidos políticos paralizan al congreso al no llegar a acuerdos. Señala el autor: “Si el autoritarismo se sostiene en el puño y la democracia en el diálogo, la transitocracia descansa en la sordera”(p.63). En este contexto se presenta una perversión de la política que el mismo Aguilar Camín observa en el quehacer político mexicano: la mala fama de la negociación política. Para desgracia del PAN, pero también para la vida pública mexicana, se acuñó el término “concertacesión”, a partir del caso Guanajuato, manchando en delante cualquier pacto o arreglo como espurio. “Incapaces de emigrar del pasado, nuestros dirigentes están bien equipados para la denuncia, para el obstáculo, para la amenaza, pero están lisiados para el convenio constructivo”(p.68).
Silva-Herzog, sin embargo, es optimista con respecto a la transición, al señalar que si bien la tentación autoritaria podría regresar por vía de la demagogia, del democratismo (el espíritu anti-institucional que aboga por la democracia directa), la alternancia en el congreso con dominio de la oposición, así como los gobiernos divididos en los estados, han dejado agonizante al presidencialismo. Coincidiendo con la idea que ya desde 1985, Gabriel Zaid puso a circular en el sentido de que el cambio venía de la periferia al centro, de los estados a la capital, de las gubernaturas de oposición al poder ejecutivo, en fin, la “suma de transiciones regionales” (p.71), que posibilitaron el cambio democratizador que se ha profundizado en los últimos meses.
En fin, el texto presenta ideas dignas de considerarse (su reivindicación de la prudencia política como valor político a rescatar), aunque existan también, considero, de pronto injustas, por severas, críticas a la prensa, por ejemplo. He insistido en que con todo y sus excesos, la prensa mexicana en su conjunto, sobre todo la escrita, no ha exagerado tanto su papel, y ha adolecido en todo caso, más del viejo servilismo que de la crítica irresponsable y amarillista, aunque haya por aquí y allá ejemplos de ello sin lugar a dudas. Podría terminar esta breve reseña, citando la paradoja (aparente) que se expresa en las siguientes líneas: “Estoy convencido de que el proyecto de desarrollo para México debe ser esencialmente liberal. Precisamente por ello necesita un estado fuerte” (p.115). Reflexionemos sobre ello.
Compañero de Silva-Herzog Márquez en el programa televisivo de análisis político Primer plano(lunes a las 10pm en el canal 11 del Politécnico), Federico Reyes Heroles, de apellido y tradición política también, recopiló algunos artículos en el texto Memorial del mañana. De carácter denunciatorio, con una retórica a veces exageradamente enfática, el politólogo sitúa sus análisis en un contexto mundial y nacional, tratando de identificar los problemas neurálgicos del planeta y el país.
El texto abre con el discurso que dio en la Universidad de Guadalajara dentro del programa de la “Cátedra Julio Cortázar”, en el que, después de un diagnóstico severo de la realidad política y social del momento, propone una cultura de la tolerancia para la consolidación de los procesos modernizadores en las democracias contemporáneas. “La democracia formal es frágil –sostiene Reyes- sin un cimiento sólido de cultura democrática” (p.31). Para ello es indispensable promover un Estado laico y un espíritu ciudadano laico, que mantenga la separación entre lo que corresponde a lo terrenal y lo que le corresponde a lo espiritual. Esto significa que debe fomentarse una cultura tolerante, que reconozca y respete la diferencia. Para ello el autor recomienda: “Los diccionarios de las religiones deberían estar en todas las escuelas del mundo, simplemente como una enseñanza de pluralidad” (p.47). Es necesario luchar así por una ciudadanía multicultural.
Reyes Heroles hace una defensa a ultranza a lo largo del texto, de la democracia, postulando a la libertad como el valor básico de la misma y a la tolerancia como instrumento de pacífica convivencia. Esta podría ser hoy nuestra mínima utopía. Nuestro autor no cree que las utopías hayan dejado de ser convenientes. “La utopía –escribe en la pág.57- implica lo colectivo y ello invoca, inexorablemente, el carácter universal que, ..., es ficción, utilísima ficción, imprescindible ficción, que nos permite fijar nuevos límites, incluso para la individualidad.” Pero la estación verdaderamente difícil de arribar es la paz. Ese valor que el mismo Kant propuso como seña de identidad y de horizonte para una humanidad en perpetuas guerras. No cabe duda que hoy, como en el siglo XVIII, seguimos soñando con ello.
En el mismo tenor que nuestro anterior autor comentado, Reyes Heroles sentencia: “No existen democracias estables sin Estado fuerte” (p.69). Lo cual no implica apelar a la mano dura, al modelo autoritario, sino, todo lo contrario, a la democracia. El camino se irá asfaltando, según Reyes, con el fomento a la vida ciudadana, la opinión pública y los partidos políticos. De nuevo aparece la necesidad de una cultura política ciudadana que sostenga principios democráticos, que alejen las tentaciones autoritarias de recurrir al líder carismático, pero corrupto, estilo Fujimori o Chávez.
En el apartado “Políticas de Estado” propone
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