Dispierto
robinson1730 de Abril de 2013
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DESPIERTO, Y
AÚN ESTOY CONTIGO
H
ay momentos en la vida que nos hacen sentir nervio-
sos. Un examen nal en la universidad o enfrentar a
los suegros para pedir la mano de la novia, por ejemplo.
¡Imagínate los nervios el día que conocemos al amor de
nuestra vida! Sentimos mariposas que vuelan en nuestro
estómago. No sabemos cómo comportarnos o qué decir,
y cuando por n creemos tener las palabras adecuadas,
decimos lo primero que se nos ocurre, nos tiembla la voz
y luego enmudecemos. Se nos acaban las ideas y nos da-
mos cuenta que la gran conversación que soñábamos te-
ner terminó en pocos minutos.
Ni hablar del día de la boda. Siempre hay algo que se
nos olvida, o peor aún, recordamos en la luna de miel que
olvidamos invitar a alguien a la ceremonia. Otro evento
que nos pone muy nerviosos es el nacimiento de nues-
tros hijos. En mi caso, recuerdo que había planeado cada
detalle con el doctor que atendía a mi esposa. El plan era
que estuviera presente durante el alumbramiento, pero
cuando llegó el momento de ir a la sala de operaciones,
el doctor me vio tan nervioso que solo apretó mi mano y
empujándome suavemente dijo: «Lo veo más tarde». Sin
más, me dejó parado en el pasillo y se fue.
La verdad es que cada quien tiene sus momentos, y
no todos sentimos los mismos nervios por las mismas
situaciones. Pero pocas veces me he sentido tan nervioso
como aquel gran día de agosto de 1994. Estaba a punto
de entrar en una de las iglesias más importantes de aquel
entonces para gozar de una de sus famosas reuniones de
avivamiento. Hacía más de once años que estaba orando
por un mayor avivamiento en mi vida. Buscaba la pre-
sencia del Señor y su unción con todo mi corazón. Había
escuchado que en esas reuniones el poder de Dios se de-
rramaba intensamente, tanto que podía sentirse hasta en
los parqueos del lugar. Mi expectativa era muy grande.
Esperaba que al cruzar la puerta de entrada el Espíritu
Santo viniera sobre mí y me dejara tendido en el piso.
Imaginaba que al levantarme sería el hombre más ungido
que pudiera existir.
Cuando nalmente logré entrar, sufrí una gran de-
silusión. El poder del Señor era real y estaba allí, solo un
necio podía negarlo. Había muchas personas tocadas por
el Espíritu Santo, pero a mí no me sucedía nada, por lo
menos no de la misma forma que a la mayoría.
A veces sentía un pequeño hormigueo sobre mi piel,
pero eso era todo. Después de varios días de asistir a es-
tas reuniones, doce para ser exacto, me frustré muchísi-
mo. No me sucedía nada a pesar de ir dos veces diarias,
o sea, un promedio de siete horas por día.
¿Puedes imaginarlo? Orar durante más de once años,
manteniendo una vida en santidad, sirviendo al Señor y
que… ¡no suceda nada! Comencé a cuestionarme seria-
mente muchas cosas. No podía negar que el poder de
Dios estaba allí, pero no podía a rmar que yo lo tuviera.
Cuando el predicador llamaba a quienes querían re-
cibir la unción, es decir el poder de Dios, yo corría para
estar en primera la, y después de la oración, mientras to-
dos caían bajo el poder del Señor, seguía allí de pie. A esto
debía agregar el hecho de que mi esposa era constante-
mente llena del poder del Espíritu Santo. Cada noche, con
su mejor intención, intentaba explicarme cómo recibía el
poder de Dios y se empeñaba en motivarme a imitarla.
Sonia bebía tanto de los ríos de Dios que en una oca-
sión, cuando bajamos del auto para entrar a la iglesia,
noté que no llevaba su Biblia. Le pregunté la razón ya que
ella siempre la llevaba consigo, no solo por ser cristiana,
sino porque era esposa de un pastor y debía dar el ejem-
plo. Sonriendo me respondió: «Hoy voy a beber tanto del
Espíritu que me vas a tener que sacar del lugar cargada
sobre tus brazos».
Efectivamente, durante la reunión Sonia fue tocada
por el poder de Dios y quedó completamente llena de
su presencia. La experiencia fue tan intensa que cuan-
do estaba tirada sobre la alfombra me acerqué, la moví
un poco y le dije: «Te bajó la presión, ¿verdad?». Ella giró
lentamente su cara y me dirigió una mirada tan intensa
que te aseguro en ese momento recibí el don de interpre-
tación de miradas y me dije a mí mismo: «Creo que es
tiempo de salir y tomarme un cafecito».
Momentos más tarde tenía que cargar a mi esposa total-
mente llena de la presencia de Dios. Obviamente, ante
estas evidencias mi frustración fue en aumento, al punto
que un día, sentado en las gradas de aquel templo, em-
pecé a llorar como un niño que ha perdido a su ser más
querido. Entonces le pregunté a Dios por qué no recibía
aquella poderosa unción como lo hacían los demás. Yo era
un hombre de oración que dedicaba más de una hora dia-
ria a hablar con él, además ayunaba y vivía en santidad.
Fue allí que Dios me confrontó:
—Carlos, tu problema es la fe —me dijo el Señor.
—Pero soy una persona a quien otros miran como hom-
bre de fe —dije.
—Mírate, tienes dinero en tu cuenta y no puedes com-
prarte con gozo un buen par de zapatos
En ese momento, Dios me desa ó y cambió mi actitud.
—Si no puedes tener fe para un par de zapatos, ¿cómo
puedes tener fe para ver mi gloria? ¿Qué es mayor: Mi
gloria o unos zapatos?
Sinceramente, re exioné mucho sobre la idea de escribir
esta experiencia, pero no puedo dejar de hacerlo, porque
aunque parezca ridículo, esta
simple pregunta cambió mi vida
entera.
Por otro lado, la Biblia está llena
de casos en los que Dios envía a
personas a hacer cosas muy ra-
ras. Creo que eso me consoló y
motivó a seguir. Por favor, medita
por un momento, si no tenemos
fe para lo material, ¿cómo la ten-
dremos para lo espiritual? Si no
tengo fe para lo pequeño, ¿cómo la tendré para lo grande?
En mi caso, antes que la unción vino la confrontación.
Comprendí que sin fe es imposible agradar a Dios, así que
al día siguiente ejercí mi fe en todo lo que hice, incluyen-
do, por supuesto, la compra de un buen par de zapatos.
Por la noche el milagro sucedió. Le había pedido al pastor
de aquella iglesia que le encargara al predicador que orara
por mí el próximo domingo durante el servicio y él había
accedido, pero aquella noche el Espíritu Santo me dijo:
«Ya tienes lo que deseas, puedes volver a casa».
Le creí y decidí regresar, aunque no había sentido
nada realmente poderoso. Esa noche mi esposa y yo nos
fuimos al dormitorio, y cuando estábamos acostados, ce-
rré mis ojos intentando descansar y comencé a sentir que
me cubrían con una cobija o edredón. Pensé que era mi
esposa protegiéndome del aire acondicionado. Después
sentí que pusieron otra cobija y luego otra, tanto que el
peso hizo que me empezara a hundir en la cama. Enton-
ces abrí los ojos para ver qué sucedía y con sorpresa des-
cubrí que no había ninguna cobija extra sobre mí, es más,
no tenía encima otra cosa que una sábana muy liviana.
Mi esposa y yo nos estábamos hundiendo del peso que
había sobre nosotros.
Giré mi rostro para ver a mi esposa y le dije: «Sonia, es
él, es él». Ella sonrió y me dijo: «Sí, es él». Efectivamente,
aquello era el peso de su poder, era su misma presencia
mani esta sobre nosotros. Esa poderosa unción que ha-
bía buscado durante años no vino cuando alguien oró por
mí, sino cuando le creí a Dios.
Desde aquel día experimenté una gloriosa visitación
del Espíritu Santo en mi vida y ministerio. Su fuerza ha
sido constante hasta el día de hoy. Su visitación fue tan in-
tensa que no pude dormir por noches enteras. Su presen-
cia me envolvió como un suave pero pesado manto carga-
do de poder. Era algo literalmente palpable, un peso sobre
mí y una fuerte corriente eléctrica que bajaba y subía por
todo mi cuerpo. Su Palabra venía a mi mente durante ho-
ras como una lluvia de versículos que me transformaron.
Las horas pasaban hasta que por la ventana de mi dormi-
torio se dejaban ver los primeros rayos del sol, y como el
Salmo 139:18 (RVR-1960) declara: «Despierto, y aún estoy
contigo» fue un hecho que se hizo realidad en mi vida.
Lo más hermoso de esto es que luego de más de quin-
ce años aún sigue conmigo. Es maravilloso saber que la
presencia de Dios, en quien he creído, se mani esta sin
reservas, que puedo pasar noches enteras ante él, incluso
hasta ver amanecer, y disfruto su visitación. Dios sabe por
cuánto tiempo
...