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amigoluis12 de Septiembre de 2011
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LAS CRUCES SOBRE EL AGUA
La novela es, en general, de carácter histórico-sociológico, y, en particular, de raigambre y desarrollo épico. Los rasgos fundamentales de esta obra época es que cuenta hechos históricos conocidos, es decir se asienta en el pasado de un pueblo, como el de Guayaquil, donde la vida, los amores, esperanzas y desesperos de la gente de los barrios pobres o marginales de la ciudad constituyen la anticipación y la textura social para el despliegue de un magno acontecimiento como fue la carnicería del 15 de noviembre de 1922 a cargo de los militares. El estilo es directo, objetivo, con los diálogos de protagonistas y extras funcionarios en ágil mezcla de escenas y cuadros dinámicos que dan visos de inmediatez y contundencia al relato:
¡Pan es lo que hay que exigir!
-Que suban el jornal esos caimanes!
-Queremos la baja del cambio
¡No! ¡No! ¡No!
-No! Fuera esos vendidos!
-Abajo el hambre!
La agitación se comunicaba a través de la gente en grandes oleadas. Su contacto venía a sacudir la tensión de Alfonso. No hallando puesto en las bancas, se arrimó de espaldas a un balcón. Alfredo, con quien vino a la asamblea, tuvo que subir a sentarse a la mesa del comité de huelga: representaba a los de su ramo.
Desde donde estaba, codo con codo con la multitud. Alfonso lo veía entre los otros dirigentes, imperturbable la sonrisa y más inquieta que nunca su cabeza de gallo.
Al entrar, le había preguntado:
- ¿Así que vos no creíste hallar tanta gente?
- No me figuré.
- Claro, a mi me pasaba lo mismo: y peor cuando sólo sabía del paro por los periódicos. ¡Alharacas, decía porque para alharaquientos búsquenos! Pero es algo más.
También Alfonso lo creía ya. Empezaba a respirar fuerte. La sangre le corría. A su alrededor, dentro del salón de la Sociedad de Cacahueros Tomás Briones, y fuera, en la oscura plazoleta de San Agustín, la muchedumbre se estriaba de impulso, con la unanimidad de las espigas de arroz en las vegas. Cuando lo rodeaba era inverosímil e intenso como los sueños.
Las paredes de tablas sin pintar, encrudecidas por la luz de las linternas, las reconocía, viejamente vistas, ignorando dónde. Pendían de ellas retratos de los fundadores de la institución, anónimos héroes obreros de duras mandíbulas y frentes curtidas. Asomaba entre ellos sin diferenciarse, la cara de viejo criollo exaltado del general Alfaro.
No, no era Alfonso un extraño allí. Cada minuto lo sentía mejor. Como gato en tempestad, sus ademanes se hacían espantadizos y seguros: ¡a sus anchas! Viró hacia el ruedo de casas de la plazoleta. El suelo, de lomos y bajíos, marcaba la desigual colocación de los miles de personas. Los movimientos y las voces bullían. Trepaban las torres inconclusas de la iglesia, hacia las nubes de garúa. Arriba del andamiaje, brotaba una erizada cabellera de espigones de fierro.
¿Extraño? ¡Qué iba a serlo! Por lo que le había contado Alfredo, se le hacia pasión lo que discutían los del comité. Y tanto en sus rostros de impreciso barro humano, contraídos por el esfuerzo que ponían en la tarea desacostumbrada de pensar, como en los demás apiñados llenando el salón descubría horrados el miedo y la apatía de los ojos. Eran los mismos hombres a quienes el exceso de trabajo embrutecía, cuyo horizonte terminaba incendiado en un vaso de aguardiente, cuyo entusiasmo sólo estallaba como espectadores del boxeo de Vizcaíno y Chinique; eran los mismos pero con el chispazo de otra llama en la mirada.
Alguna vez Antonio le había dicho que sólo encontraría su propia alma y su propia música en su pueblo. Vaga, la idea se le quedó. Era ahora, en el balcón de la Tomás Briones, que de verdad la comprendía. Únicamente el pueblo es fecundo. Su gente se alzaba y él ascendía en su marea. Hallaba en
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