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Enviado por   •  11 de Junio de 2014  •  491 Palabras (2 Páginas)  •  200 Visitas

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Continuidad de los parques

Había empezado a leer una novela unos días antes. La abandone por negocios urgentes, volví a leerla cuando regresaba en tren a la casa; me dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Gozaba del placer casi perverso de irme desgajando línea a línea de lo que rodeaba. Mi memoria retenía fácilmente los nombres y las imágenes.

Esta tarde, después de escribir una carta a mi abogada y discutir con aquella dama de compañía, volví a abrir el libro en la tranquilidad de mi estudio que tenía una gran vista hacia aquel parque de los robles. Me senté en mi sillón favorito, de espaldas a la puerta, deje que mi mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y me puse a leer los últimos capítulos, la ilusión novelesca me ganó casi en seguida y sentía que mi cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo de alto respaldo, los bocadillos estaban al alcance de mi mano. Palabra a palabra, fui absorbida por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándome ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fui testigo del último encuentro en aquella casa escondida en el bosque. Primero entraba el hombre receloso, ahora llegaba la amante; lastimada de la cara por las ramas. Admirablemente restañaba el, la sangre de sus besos, pero ella rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta. El puñal se entibiaba contra su pecho y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo de la amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaba abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.

Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. Empezaba a anochecer

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Él debía seguir por la senda que iba al sur. Desde la senda opuesta ella se volvió un instante para verlo correr. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. La dama de compañía no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras del amante: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza de aquella bella mujer en el sillón leyendo

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