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Analogia final, literatura

Carlos Erubiel Baez JDocumentos de Investigación28 de Agosto de 2016

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Centro Escolar Niños Héroes de Chapultepec

Preparatoria Matutina

Química Marina Senties Lavalle

Antología de cuentos

Literatura

Carlos Erubiel Báez Jaramillo.

#8

3°   “A”

Mayo 2016.

Introducción

Esta antología fue elaborada para conocer un poco más sobre cuentos contemporáneos.

Tiene un contenido de cinco cuentos de diversas tramas, donde conoceremos las distintas narraciones de estos escritores.

Nuestra analogía se basa en los cuentos escritos después de 1960, para conocer la actual forma de escritura y pensamientos de los autores.

Estos cuentos traen un amplio contenido, donde atraerá al lector con las increíbles historias que se narran en la misma, con el contenido de diversos ambientes, en cada uno de los cuentos.

Hay diversos autores desde unos muy jóvenes y nuevos, hasta grandes escritos reconocidos.


Índice

La mujer del moñito – Maria Teresa Andruetto        

Vudú - Enrique Anderson Imbert        3

El pusher - John Varley        5

Camino hacia la libertad – Luisa Cabero        29

El dueño – Porfirio Mamani Macedo.        35

Maria Teresa Andruetto        39

Enrique Anderson Imbert        40

John Varley.        41

Luisa Cabero.        41

Porfirio Mamani Macedo.        41

 

LA MUJER DEL MOÑITO - María Teresa Andruetto

Hacía pocos días que Longobardo había ganado la batalla de Silecia, cuando los príncipes de Isabela decidieron organizar un baile de disfraces en su honor.

El baile se haría la noche de Pentecostés, en las terrazas del Palacio Púrpura, y a él serían invitadas todas las mujeres del reino.

Longobardo decidió disfrazarse de corsario para no verse obligado a ocultar su voluntad intrépida y salvaje.

Con unas calzas verdes y una camisa de seda blanca que dejaba ver en parte el pecho victorioso, atravesó las colinas. Iba montado en una potra negra de corazón palpitante como el suyo.

Fue uno de los primeros en llegar. Como corresponde aun pirata, llevaba el ojo izquierdo cubierto por un parche. Con el ojo que le quedaba libre de tapujos, se dispuso a mirar a las jóvenes que llegaban ocultas tras los disfraces.

Entro una ninfa envuelta en gasas.

Entró una gitana morena.

Entró una mendiga cubierta de harapos.

Entró una campesina.

Entró una cortesana que tenía un vestido de terciopelo rojo apretado hasta la cintura y una falda levantada con enaguas de almidón.

Al pasar junto a Longobardo, le hizo una leve inclinación a manera de saludo.

Eso fue suficiente para que él se decidiera a invitarla a bailar.

La cortesana era joven y hermosa. Y a diferencia de las otras mujeres, no llevaba joyas sino apenas una cinta negra que remataba en un moño en mitad del cuello.

Risas.

Confidencias.

Mazurcas.

Ella giraba en los brazos de Longobardo. Y cuando cesaba la música, extendía su mano para que él la besara. Hasta que se dejó arrastrar en el torbellino de baile, hacia un rincón de la terraza, junto a las escalinatas.

Y se entregó a ese abrazo poderoso.

Él le acarició el escote, el nacimiento de los hombros, el cuello pálido, el moñito negro.

-¡No! - dijo ella-. ¡No lo toques!

-¿Por qué?

-Si me amas debes jurarme que jamás desataras ese moño.

-Lo juro -respondió él.

Y siguió acariciándola.

Hasta que el deseo de saber qué secreto había allí le quitó el sosiego.

La besaba en la frente.

Las mejillas.

Los labios con gusto a fruta.

Obsesionado siempre por el moñito negro.

Y cuando estuvo seguro de que ella desfallecía de amor, tiró de la cinta.

El nudo se deshizo y la cabeza de la joven cayó rodando por las escalinatas.

VUDÚ- Enrique Anderson Imbert

Creyéndose abandonada por su hombre, Diansola mandó llamar al Brujo. Solo ella, que con su fama tenía embrujada a toda la isla Barbuda, pudo haber conseguido que el Brujo dejara el bosque y caminara una legua para visitarla. Lo hizo pasar a la habitación y le explicó:

-Hace meses que no veo a Bondó. El canalla ha de andar por otras islas, con otra mujer. Quiero que muera.

-¿Estás segura que anda lejos?

-Sí.

-¿Y lo que quieres es matarlo desde aquí, por lejos que esté?

-Sí.

Sacó el brujo un pedazo de cera, modeló un muñeco que representaba a Bondó y por el ojo le clavó un alfiler.

Se oyó, en la habitación, un rugido de dolor. Era Bondó, a quien esa tarde habían soltado de la cárcel y acababa de entrar. Dio un paso, con las manos sobre el ojo reventando, y cayó muerto a los pies de Diansola.

-¡Me dijiste que estaba lejos! -protestó el Brujo; y mascullando un insulto amargo como semilla, huyó del rancho.

El camino, que a la ida se había estirado, ahora se acortaba; la luz, que a la ida había sido del sol, ahora era de la luna; los tambores, que a la ida habían murmurado a su espalda, ahora le hablaban de frente; y la semilla de insulto que al salir del rancho se había puesto en la boca, ahora, en el bosque, era un árbol sonoro:

-¡Estúpida, más que estúpida! Me aseguraste que Bondó estaba lejos y ahí no más estaba. Para matarlo de tan cerca no se necesitaba de mi Poder. Cualquier negro te hubiese ayudado. ¡Estúpida!, me has hecho invocar al Poder en vano. A lo mejor, por tu culpa, el Poder se me ha estropeado y ya no me sirve más.

Para probar si todavía le servía, apenas llegó a su choza miró hacia atrás -una legua de noche-, encendió la vela, modeló con cera una muñeca que representaba a Diansola y le clavó un alfiler en el ojo.


El pusher - John Varley

EL PUSHER JOHN VARLEY Las cosas cambian. Ian Haise ya se lo había esperado. Pese a ello, hay ciertas constantes dictadas por la función y el uso: Ian intentaba guiarse por ellas, y se aproximaba con bastante frecuencia. El parque infantil no se parecía demasiado a los que él había conocido cuando era niño. Pero los parques se hacían para entretener a los niños. Siempre había algo donde nadar, algo en que deslizarse, algo a lo que trepar. Aquí había todo eso y mucho más. Una zona estaba repleta de árboles. Había una piscina. Los aparatos inmóviles se combinaban con deslumbrantes figuras luminosas que parecían entrar y salir alternativamente de la realidad. También había animales: elefantes y rinocerontes diminutos, gacelas no más altas que una rodilla. Aunque su amable tranquilidad parecía un poco superficial. Pero, ante todo, en el parque infantil había niños. A Ian le gustaban los niños. Se sentó a la sombra en un banco junto a los árboles y los observó. Los había de todos los colores y tamaños y de ambos sexos. Algunos eran negros y vivaces como habichuelas de regaliz, otros blancos como conejitos, o morenos con el cabello rizado y había otros aún más morenos y con ojos rasgados y el cabello negro y lacio. Algunos habían sido blancos pero ahora estaban tostados, aún más morenos que algunos de los morenos. Ian se concentró en las niñas. Otras veces lo había intentado con los niños hacía ya mucho tiempo, pero no había dado resultado. Durante un rato se fijó en una niña negra, tratando de calcular su edad. Pensó que tendría ocho o diez años. Demasiado joven. Otra debía de tener cerca de trece años, a juzgar por su blusa. Era una posibilidad, pero hubiera preferido alguna más joven. Algo menos sofisticado, menos sospechoso. Finalmente encontró a la niña que buscaba. Era morena, pero con un sorprendente cabello rubio. ¿Diez años? Probablemente once. Sin lugar a dudas, era lo bastante joven. Se concentró en ella, e hizo esa extraña cosa que solía hacer cuando había seleccionado a la persona adecuada. No sabía qué era pero casi siempre daba resultado. Quizá lo importante era mirarla, manteniendo sus ojos fijos en ella sin que importara dónde iba o qué hacía, sin dejar que su concentración se distrajera por nada. Y, claro está, al cabo de unos pocos minutos, ella levantó la cabeza, miró a su alrededor y sus ojos se quedaron fijos en él. Mantuvo la mirada por un momento y luego volvió a sus juegos.

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