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DISCURSOS_FE-RAZON_BXVI

javier_jhs17 de Octubre de 2012

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DISCURSOS Y TEXTOS SOBRE

FE Y RAZÓN

JOSEPH RATZINGER / BENEDICTO XVI

DISCURSO EN LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA

Discurso del Cardenal Dr. Joseph Ratzinger con motivo de su investidura como doctor honoris causa

31 de enero de 1998

Quisiera expresar ante todo a Vuestra Excelencia, muy estimado y querido Señor Gran Canciller, y a la ilustre Facultad de Teología, mi profunda y sentida gratitud por el gran honor que se me confiere con esta investidura como Doctor honoris causa. De modo particular, quiero manifestarle a Usted, muy estimado colega Profesor Rodríguez, mi agradecimiento por la atenta y delicada valoración que ha hecho de mi trabajo teológico, en la que ha ido más allá de mis méritos.

Usted, Profesor Rodríguez, con el descubrimiento y la edición crítica del manuscrito original del “Catecismo Romano”, ha prestado a la teología un servicio que trasciende unas concretas circunstancias históricas, y que ha revestido también gran importancia para mis trabajos durante la preparación del “Catecismo de la Iglesia Católica”. Forma Usted parte de una Facultad que, en el tiempo relativamente breve de su existencia, ha conseguido ocupar un puesto relevante en el diálogo teológico mundial. Significa, por tanto, para mí un honor y una alegría grandes ser recibido a través de este Doctorado en el Claustro de esta Facultad, con la que estoy unido desde hace ya bastantes años con lazos de amistad personal y de diálogo científico.

Ante un acontecimiento como el de hoy, surge inevitablemente una pregunta: ¿qué es propiamente un doctor en teología? Y, en mi caso, además, una pregunta muy personal: ¿tengo yo derecho a considerarme como tal? ¿Respondo yo al criterio que con esta dignidad se significa? Quizá pudiera plantearse, en este sentido, para muchos una objeción seria respecto de mi persona: ¿el cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe —al que hoy gusta caracterizar de nuevo (y con esto también criticarle) con el título de “Inquisidor”— no estará quizás en cierta contradicción con la esencia de la ciencia y, por tanto, también con la naturaleza de la teología? ¿No se excluirán quizás ciencia y autoridad externa? ¿Podría acaso la ciencia reconocer otra autoridad que no fuese la de sus propios conocimientos, es decir, la de sus argumentaciones? ¿No es contradictorio en sí mismo un Magisterio que quiera imponer límites en materia científica al pensamiento?

Preguntas como éstas, que tocan la esencia de la teología católica, requieren sin duda un continuo examen de conciencia, tanto por parte de los teólogos como de aquellos otros que están constituidos en autoridad dentro de la Iglesia, quienes además deben ser también teólogos para poder realizar adecuadamente su oficio. Nos ponen esas preguntas ante la cuestión fundamental: ¿Qué es propiamente la teología? ¿Quedaría ya suficientemente caracterizada si la describiésemos como una reflexión metódica y sistemática sobre los interrogantes de la religión, de la relación del hombre con Dios? Mi respuesta sería: no, pues de ese modo sólo habríamos alcanzado a situarnos ante la llamada “ciencia de la religión”. La filosofía de la religión y, en general, la ciencia de la religión son indudablemente disciplinas de gran importancia, pero sus limitaciones se hacen patentes cuando tratan de traspasar el ámbito académico, pues no son realmente capaces de ofrecer una verdadera guía. O bien tratan de cosas del pasado, o bien se ocupan en describir las cosas del presente desde la confrontación existencial de los unos con los otros, o acaban siendo, en fin, un puro tantear acerca de los interrogantes últimos sobre el hombre, un tantear que, en definitiva, debe siempre quedarse en simple interrogante, pues no puede superar las tinieblas que rodean al hombre precisamente cuando se pregunta por su origen y por su fin, es decir, cuando se pregunta por sí mismo. Si la teología quiere y debe ser algo distinto de la ciencia de la religión, algo distinto de un simple tratar las cuestiones irresueltas sobre lo que nos trasciende y a la vez, sin embargo, nos constituye, entonces ha de basarse únicamente en el hecho de que surge de una respuesta que nosotros no hemos inventado. Pero para que ésta respuesta sea verdaderamente respuesta para nosotros, debemos esforzarnos en comprenderla y no dejar que se diluya.

Lo peculiar de la Teología es ocuparse de algo que nosotros no nos hemos imaginado y que puede ser fundamento de nuestra vida precisamente porque nos precede y nos sostiene, es decir, porque es más grande que nuestro propio pensamiento. El camino de la teología se encuentra bien expresado en la fórmula Credo ut intelligam: acepto un presupuesto previamente dado para encontrar, desde él y en él, el acceso a la vida verdadera, a la verdadera comprensión de mí mismo. Esto significa a su vez que la Teología presupone, por su propia naturaleza, una auctoritas. Sólo existe porque sabe que la esfera del propio pensamiento ha sido trascendida, porque sabe que —por decirlo así— ha sido tendida una mano en ayuda del pensamiento humano, una mano que tira de él hacia lo alto por encima de sus propias fuerzas. Sin este presupuesto dado, que supera siempre la capacidad del propio pensamiento y que nunca se diluye en algo puramente personal, no habría Teología.

Pero entonces debe plantearse una nueva pregunta: ¿Cómo es este presupuesto que nos es dado, esa respuesta que encauza por completo nuestro pensar y le señala el camino? Esa autoridad es, así lo podemos decir como en una primera aproximación, una Palabra. Vista desde nuestro tema, tal afirmación resulta completamente lógica: la palabra procede del entender y quiere ayudar a entender. El presupuesto que ha sido dado al espíritu humano que se pregunta es, de modo plenamente razonable, una Palabra. En el proceso de la ciencia el pensamiento precede a la palabra. Y se traduce en la palabra. Pero aquí, donde nuestro pensamiento fracasa, es enviada la Palabra desde el Pensamiento eterno, en la que esconde un fragmento de su esplendor, tanto cuanto somos capaces de resistir, tanto cuanto necesitamos, tanto cuanto puede la palabra humana formular. Conocer el significado de esta Palabra, entender esta Palabra es la más honda razón de ser de la Teología, razón que nunca podrá tampoco faltar del todo en el camino de fe de los fieles sencillos.

El presupuesto que nos ha sido dado es la Palabra, la Escritura, deberíamos decir, y a continuación deberíamos seguir preguntándonos: junto a esa autoridad esencial para la Teología, ¿puede quizá existir otra? Parecería, a primera vista, que la respuesta debería ser: no. Este es un punto crítico de la controversia entre teología de la reforma y teología católica. Hoy en día también una gran parte de los teólogos evangélicos reconocen, de un modo u otro, que la sola scriptura, es decir, la reducción de la Palabra al Libro, no es sostenible. La Palabra, por su estructura interna, supera siempre lo que pudiera entrar en el Libro. La relativización del principio escriturístico, en la que también la teología católica tiene que ahondar, y en la que ambas partes podrían llegar a un nuevo motivo de encuentro, es por una parte fruto del diálogo ecuménico, pero se ha visto también motivada por el progreso de la interpretación histórico-crítica de la Biblia, que a su vez ha aprendido también, por eso mismo, a autolimitarse.

En el proceso de la exégesis crítica, sobre la naturaleza de la Palabra bíblica han sido puestas de manifiesto sobre todo dos cosas. En primer lugar, se ha tomado conciencia de que la Palabra bíblica, en el momento de su fijación escrita, ya ha recorrido un proceso más o menos largo de configuración oral, y que, al ponerse por escrito, no ha quedado solidificada, sino que ha entrado en nuevos procesos de interpretación -relectures-, que han desarrollado ulteriormente sus potencialidades ocultas. La extensión, por tanto, del significado de la Palabra no puede quedar reducida al pensamiento de un autor singular de un determinado momento histórico. Más aún, la Palabra no pertenece a un único autor, sino que vive en una historia que progresa, y posee, por eso, una extensión y una profundidad hacia el pasado y hacia el futuro que finalmente se pierden en lo imprevisible. Sólo a partir de aquí se puede empezar a comprender qué quiere decir Inspiración; se puede ver cómo Dios entra misteriosamente en el ámbito del hombre y trasciende al autor meramente humano. Pero esto significa también que la Escritura no es un meteorito caído del cielo, que como tal se contrapondría a toda palabra humana con la rigurosa alteridad de un mineral celeste no procedente de la tierra.

Ciertamente, la Escritura es portadora del pensamiento de Dios. Esto hace que sea única y que se convierta en “autoridad”. Pero viene mediada por una historia humana. Encierra el pensar y el vivir de una comunidad histórica, a la que llamamos «Pueblo de Dios» precisamente porque ha sido reunida y mantenida en la unidad por la irrupción de la Palabra divina. Y existe entre ambas un mutuo intercambio. Esta comunidad es la condición esencial del origen y del crecimiento de la Palabra bíblica; y, a la inversa, esta Palabra confiere a la comunidad su identidad y su continuidad. Y así, el análisis de la estructura de la Palabra bíblica ha puesto de manifiesto una compenetración entre Iglesia y Biblia, entre Pueblo de Dios y Palabra de Dios, que teóricamente conocíamos de algún modo desde siempre, pero que nunca se nos había hecho tan patente.

De lo dicho hasta aquí se deduce un segundo elemento, a través del cual queda relativizado el principio escriturístico.

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