Dejovoril
aurelio968 de Octubre de 2012
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¿SERÁ QUE GOOGLE NOS ESTÁ VOLVIENDO ESTOOPIDOS?
Imagínese no tener acceso a internet nunca más. Un perverso virus ataca la red y desaparece. ¿Una tragedia? No esté tan seguro. ¿Sabe qué le está haciendo internet a nuestro cerebro?
Nicholas Carr
¡Dave, no, por favor no, no hagas eso! ¡Para, Dave, por favor, no hagas eso!”, son las últimas palabras suplicantes que el supercomputador hal le dirige al implacable astronauta Dave Bowman en aquella famosa, extraña y conmovedora escena hacia el final de la película 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Bowman (que acaba de escapar por un pelo de una muerte casi segura en el espacio profundo por culpa del computador defectuoso) con toda la tranquilidad y frialdad del mundo desconecta los circuitos de la memoria que controlan el cerebro artificial del aparato. “Dave, se me va la mente…, se me va”, dice HAL. “Siento que la mente se me va...”.
Yo también. Durante los últimos años he tenido la incómoda sensación de que alguien (o algo) ha estado cacharreando con mi cerebro, rehaciendo la cartografía de mis circuitos neuronales, reprogramando mi memoria. No es que ya no pueda pensar (por lo menos hasta donde me doy cuenta), pero algo está cambiando. Ya no pienso como antes. Lo siento de manera muy acentuada cuando leo. Sumirme en un libro o un artículo largo solía ser una cosa fácil. La mera narrativa o los giros de los acontecimientos cautivaban mi mente y pasaba horas paseando por largos pasajes de prosa. Sin embargo, eso ya no me ocurre. Resulta que ahora, por el contrario, mi concentración se pierde tras leer apenas dos o tres páginas. Me pongo inquieto, pierdo el hilo, comienzo a buscar otra cosa que hacer. Es como si tuviera que forzar mi mente divagadora a volver sobre el texto. En dos palabras, la lectura profunda, que solía ser fácil, se ha vuelto una lucha.
Y creo saber qué es lo que está ocurriendo. A estas alturas, llevo ya más de una década pasando mucho tiempo en línea, haciendo búsquedas y navegando, incluso, algunas veces, agregando material a las enormes bases de datos de internet. Como escritor, la red me ha caído del cielo. El trabajo de investigación, que antes me tomaba días inmersos en las secciones de publicaciones periódicas de las bibliotecas, ahora se puede hacer en cuestión de minutos. Un par de búsquedas en Google, un par de clics sobre los enlaces, y ya dispongo del hecho revelador o de la cita exacta que necesitaba. Incluso cuando no estoy trabajando, lo más probable es que esté explorando entre los matorrales de información de la red, leyendo y contestando correos electrónicos, escaneando titulares y blogs, mirando videos y oyendo podcasts, o simplemente saltando de enlace en enlace. (A diferencia de las notas de pie de página, a las que a veces se les compara, los hiperenlaces no se limitan a sugerir obras pertinentes; nos catapultan sobre ellas.)
Para mí, como para muchos otros, la red se está convirtiendo en un medio universal, en el canal a través del cual me llega la mayor parte de la información visual y auditiva que se asienta en mi mente. Las ventajas de un acceso tan instantáneo a esa increíble y rica reserva de información son muchísimas, y ya han sido debidamente descritas y aplaudidas. “Tener una memoria artificial perfecta”, señaló Clive Thompson en la revista en línea Wired, “puede llegar a ser de gran utilidad en el proceso del pensamiento”. Pero tal ayuda tiene su precio. Como subrayó en la década del 60 el teórico de los medios de comunicación Marshall McLuhan, los medios no son meros canales pasivos por donde fluye información. Cierto, se encargan de suministrar los insumos del pensamiento, pero también configuran el proceso de pensamiento. Y lo que la red parece estar haciendo, por lo menos en mi caso, es socavar poco a poco mi capacidad de concentración y contemplación. Mi mente ahora espera asimilar información de la misma manera como la red la distribuye: en un vertiginoso flujo de partículas. Alguna vez fui buzo y me sumergía en océanos de palabras. Hoy en día sobrevuelo a ras sus aguas como en una moto acuática.
Y no soy el único. Cuando comparto mis problemas con la lectura entre amigos y conocidos, casi todos con inclinaciones literarias, muchos confiesan que les pasa lo mismo. Mientras más usan la red, más trabajo les cuesta permanecer concentrados cuando se trata de textos largos. Algunos de los bloggers que leo con regularidad también han empezado a mencionar el fenómeno. Scott Karp, quien escribe un blog sobre periodismo en línea confesó hace poco haber abandonado del todo la lectura de libros. “En la universidad me gradué en literatura y solía ser un lector voraz de libros”, escribe. “¿Qué ocurrió”? , se pregunta, y aventura una respuesta: “¿Qué tal que hoy en día todas mis lecturas las haga en la red no tanto porque haya cambiado mi manera de leer, es decir, por comodidad y conveniencia, sino porque cambió mi manera de pensar?”.
Bruce Friedman escribe con regularidad un blog sobre el uso de computadores en medicina y también ha señalado cómo internet ha afectado sus hábitos mentales. “He perdido casi completamente la capacidad de leer y asimilar un texto largo en la red o incluso impreso”, escribió hace unos meses. Docente de patología de vieja data en la Escuela de Medicina de la Universidad de Michigan, Friedman se extendió un poco más en una conversación telefónica que sostuvo conmigo. Su manera de pensar, dijo, ha adquirido una cualidad entrecortada, como de staccato, que a su vez es reflejo de la manera como escanea apartes cortos de texto de muchísimas fuentes en línea. “Ya no sería capaz de leer Guerra y paz”, admitió. “Perdí la capacidad para hacerlo. Es más, tengo dificultades a la hora de absorber un blog de más de tres o cuatro párrafos. Empiezo a leerlo en diagonal”.
Sin embargo, un par de anécdotas no prueban nada. Podemos seguir esperando los experimentos neurológicos y psicológicos que nos den un panorama más claro y definitivo sobre cómo el uso de la internet afecta la cognición. Con todo, un trabajo publicado sobre los hábitos investigativos en línea, realizado por académicos de University College de Londres, sugiere que bien podemos encontrarnos en medio de un mar de cambios en lo que concierne a la manera como leemos y pensamos. Como parte de un programa de investigación de cinco años, los académicos analizaron el comportamiento en línea de los visitantes de dos muy conocidos portales investigativos: uno, operado por la British Library, el otro, por un consorcio pedagógico del Reino Unido, portales que ofrecen acceso a artículos de publicaciones periódicas, libros electrónicos y otras fuentes de información textual. Encontraron que la gente que utilizaba los portales evidenciaba “una actividad similar a la que ocurre cuando se lee por encima…”, saltando de una fuente a otra y rara vez volviendo sobre una de las fuentes ya consultadas. Por lo general, los usuarios no leían más de una o dos páginas de un artículo o un libro antes de brincar a otra página. Algunas veces seleccionaban y descargaban un artículo largo, pero no se puede saber si volvieron sobre el texto y en efecto lo leyeron. Los autores de la investigación informan:
“Es evidente que los usuarios, cuando leen en línea, no lo están haciendo en el sentido tradicional del término; es más, hay indicios de que nuevas formas de ‘lectura’ están surgiendo en la misma medida que los usuarios examinan horizontalmente, a golpes de vista, títulos, tablas de contenido y resúmenes, en busca de resultados rápidos. Casi pareciera que entran en línea para evitar leer en el sentido convencional de la palabra”.
Gracias a la omnipresencia del texto en internet, por no hablar de la popularidad de los mensajes escritos en los teléfonos celulares, es probable que hoy estemos leyendo cuantitativamente más de lo que leíamos en las décadas del 70 y 80 del siglo pasado, cuando la televisión era nuestro medio predilecto. Pero, sea lo que sea, se trata de otra forma de leer, y detrás subyace otra forma de pensar… Quizás incluso, una nueva manera de ser. “No sólo somos lo que leemos”, dice Marianne Wolf, psicóloga del desarrollo en la Universidad de Tufts y autora de Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain [Proust y el calamar: Historia y ciencia del cerebro lector]. A Wolf le preocupa que el tipo de lectura que promueve la red, un modo de leer que da prioridad a la eficacia y la inmediatez sobre cualquier otra cosa, bien puede estar debilitando nuestra capacidad para ese otro tipo de lectura en profundidad que surgió cuando una tecnología remota, la imprenta, logró convertir largas y complejas obras escritas en prosa en objetos comunes. Cuando leemos en línea, dice, tendemos a convertirnos en “meros decodificadores de información”. Nuestra capacidad para interpretar un texto, para ejecutar las conexiones mentales que se constituyen cuando leemos en profundidad y sin distracciones, cuando leemos en línea, repito, se desconecta en buena parte.
Leer, dice Wolf, no es una habilidad innata en el ser humano. No está grabada en nuestros genes como sí lo está la facultad del habla. Tenemos que enseñarle a nuestra mente a traducir los caracteres simbólicos que ven nuestros ojos a un lenguaje que podemos entender. Y los medios y otras tecnologías que usamos para aprender y practicar el arte de leer juegan un papel importante en la configuración de los circuitos neuronales de nuestros cerebros. Varios experimentos han demostrado que quienes leen ideogramas, como los chinos, desarrollan sistemas de circuitos mentales para leer muy distintos a los que se encuentran entre quienes, como nosotros, tenemos un lenguaje
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