La Pachacha
cecy_288 de Octubre de 2013
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LA PACHACHA
(Rafael Maluenda)
DE COSTUMBRE AVÍCOLAS
Era de color ceniciento, gruesa, de patas cortas y bruta. Su llegada al corral del criadero fue obra de un azar afortunado; porque nacida y criada en el rincón de un huerto, junto a una acequia fangosa y maloliente, su destino habría sido el de todas las aves que la rodeaban: crecer, entregarse al maridaje tiránico del viejo gallo que imperaba en el huerto, poner e incubar sus huevos, arrastrar la cría cloqueando por entre los berros de la acequia y luego morir oscuramente para alegrar algún almuerzo dominguero.
Pero ocurrió que, deseosa de congratularse con los amos, la mujer de un inquilino la trajo de regalo al menor de los hijos del propietario del fundo, y por deseo de éste fue encerrada en el corral del criadero donde los amos habían agrupado provisionalmente un conjunto de ejemplares finos.
Así, por dictado de la suerte, la Pachacha se halló un atardecer en compañía de aquel selecto grupo de aves de calidad.
Cuando las manos de un sirviente la soltaron por sobre la cerca de alambres tendió las pesadas alas y con corto y desmañado volido fue a posarse junto a un elegante abrevadero de latón. Sobrecogida de angustia, sin atreverse a modular su cacareo vulgar, tendió el cuello, orientándose, mientras las demás aves lanzaban al unísono un cloqueo sonoro que la recién llegada le hizo la impresión de una carcajada burlona
Podía la Pachacha ser todo lo grotesca que se quisiera, con aquella su gordura pesada y su color cenizo, pero su sangre plebeya encerraba una fuerte dosis de malicia y buen sentido; por esto, rápidamente, comprendió que una actitud humilde le convenía en aquella emergencia, y con pasos cortos, que procuró hacer livianos, se fue alejando del abrevadero y se arrimó, confusa, a la cerca.
Mientras, inmóvil y acezando, aguardaba en aquel sitio los acontecimientos, guiñó la cabeza en todas direcciones para orientarse.
El corral era ancho y largo, suavemente empastado y plantado de cerezos por un flanco. A lo largo de su línea central había tres abrevaderos de bruñido latón y en el extremo una división de madera con pequeñas puertas a ras del suelo y de las cuales se escapaban algunas briznas de paja. Agrupados al pie de los cerezos, una treintena de gallinas y de pollos, de entre los cuales emergían las crestonadas testas de los gallos, se movían curiosas, tendiendo el cuello hacia la recién llegada.
¡Qué colores y qué formas!
¡Cuánta elegancia y cuánta distinción!
La Pachacha admiró con todo el fervor de su sangre plebeya aquel conjunto de ejemplares que sólo pudo imaginar en las horas de ensueño, junto a la acequia turbia de su huerto nativo. Le recordaban los relatos que le escuchó -hacia ya tiempo- a un famoso gallo ingles que estuvo de paso entre los suyos un atardecer, la víspera del día en que iba a ser conducido a una cancha de pelea. Ella había admirado la entereza y la hombría de aquel inglés que puso de relieve la cobardía y la brutalidad del gallo de la casa. Pero ahora su admiración...
De pronto suspendió sus reflexiones, advirtiendo en los grupos de aves cierto movimiento que a su timidez le pareció agresivo. Escucho cloqueos ininteligibles; se trataba de ella seguramente. Y al punto un gallo blanco albísimo, de larga y curvada cola y ancha cresta, se desprendió del grupo y vino hacia la forastera. Transida de miedo, la Pachacha se encogió, sin dejar de admirar las maneras gráciles con que el gallo se le iba acercando: nada de aquellas carreras pesadas del gallo del huerto y que terminaban con un picotazo y una caricia que tenía toda la agresividad de una violación; el gallo blanco y crestudo venía ahora lentamente, picoteando el suelo y lanzando suavísimos cloqueos; se aproximaba como convenciéndola de que sus temores no tenían fundamento.
Y así que estuvo próximo, inclinó la roja testa, tendió el ala blanca y con melodioso murmullo giró en torno de la cuitada
¡Qué rueda, Dios santo!
Con firme acento el gallo se presentó:
-Leghorn…
Ella, deslumbrada y sumisa, recordando la añeja costumbre, se aparragó esperando en el suelo. Pero el gallo no se le impuso y -muy cortés- la dejó alzarse toda confusa por aquel movimiento que seguramente había sido inoportuno.
Confundida por no poder decir su origen con igual orgullo, la Pachacha se contentó con modular un cacareo gangoso, acaso con la esperanza de que se la tomara por extranjera. Pero el Leghorn, que a fuer de fino tenía algo de polígloto, no pudo ubicar en ninguno de los cacareos conocidos aquel rumor tan nasal y dando media vuelta se alejó despectivo.
Tres gallinas blancas de su familia le salieron al encuentro.
-¿Quién es? ¿Quién es?
El gallo se encogió de alas.
-No he podido entenderla -dijo.
Una de las gallinas observó, rencorosa:
- ¡Qué poca delicadeza tiene para confundir un saludo con una declaración!
El Leghorn, satisfecho y vanidoso, erizó la cola para responder:
- ¡Se dan casos!
Y se fue en compañía de sus gallinas, comentando el arribo inesperado.
Hubo después un continuo aproximarse de las demás aves a la confundida Pachacha; vinieron las Rhode-Island coloradotas y suficientes con su lento andar de gente obesa; las Plymouth, corpulentas y erguidas en sus ropajes escoceses; las Padua, pizpiretas y ágiles, balanceando el ancho penacho de su sombrero; las Orpington, graves en su luto de viudas; las Inglesas, delgadas y nerviosas, con sus aires de orgullo.
Todas venían a ella, modulando balbuceos ora curiosos, ora despectivos y se alejaban después como queriendo no infundir confianza alguna a la gallina intrusa...
Sólo una familia no manifestó curiosidad y permaneció indiferente a aquel movimiento: la japonesa- Y la Pachacha, ansiosa de un apoyo se fue encaminando hacia el grupo, atraída por el color cenizo que se le antojó parecido al suyo. Pero, cuando estuvo cerca, la sorpresa la dejó inmóvil.
¡Qué figuras!
Los pescuezos pelados, rojos y flácidos, emergían con movimientos extraños de aquellos cuerpos de plumaje irregular, corto y sin gracia. El macho exageraba en sí las cualidades de sus hembras: era más rojo, más desplumado y con la cola corta, rala y sin brillo.
La Pachacha hubiera querido acercarse a cualquiera de las otras familias; pero, rechazada de cada grupo, se resignó a buscar la compañía de las japonesas. No era cosa de hacerse la esquiva en su situación, y por otra parte, se trataba sin duda de una familia de calidad, porque -aunque no se mostraba enfatuada como las otras- se veía a las claras que eran tipo fuera de lo común.
Cuando se hubo colocado entre ellas, las japonesas se alzaron deferentes - ¡benditas sean las gallinas educadas y modestas!- y tejieron con la recién llegada un cacareo amistoso para informarse y para invitarla a dar una vuelta por el corral.
-¿Han visto la facilidad con que estas japonesas acogen a cualquiera? -gritó una Plymouth.
-Ah, si... -contestó una Inglesa-. Al fin, con esas fachitas que lucen pueden juntarse con cualquiera.
-No se verá entre nosotros -prometió el gallo Orpington.
-¿Ustedes vieron cómo la recibí? Que se me ponga negra la cola si vuelvo a saludarla manifestó el Leghorn.
Y excitándose mutuamente, como sucede en toda reunión social, las diversas familias del corral acordaron un estricto boicoteo a la gallina arribista.
Sólo un viejo Rhode-Island, de modos reposados y acento ronco, no se plegó al acuerdo. Era el más anciano de los gallos y su origen y su edad le permitían opinar con desenvoltura.
-Vana que es cosa de meditar en tanta indignación -dijo-. Si esta gallina me tolera, puede contar con mi amistad. ¿Que es fea Y no sabe de dónde viene? ¿Qué importa? Nadie puede negar que tiene una sólida carnadura...
- ¡Tan cínico que lo han de ver! -dijeron las Leghorn, disgustadas.
De pronto, un pollo sindicado de socialista, lanzó un apóstrofe:
- ¡Al fin y al cabo todos venimos de un huevo!
- ¡Cállese el demócrata!...
-Lo soy por ideas -afirmó el pollo-, aunque mi familia sea Plymouth. ¡Todos venimos de un simple huevo!
-¡Vea que gracia! -apuntó la más vieja de las Orpington. Pero hay huevos de huevos.
Las inglesas propusieron una manifestación hostil contra la intrusa, pero primo un temperamento mas sereno, y sólo se acordó el aislamiento estricto.
Cuando, dos horas más tarde, el sirviente condujo las aves al dormitorio, la Pachacha las siguió, escoltada por las Japonesas, que parecían hacer alarde, ante las demás familias, de sus maneras protectoras.
La noche es para las aves -como para los seres humanos- tiempo de meditación: equilibradas en los travesaños de las escalas, las aves meditan y reflexionan. Y es así como lo que una gallina se propone al anochecer suele disiparse cuando llega la aurora.
De lo que pensaron aquellas gallinas distinguidas respecto de la Pachacha poco se sabe: pero, lo cierto es que, cuando al amanecer, la forastera abandonó el último travesaño de la escala en que alojara y, sacudiendo el plumaje -que los huéspedes de más arriba estercolaron con intención humillante-, salió al corral, se sorprendió con el saludo cortés que le hizo una de las Leghorn.
-Buenos días. ¿Cómo pasó la noche?
La Pachacha, disimulando su cortedad, respondió:
-Bastante regular...
Y como los tímidos en el colmo de su timidez se vuelven
...