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La Pachacha


Enviado por   •  8 de Octubre de 2013  •  3.089 Palabras (13 Páginas)  •  387 Visitas

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LA PACHACHA

(Rafael Maluenda)

DE COSTUMBRE AVÍCOLAS

Era de color ceniciento, gruesa, de patas cortas y bruta. Su llegada al corral del criadero fue obra de un azar afortunado; porque nacida y criada en el rincón de un huerto, junto a una acequia fangosa y maloliente, su destino habría sido el de todas las aves que la rodeaban: crecer, entregarse al maridaje tiránico del viejo gallo que imperaba en el huerto, poner e incubar sus huevos, arrastrar la cría cloqueando por entre los berros de la acequia y luego morir oscuramente para alegrar algún almuerzo dominguero.

Pero ocurrió que, deseosa de congratularse con los amos, la mujer de un inquilino la trajo de regalo al menor de los hijos del propietario del fundo, y por deseo de éste fue encerrada en el co­rral del criadero donde los amos habían agrupado provisionalmen­te un conjunto de ejemplares finos.

Así, por dictado de la suerte, la Pachacha se halló un atarde­cer en compañía de aquel selecto grupo de aves de calidad.

Cuando las manos de un sirviente la soltaron por sobre la cer­ca de alambres tendió las pesadas alas y con corto y desmañado volido fue a posarse junto a un elegante abrevadero de latón. Sobre­cogida de angustia, sin atreverse a modular su cacareo vulgar, tendió el cuello, orientándose, mientras las demás aves lanzaban al unísono un cloqueo sonoro que la recién llegada le hizo la impresión de una carcajada burlona

Podía la Pachacha ser todo lo grotesca que se quisiera, con aquella su gordura pesada y su color cenizo, pero su sangre plebeya encerraba una fuerte dosis de malicia y buen sentido; por esto, rápidamente, comprendió que una actitud humilde le convenía en aquella emergencia, y con pasos cortos, que procuró hacer livianos, se fue alejando del abrevadero y se arrimó, confusa, a la cerca.

Mientras, inmóvil y acezando, aguardaba en aquel sitio los acontecimientos, guiñó la cabeza en todas direcciones para orien­tarse.

El corral era ancho y largo, suavemente empastado y planta­do de cerezos por un flanco. A lo largo de su línea central había tres abrevaderos de bruñido latón y en el extremo una división de madera con pequeñas puertas a ras del suelo y de las cuales se escapaban algunas briznas de paja. Agrupados al pie de los cerezos, una treintena de gallinas y de pollos, de entre los cuales emergían las crestonadas testas de los gallos, se movían curiosas, tendiendo el cuello hacia la recién llegada.

¡Qué colores y qué formas!

¡Cuánta elegancia y cuánta distinción!

La Pachacha admiró con todo el fervor de su sangre plebeya aquel conjunto de ejemplares que sólo pudo imaginar en las horas de ensueño, junto a la acequia turbia de su huerto nativo. Le re­cordaban los relatos que le escuchó -hacia ya tiempo- a un famo­so gallo ingles que estuvo de paso entre los suyos un atardecer, la víspera del día en que iba a ser conducido a una cancha de pelea. Ella había admirado la entereza y la hombría de aquel inglés que puso de relieve la cobardía y la brutalidad del gallo de la casa. Pero ahora su admiración...

De pronto suspendió sus reflexiones, advirtiendo en los gru­pos de aves cierto movimiento que a su timidez le pareció agresivo. Escucho cloqueos ininteligibles; se trataba de ella seguramente. Y al punto un gallo blanco albísimo, de larga y curvada cola y ancha cresta, se desprendió del grupo y vino hacia la forastera. Transida de miedo, la Pachacha se encogió, sin dejar de admirar las maneras gráciles con que el gallo se le iba acercando: nada de aquellas carreras pesadas del gallo del huerto y que terminaban con un picotazo y una caricia que tenía toda la agresividad de una violación; el gallo blanco y crestudo venía ahora lentamente, picoteando el suelo y lanzando suavísimos cloqueos; se aproximaba como convenciéndola de que sus temores no tenían fundamento.

Y así que estuvo próximo, inclinó la roja testa, tendió el ala blanca y con melodioso murmullo giró en torno de la cuitada

¡Qué rueda, Dios santo!

Con firme acento el gallo se presentó:

-Leghorn…

Ella, deslumbrada y sumisa, recordando la añeja costumbre, se aparragó esperando en el suelo. Pero el gallo no se le impuso y -muy cortés- la dejó alzarse toda confusa por aquel movimiento que seguramente había sido inoportuno.

Confundida por no poder decir su origen con igual orgullo, la Pachacha se contentó con modular un cacareo gangoso, acaso con la esperanza de que se la tomara por extranjera. Pero el Leghorn, que a fuer de fino tenía algo de polígloto, no pudo ubicar en nin­guno de los cacareos conocidos aquel rumor tan nasal y dando media vuelta se alejó despectivo.

Tres gallinas blancas de su familia le salieron al encuentro.

-¿Quién es? ¿Quién es?

El gallo se encogió de alas.

-No he podido entenderla -dijo.

Una de las gallinas observó, rencorosa:

- ¡Qué poca delicadeza tiene para confundir un saludo con una declaración!

El Leghorn, satisfecho y vanidoso, erizó la cola para res­ponder:

- ¡Se dan casos!

Y se fue en compañía de sus gallinas, comentando el arribo inesperado.

Hubo después un continuo aproximarse de las demás aves a la confundida Pachacha; vinieron las Rhode-Island coloradotas y su­ficientes con su lento andar de gente obesa; las Plymouth, corpulentas y erguidas en sus ropajes escoceses; las Padua, pizpiretas y ágiles, balanceando el ancho penacho de su sombrero; las Orpington, graves en su luto de viudas; las Inglesas, delgadas y nerviosas, con sus aires de orgullo.

Todas venían a ella, modulando balbuceos ora curiosos, ora despectivos y se alejaban después como queriendo no infundir confianza alguna a la gallina intrusa...

Sólo una familia no manifestó curiosidad y permaneció indi­ferente a aquel movimiento: la japonesa- Y la Pachacha, ansiosa de un apoyo se fue encaminando hacia el grupo, atraída por el color cenizo que se le antojó parecido al suyo. Pero, cuando estuvo cerca, la sorpresa la dejó inmóvil.

¡Qué figuras!

Los pescuezos pelados, rojos y flácidos, emergían con

...

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