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Los De Abajo


Enviado por   •  31 de Mayo de 2013  •  32.119 Palabras (129 Páginas)  •  198 Visitas

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Los de Abajo

Mariano Azuela

PRIMERA PARTE

I

—Te digo que no es un animal... Oye cómo ladra el Palomo... Debe ser algún cristiano...

La mujer fijaba sus pupilas en la oscuridad de la sierra.

— ¿Y que fueran siendo federales? —repuso un hombre que, en cuclillas, yantaba en un rincón, una

cazuela en la diestra y tres tortillas en taco en la otra mano.

La mujer no le contestó; sus sentidos estaban puestos fuera de la casuca.

Se oyó un ruido de pesuñas en el pedregal cercano, y el Palomo ladró con más rabia.

— Sería bueno que por sí o por no te escondieras, Demetrio.

El hombre, sin alterarse, acabó de comer; se acercó un cántaro y, levantándolo a dos manos, bebió

agua a borbotones. Luego se puso en pie.

— Tu rifle está debajo del petate —pronunció ella en voz muy baja.

El cuartito se alumbraba por una mecha de sebo. En un rincón descansaban un yugo, un arado, un

otate y otros aperos de labranza. Del techo pendían cuerdas sosteniendo un viejo molde de adobes,

que servía de cama, y sobre mantas y desteñidas hilachas dormía un niño. Demetrio ciñó la

cartuchera a su cintura y levantó el fusil. Alto, robusto, de faz bermeja, sin pelo de barba, vestía

camisa y calzón de manta, ancho sombrero de soyate y guaraches.

Salió paso a paso, desapareciendo en la oscuridad impenetrable de la noche.

El Palomo, enfurecido, había saltado la cerca del corral. De pronto se oyó un disparo, el perro lanzó

un gemido sordo y no ladró más.

Unos hombres a caballo llegaron vociferando y maldiciendo. Dos se apearon y otro quedó cuidando

las bestias.

—¡Mujeres..., algo de cenar!... Blanquillos, leche, frijoles, lo que tengan, que venimos muertos de

hambre.

— ¡Maldita sierra! ¡Sólo el diablo no se perdería!

— Se perdería, mi sargento, si viniera de borracho como tú...

Uno llevaba galones en los hombros, el otro cintas rojas en las mangas.

—¿En dónde estamos, vieja?... ¡Pero con unal... ¿Esta casa está sola?

—¿Y entonces, esa luz?... ¿Y ese chamaco?... ¡Vieja, queremos cenar, y que sea pronto! ¿Sales o te

hacemos salir?

—¡Hombres malvados, me han matado mi perro!... ¿Qué les debía ni qué les comía mi pobrecito

Palomo?

La mujer entró llevando a rastras el perro, muy blanco y muy gordo, con los ojos claros ya y el cuerpo

suelto.

— ¡Mira nomás qué chapetes, sargento!... Mi alma, no te enojes, yo te juro volverte tu casa un

palomar; pero, ¡por Dios!...

No me mires airada...

No más enojos...

Mírame cariñosa, luz de mis ojos, acabó cantando el oficial con voz aguardentosa.

— Señora, ¿cómo se llama este ranchito? —preguntó el sargento.

—Limón —contestó hosca la mujer, ya soplando las brasas del fogón y arrimando leña.

— ¿Conque aquí es Limón?... ¡La tierra del famoso Demetrio Macías!... ¿Lo oye, mi teniente?

Estamos en Limón.

— ¿En Limón?... Bueno, para mí... ¡plin!... Ya sabes, sargento, si he de irme al infierno, nunca

mejor que ahora..., que voy en buen caballo. ¡Mira nomás qué cachetitos de morenal... ¡Un perón

para morderlo!...

— Usted ha de conocer al bandido ese, señora... Yo estuve junto con él en la Penitenciaría de

Escobedo.

— Sargento, tráeme una botella de tequila; he decidido pasar la noche en amable compañía con

esta morenita... ¿El coronel?... ¿Qué me hablas tú del coronel a estas horas?... ¡Que vaya mucho

a...! Y si se enoja, pa mí... ¡plin!... Anda, sargento, dile al cabo que desensille y eche de cenar. Yo

aquí me quedo... Oye, chatita, deja a mi sargento que fría los blanquillos y caliente las gordas; tú ven

acá conmigo. Mira, esta carterita apretada de billetes es sólo para ti. Es mi gusto. ¡Figúrate! Ando un

poco borrachito por eso, y por eso también hablo un poco ronco... ¡Como que en Guadalajara dejé la

mitad de la campanilla y por el camino vengo escupiendo la otra mitad!... ¿Y qué le hace...? Es mi

gusto. Sargento, mi botella, mi botella de tequila. Chata, estás muy lejos; arrímate a echar un trago.

¿Cómo que no?... ¿Le tienes miedo a tu... marido... o lo que sea?... Si está metido en algún agujero

dile que salga..., pa mí ¡plin!... Te aseguro que las ratas no me estorban.

Una silueta blanca llenó de pronto la boca oscura de la puerta.

—¡Demetrio Macías! —exclamó el sargento despavorido, dando unos pasos atrás.

El teniente se puso de pie y enmudeció, quedóse frío e inmóvil como una estatua.

— ¡Mátalos! —exclamó la mujer con la garganta seca.

— ¡Ah, dispense, amigo!... Yo no sabía... Pero yo respeto a los valientes de veras.

Demetrio se quedó mirándolos y una sonrisa insolente

...

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