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LA CAMA MAGICA DE BARTOLO

Pedidor20001 de Junio de 2014

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La cama mágica de Bartolo

Mauricio Paredes

¿Cómo se maneja una cama voladora y desobediente?

Eso intenta aprender Bartolo después que la suya decide llevarlo por el cielo hasta la cordillera de los Andes.

Jamás se habría imaginado que allí descubriría una fantástica ciudad secreta. Menos que conocería a Oliverio el zorro, Pascual el conejo, Valentín el puma y Sofia la niña. Y menos aún que juntos deberían viajar en "moto-silueta", hacer surf, bucear, escalar cerros y explorar túneles misteriosos para conseguir la heroica "lasaña" de salvar al mundo porque, tal como están las cosas,

¡mañana el sol no podrá salir!

Bartolo

Había una vez un niño que se llamaba Bartolo.

Bartolo iba todos los días — de semana, obviamente— al colegio a jugar a la pelota, a hacer carreras de botes en la acequia, a subirse a las ramas de los árbo¬les, a pillar lagartijas para meterlas en frascos de vidrio, a fabricar aviones de papel, a quemar hormigas con una lupa y, a veces, hasta a estudiar.

Después de días tan agotadores como este, Bartolo llegaba a su casa to¬do desastrado y bastante sucio, lo cual a su mamá no le parecía muy bien. Pero esto no le importaba demasiado, porque sabía que si alguna vez llegaba todo im¬pecable y ordenado su mamá se sorpren¬dería tanto que incluso podría llegar a tener un ataque; y como Bartolo la que¬ría mucho, se preocupaba de andar siempre desarreglado para asegurarle una excelente salud.

Querer es poder

Una noche, Bartolo estaba acosta¬do en su cama mirando el techo mien¬tras pensaba en todas las cosas que le gustaría hacer, y eran tantas que, para poder hacerlas todas, tendría que vivir por lo menos unos mil o dos mil años. Eso, en realidad, era un problema bas¬tante grande porque nadie, que él su¬piera, había vivido tanto (excepto Matusalem, pero ese no vale, porque en esa época, como recién existía el Universo, el tiempo no funcionaba muy bien que digamos; por eso Dios se demoró solo siete días en hacer el Mundo).

De pronto, Bartolo se dio cuenta que era desatinado estar perdiendo su precioso tiempo en amargarse y decidió comenzar inmediatamente a realizar los proyectos que tenía en mente. Total, seguramente en el futuro alguien inventa¬ría una pastilla para vivir mucho más que lo normal o, incluso, para siempre. Lo malo es que, así acostado en su cama como estaba, no había muchas cosas que hacer salvo mirar fijamente el techo. Y aquello fue lo que hizo. Fijamente y absolutamente concentrado, sin siquiera parpadear. Aguantó así como siete minutos. Los ojos ya le lloraban de tan irritados que los tenía y como en todo éste tiempo había contenido el aire, no pudo más y as¬piró tan fuerte que casi se traga la sábana.

Estaba a punto de desilusionarse cuando, de repente, comenzó a abrirse un pequeño agujero en el techo. Poco a poco fue creciendo hasta llegar a ser del pone de la cama. Bartolo podía sentir el aire fresco de la noche en su cara y le parecía que las estrellas se le venían en¬cima. Estaba tan feliz que la emoción se le salía del cuerpo.

Pero eso no fue todo.

Se divertía mirando el cielo, cuando sintió que las patas de la cama se levantaron del suelo y comenzaron a elevarse lentamente.

Al principio se asustó un poco, pero era tan rico volar dentro de su pie¬za, que el miedo se le olvidó rápida¬mente. Entonces la cama decidió subir más y más, hasta llegar al forado en el techo.

Ahí paró, y se quedó flotando despacio... como preparándose... y de pronto... ¡Zum! salieron Bartolo y su mueble volador disparados como un cohete al infinito.

El iba sujetándose lo más fuerte que podía, porque viajaban a tanta ve¬locidad como la de un avión a chorro de la Fuerza Aérea. Miró hacia atrás y vio cómo se alejaba su casa, cada vez más pequeña; y después, era solo una luz que se confundía con todas las demás de la ciudad.

El aire era cada vez más frío, por¬que se dirigían directo hacia las monta¬ñas. Se sentó encima tapado con el cu¬brecama y trató de manejarla, pero ella no le hizo ni pizca de caso y siguió su viaje, cada vez más alto, por encima de la cordillera.

De pronto la cama frenó suave¬mente y fue bajando hasta aterrizar en¬cima de la nieve. Bartolo no podía creer lo que le había pasado: hacía unos cuantos minutos descansaba tranquilamente en su casa y ahora esta¬ba sentado ¡en medio de la Cordillera de los Andes!

Tenía ganas de pisar la nieve, pero no se atrevía a bajar de la cama, porque en cualquier momento ella podía salir volando de nuevo por cuenta propia y él no tenía ninguna intención de quedarse

ahí botado. Pero el dichoso mueble vo¬lador no se movía ni un centímetro.

Como estaba en las montañas, y más encima de noche, hacía demasiado frío. Por suerte tenía dos frazadas bien gruesas. Pero de moverse la cama, nada. Parecía como si se le hubiese acabado el combustible o algo. Bartolo trató de echarle vuelo como a los autos cuando es¬tán malos y no quieren andar. Astuta¬mente puso solamente una pierna en el suelo y empujó, pero por más fuerza que hiciera, no pasaba nada, y su pobre pie estaba entero azul de congelado, así que decidió acostarse bien cubierto y esperar un rato.

Y así fue que esperó un rato. Y después otro. Y otro. Ya llevaba como dieciséis ratos y medio cuando se quedó dormido.

La ciudad asombrosa

Bartolo se despertó con un fuerte ruido parecido al de un bus destartala¬do corriendo como un bólido. Pero aún tenía mucho sueño, así que ni se inmu¬tó. Apaciblemente, con una flojera rica, se fue enderezando. Todavía sin abrir los ojos sintió el sol en su cara y meditó acerca del increíble sueño que había te¬nido, en el que volaba arriba de su cama hasta las montañas...

—Qué lindo sería que hubiese sido cierto —suspiró, y de un salto sa¬lió de las sábanas para bajar a tomar desayuno.

Pero precisamente en ese instante, sintió que pisaba algo sumamente frío. Abrió los ojos y hasta la boca, tan grandes como podía, pero no creyó lo que estaba viendo. ¡No había sido un sueño, era verdad! ¡Estaba en medio de inmensos cerros blancos, en las alturas de Los An¬des!

— ¡Viva, viva, viva! ¡Estoy en las montañas! —cantaba Bartolo mientras bailaba alrededor de su objeto volador «sí» identificado. Después de unas cuantas vueltas, sentía los dedos como cubos de hielo, así que prefirió seguir bailando encima de la cama—. ¡Viva, viva! ¡Estoy en las montañas con mi ca¬ma mágica!

Terminado su baile de celebración, observó lo que tenía alrededor. El cielo era más azul de lo que nunca había visto y la nieve resplandecía tanto que tuvo que cerrar sus párpados casi totalmente.

Todo era espectacular. Mucho mejor que los mapas del libro de geo¬grafía; incluso más bonito que cuando llovía y al día siguiente amanecía despe¬jado y él contemplaba, a través de la ventana de la clase de matemáticas, la nieve recién caída en la cordillera (y eso era muy, muy lindo).

Se entretuvo, feliz de la vida, has¬ta que le dio hambre. Pensó que tenía dos posibilidades: una, ir a explorar los alrededores; la otra, quedarse sentado esperando hasta que la cama partiera. Con la primera opción, la cama podía salir volando antes que él volviese, y no era gracioso quedarse desamparado tan lejos de su casa; pero con la segunda moriría de hambre de todas maneras. Como Bartolo no era nada de tonto, partió a buscar comida.

Decidió subir una loma para mi¬rar desde ahí. Cuando llegó a la cima vio la cosa más increíble que jamás, jamás, jamás (jamás, en serio) había vis¬to. Al otro lado de la colina, había una ciudad fantástica. No había nieve, sino pasto por todos lados, y ríos, y lagos, y todo estaba rodeado de bosques. Las casas tenían la misma forma que un reloj de arena, pero en gigante. Los autos es¬taban pintados de colores divertidos: celestes con puntos verdes y rosados o amarillos con rayas negras como abejas.

Los árboles daban varios tipos de frutas a la vez: manzanas, naranjas, plátanos, sandías. Todas en un mismo árbol. In¬cluso algunos daban chicles, chocolates, papas fritas y hasta churros rellenos con manjar. Y por si todo esto fuera poco, los habitantes (que se veían bastante alegres) eran... ¡conejos y zorros! Los zo¬rros no eran tantos, pero los había... En realidad casi todos eran conejos.

Sin pensarlo dos veces, bajó corriendo por la loma hasta llegar a es¬ta magnífica ciudad que acababa de descubrir.

Bartolo conoce nuevos amigos

Caminaba nuestro protagonista hacia uno de estos árboles de comida cuando escuchó un grito:

—¡¡Abraham Opazooo¡¡

No alcanzó a entender lo que sig¬nificaba, cuando algo lo tiró al suelo con vuelta de carnero y todo. Pasado el golpe, se sentó en el pasto para recupe¬rarse y vio que se le acercaba un zorro que se veía igual de mareado que él.

—Perdóname por haberte trompetillado con mi moto-silueta —le dijo.

Bartolo solo atinó a responder:

—¿Qué?

—Con la moto-silueta... te trompetillé recién, ¿te acuerdas?

Luego de un momento de refle¬xión, dedujo que lo que quería decir el zorro era que lo había atropellado con su motocicleta.

—¿Estás bien?

Bartolo respondió afirmativa¬mente.

—Permíteme representarme, soy el Gran Mermeladuque Roelzo el Mag¬nífico —y luego hizo un saludo muy elegante.

A Bartolo le pareció que era un zorro muy simpático y

...

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