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La Politica

luvaquintero22 de Septiembre de 2014

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El legalismo de la guerrilla lo comparte sin duda el país, que espera que de este proceso surja nuevamente una norma legal o una constitución que resuelva sus problemas, así como espera que el teatro de la paz -cuyas virtudes pedagógicas hacia el futuro y cuya capacidad para lograr al menos la regulación humanitaria del conflicto pueden ser substanciales- lleve a los "actores armados" a cambiar sus estrategias de fondo. En un escenario de marchas, declaraciones, encuentros, poemas y campañas de publicidad, las negociaciones se convierten en un ritual sagrado, tanto como la misa, o más, pues una delegación de paz nunca se secuestra.

Y sin embargo, es evidente que que Colombia, en vez de avanzar hacia la paz, parece crear una curiosa forma de coexistencia permanente de la guerra y la negociación, la negociación en medio de la guerra, la guerra en medio de las negociaciones. La esperanza se trata de mantener, pero la incertidumbre y la desesperanza crecen, y la mayoría de la población, después de declarar su voluntad de paz, muestra en las encuestas su simpatía con los paramilitares, y exige a veces, cuando desespera de la guerra, que se pacte con la guerrilla a cualquier costo, y cuando desespera de las negociaciones, que el gobierno muestre su fortaleza, que defienda a a los ciudadanos acosados.

¿Puede recuperarse el camino? No es fácil volver a las negociaciones condicionadas de Barco y Gaviria, ni llegar a la necesaria regulación de la guerra, para que la población civil deje de ser el objetivo principal guerrillero o paramilitar. Pero lo sorprendente es la sensación de que no existen perspectivas de largo plazo por parte del gobierno y de la autodenominada sociedad civil, y que mientras la guerrilla tiene un guión razonablemente elaborado, los demás responden en forma improvisada, ansiosos de una paz rápida, y bajo el acecho de los medios de comunicación.

Un guión alternativo es probablemente utopía, pero es difícil pensar que el proceso actual lleve a alguna parte, excepto como resultado de un milagro de personalidades en el que no es razonable confiar. Lo que falta, sin embargo, es claro. Un proyecto coherente de reforma política, independiente de las vicisitudes de las negociaciones, que permita retomar el programa de 1991 de ampliación de la participación y la ciudadanía. Un esfuerzo de reforma social, que solucione problemas como el de la propiedad agraria, la expansión infernal de una frontera agrícola que sigue creando nuevas formas de violencia, el inequitativo acceso a salud y educación, la miseria y la mala distribución del poder y los ingresos.

Estos procesos son largos, y no puede caerse en la trampa de aplazarlos porque dependan presuntamente de lograr la paz, o porque no se ha probado "científicamente" que la violencia tiene que ver con el desempleo o la desigualdad social, o porque quizás haya que negociarlos. Ni dejar que se mantengan como supuesta fuente de legitimidad de la guerrilla: no habrá paz, ha anunciado esta, hasta que se resuelvan -a pesar de que sea la guerrilla la mayor responsable de que el país se haya enredado en esta espiral de endurecimiento político y social y violencia que se pretende resolver precisamente con las armas, la responsable principal de que no haya habido alternativas viables de cambio social-.

Y hace falta un discurso político que sostenga la legitimidad del Estado y la primacía de la democracia, por imperfecta que sea, sobre la fuerza de las armas. No puede admitirse que unas personas, por estar armadas, tengan más poder que los demás ciudadanos, que solo pueden expresarse a través del desacreditado voto, el único mecanismo democrático práctico inventado en 2500 años de ensayos, ni que sustituyamos la voluntad de los ciudadanos por la de la "sociedad civil" autoelegida, por comisiones ad-hoc, o por representantes

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