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Rabindranath Tagore


Enviado por   •  9 de Agosto de 2014  •  1.676 Palabras (7 Páginas)  •  315 Visitas

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Rabindranath Tagore

El jardinero

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1

El servidor: —¡Oh, Reina, ten piedad de tu servidor!

La Reina: —Terminó ya la asamblea, y todos mis servidores se han ido. ¿Por qué vienes tan tarde?

El servidor: —Mi hora llega cuando la de los demás ha pasado. Dime qué trabajo ordenas al último de tus servidores.

La Reina: —¿Qué puedo ordenarte, si es tan tarde

El servidor: —Hazme jardinero de tu jardín.

La Reina: —¿Qué locura es ésta?

El servidor: —Renunciaré a cualquier otra tarea, abandonaré al polvo mis lanzas y mis espadas. No me envíes a lejanas cortes. No me pidas nuevas conquistas: hazme jardinero de tu jardín.

La Reina: —¿Y en qué consistirá tu servicio?

El servidor: —En llenar tus ocios. Conservaré fresca la hierba del sendero por donde vas cada mañana y donde, a cada paso tuyo, las flores deseosas de morir bendicen el pie que las pisa. Te meceré entre las ramas del septaparna mientras la luna, apenas levantada en la noche, intentará besar tu vestido a través de las hojas. Llenaré con aceite perfumado la lámpara que arde junto a tu lecho y adornaré tu escabel con maravillosas pinturas de azafrán y sándalo.

La Reina: —¿Y cuál será tu recompensa?

El servidor: —Que me des permiso para tener entre mis manos tus pequeños puños, que parecen capullos de loto, y para rodear tus brazos con cadenas de flores; que pueda teñir las plantas de tus pies con el zumo encarnado de los pétalos de ashoka, y recoger, con un beso, la mota de polvo que pueda posarse en ellos.

La Reina: —Tus ruegos han sido escuchados.

Serás el jardinero de mi jardín.

2

Poeta, la noche se acerca; tus cabellos blanquean.

Durante tus ensueños solitarios, ¿oyes el mensaje del más acá?

Es de noche, dijo el poeta, y escucho: tal vez alguien está llamando desde el pueblo, aunque ya es tarde.

Estoy velando: dos enamorados se buscan. ¿Les guiará su corazón? Los corazones errantes de dos jóvenes amantes se encontrarán; sus ojos ardientes suplican una armonía de amor que rompa el silencio y hable por ellos.

¿Quién tejerá sus cantos apasionados si yo me siento en la playa de la vida, contemplando la muerte y el más allá?

Desaparece la primera estrella de la noche.

El resplandor de una pira funeraria se extingue lentamente junto al río silencioso.

Desde el patio de la casa desierta, y a la luz de la luna pálida, se oye el coro de los chacales.

Si algún viajero, vagando lejos de su casa, viene hasta aquí a contemplarla noche y a escuchar, con la cabeza inclinada, el canto de las tinieblas, ¿quién se acercará a murmurarle los secretos de la vida si, cerrando mi puerta, me libero de todas mis obligaciones mortales?

No importa que mis cabellos empiecen a blanquear.

Siempre seré tan joven y tan viejo como el más joven y el más viejo del pueblo.

Unos sonríen simple y dulcemente, otros tienen un brillo malicioso en la mirada.

{éstos lloran abiertamente a la luz del sol, aquéllos esconden sus lágrimas en las tinieblas.

Todos me necesitan, y yo no tengo tiempo para meditar sobre la vida futura.

Tengo la edad de todos. ¿Qué importa si mis cabellos blanquean?

3

Al amanecer, eché mi red al mar.

Arranqué al oscuro abismo extrañas maravillas: unas brillaban como sonrisas, otras como lágrimas, y algunas se coloreaban como las mejillas de una novia.

Cuando volví a casa, cargado con mi precioso botín, mi amada estaba sentada en el jardín y deshojaba, indolente, los pétalos de una flor.

Dudé un instante, luego dejé a sus pies todo cuanto había arrancado al mar y quedé silencioso.

Ella lo miró y dijo: ‘¿Qué son esas cosas tan raras? ¿Cuál es su utilidad?’

Avergonzado, incliné la cabeza y pensé: Obtener esto no me ha costado esfuerzo alguno: ni siquiera lo he comprado; no son regalos dignos de ella.

Pasé la noche tirando los tesoros ala calle.

Al día siguiente pasaron unos viajeros, los recogieron y se los llevaron a lejanos países.

4

Ay, ¿por qué han edificado mi casa junto al camino que lleva a la ciudad? Amarran sus barcas cargadas junto a mis árboles.

Van y vienen y se mueven a su antojo.

Me siento y los contemplo, y mis horas se consumen.

No puedo echarles. Y así paso los días.

Sus pasos suenan día y noche ante mi puerta.

Es inútil que les diga: ‘No os conozco’.

Toco a unos, siento el olor de otros; a éstos los llevo en la sangre de mis venas, y aquéllos pueblan mis sueños.

No puedo echarlos. Les llamo y les digo: ‘Que entren en mi casa los que quieran. Sí, que entren’.

Al amanecer, dobla la campana del templo.

Llegan con cestos en las manos.

Sus pies han enrojecido y la primera luz del alba ilumina sus rostros.

No puedo echarlos. Les llamo y les digo: ‘Venid a mi jardín a coger flores, venid’.

A mediodía se oye el gong de la verja del palacio.

No sé por qué abandonan su trabajo y se acercan a mi

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